Jonathan Swift
Viajes de Gulliver
El Autor de la Semana - © 1996-2000
Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile
Selección y edición de textos: Oscar E. Aguilera
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textos: Oscar E. Aguilera F. (oaguiler@uchile.cl). Digitalización y corrección de textos: Carolina Huenucoy (chuenuco@uchile.cl) Se prohíbe la reproducción comercial de los textos presentados en la serie “El Autor de la Semana”. Se autoriza la difusión a través de Internet de estos documentos, en otros sitios aparte de la Universidad de Chile, sólo con fines educativos y de difusión de la literatura, siempre que se indique la fuente, los detentores de los derechos, traducciones y cualquier otra información indicada en estas páginas.
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UNIVERSIDAD DE CHILE – FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES El Autor de la Semana Jonathan Swift 1. INTRODUCCIÓN Swift, Jonathan (1667-1745)
escritor político y satírico anglo-irlandés, considerado uno de los maestros de la prosa en inglés y de los más apasionados satirizados de la locura y la arrogancia humanas. Sus numerosos escritos políticos, textos en prosa, cartas y poemas tienen como característica común el uso de un lenguaje efectivo y económico. Nacido en Dublín el 30 de noviembre de 1667, estudió en el Trinity College de dicha ciudad. Obtuvo un empleo en Inglaterra como secretario del diplomático y escritor William Temple, pariente lejano de su madre. Las relaciones con su patrón no fueron especialmente cordiales y, en 1694, el joven Jonathan regresó a Irlanda, donde se ordenó sacerdote. Tras la reconciliación con Temple, volvió a su servicio en 1696. Supervisó la educación de Esther Johnson, hija de la recién enviudada hermana de Temple, y permaneció con el caballero hasta su muerte, en 1699. Durante ese tiempo, Swift, aunque tuvo frecuentes discusiones con su patrón, dispuso de gran cantidad de tiempo para la lectura y la escritura.
2. PRIMEROS ESCRITOS Entre sus primeros trabajos en prosa se encuentra La batalla entre los libros antiguos y modernos (1697), una mofa de las discusiones literarias del momento, que trataban de valorar si eran mejores las obras de la antigüedad o las modernas. En esta obra suya, el autor irlandés se puso de parte de los maestros antiguos y, con gran mordacidad, atacó la pedantería y el espíritu escolástico de los escritores de su tiempo. Su Historia de una bañera (1704) es el más divertido y original de sus escritos satíricos. En él, Swift ridiculizó con soberbia ironía varias formas de pedantería y pretenciosidad, especialmente en los terrenos de la religión y la literatura. Este libro despertó serias dudas sobre la ortodoxia religiosa de su autor, y se cree que, a causa del enfado que produjo en la reina Ana Estuardo, perdió sus prerrogativas dentro de la iglesia de Inglaterra. Aunque en teoría era un whig, Swift mantenía importantes diferencias de criterio con sus compañeros de partido. En 1710, subió al poder en Inglaterra el partido tory, y el inconformista autor irlandés se pasó rápidamente a sus filas. Comenzó a dirigir entonces sus ataques contra los whigs, a través de una serie de brillantes textos cortos, asumió la dirección del Examiner, el órgano informativo de los tories, y publicó una gran cantidad de panfletos, en los que defendía abiertamente la política social del gobierno tory. De entre esos textos, el más elocuente e influyente fue El comportamiento de los aliados (noviembre de 1711), en el cual afirmaba que los whigs habían prolongado la Guerra de Sucesión española mirando sólo a sus propios intereses. Este panfleto fue la causa de la dimisión de John Churchill, primer duque de Malborough, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas británicas.
3. STELLA Y VANESSA Swift comenzó sus Cartas a Stella en 1710. Stella era el nombre que él utilizaba para dirigirse a Esther Johnson, quien por entonces vivía en Dublín. Esta serie de cartas íntimas, en las que aparecen numerosos vocablos propios del lenguaje infantil, revelan un curioso aspecto de la enigmática personalidad del satirista irlandés. Los especialistas no tienen muy claro cuál era el tipo de relación que existía entre tutor y alumna. Es posible incluso que se hubieran casado en secreto. La otra mujer de la que se tiene noticia en la iii vida de Swift fue Esther Vanhomrigh, también alumna suya, hija de un comerciante de Dublín de origen holandés, y a la que él llamaba Vanessa, se enamoró perdidamente de su tutor, pero él no correspondió nunca a ese amor. En 1717, fue nombrado deán de la catedral de San Patricio de Dublín. Al año siguiente, el partido tory perdió el poder, y su influencia política desapareció por completo. Entre 1724 y 1725 publicó anónimamente Cartas de Drapier, una serie de apasionados y efectivos panfletos en los que intentaba defender la validez de la moneda irlandesa, y que ocasionaron el fin del permiso otorgado por la corona a un comerciante inglés para acuñar monedas en Irlanda. Por esta y otras obras en las que apoyaba las reivindicaciones de su pueblo, se convirtió en un héroe entre los nacionalistas irlandeses. Una modesta proposición (1729), uno de estos textos reivindicativos, incluye una propuesta especialmente irónica, la de que los niños irlandeses pobres podían ser vendidos como carne para mejorar la dieta de los ricos, pues con ello se beneficiarían todos los sectores sociales.
4. LOS VIAJES DE GULLIVER La obra maestra de Swift, Viajes a varios lugares remotos del planeta, titulada popularmente Los viajes de Gulliver, fue publicada como anónimo en 1726 y obtuvo un éxito inmediato. A pesar de que fue concebida originalmente como una sátira, un ataque ácido y alegórico contra la vanidad y la hipocresía de las cortes, los hombres de estado y los partidos políticos de su tiempo, el autor fue añadiendo, durante los seis años que tardó en escribirla, desgarradas reflexiones acerca de la naturaleza humana. Los viajes de Gulliver es, por tanto, una obra salvajemente amarga y, en ocasiones, indecente, una desabrida burla a la sociedad inglesa de su tiempo y por extensión al género humano. Aún así, es una narración tan imaginativa, ingeniosa y sencilla de leer, que el primer libro ha permanecido como un clásico de la literatura infantil. El cuarto libro, Gulliver en el país de los huim suele eliminarse de muchas ediciones juveniles por su excesiva mordacidad, ya que en el fondo lo que está planteando Swift es que la compañía de los animales —de los caballos, concretamente— es preferible y más estimulante que la de muchos humanos.
Sus últimos años, tras las muertes de Stella y Vanessa, se caracterizaron por una creciente soledad y asomos de demencia. Sufrió frecuentes ataques de vértigo y, tras un largo periodo de decadencia mental, murió, el 19 de octubre de 1745. Fue enterrado en la catedral de la que había sido deán, junto al sepulcro de Stella. Su epitafio, escrito por él mismo en latín, reza: "Aquí yace el cuerpo de Jonathan Swift, D., deán de esta catedral, en un lugar en que la ardiente indignación no puede ya lacerar su corazón. Ve, viajero, e intenta imitar a un hombre que fue un irreductible defensor de la libertad".1
1"Swift, Jonathan," Enciclopedia Microsoft® Encarta® 2000. © 1993-1999 Microsoft Corporation. Reservados todos los derechos.
Jonathan Swift Viajes de Gulliver
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Jonathan Swift
Viajes de Gulliver
Primera Parte
Un viaje a Liliput
Capítulo 1
El autor da algunas referencias de sí y de su familia y de sus primeras inclinaciones a viajar. Naufraga, se salva a nado y toma tierra en el país de Liliput, donde es hecho prisionero e internado... Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire. De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta, representaba una carga demasiado grande para una tan reducida fortuna, entré de aprendiz con míster James Bates, eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba de vez en cuando fuí aprendiendo navegación y otras partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro de que me sería útil en largas travesías. Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación de mi buen maestro míster Bates, me coloqué de médico en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham Panell, con quien en tres años y medio hice un viaje o dos a Oriente y varios a otros puntos. Al volver decidí establecerme en Londres, propósito en que me animó míster Bates, mi maestro, por quien fuí recomendado a algunos clientes. Alquilé parte de una casa pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen tomar estado, me casé con mistress Mary Burton, hija segunda de míster Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote. Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después, y yo tenía pocos amigos, empezó a decaer mi negocio; porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de tantos y tantos entre mis colegas. Así, consulté con mi mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. Fui médico sucesivamente en dos barcos y durante seis años hice varios viajes a las Indias Orientales y Occidentales, lo cual me permitió aumentar algo mi fortuna. Empleaba mis horas de ocio en leer a los mejores autores antiguos y modernos, y a este propósito siempre llevaba buen repuesto de libros conmigo; y cuando desembarcábamos, en observar las costumbres e inclinaciones de los naturales, así como en aprender su lengua, para lo que me daba gran facilidad la firmeza de mi memoria. Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 3
El último de estos viajes no fue muy afortunado; me aburrí del mar y quise quedarme en casa con mi mujer y demás familia. Me trasladé de la Old Jewry a Fatter Lane y de aquí a Wapping, esperando encontrar clientela entre los marineros; pero no me salieron las cuentas. Llevaba tres años de aguardar que cambiaran las cosas, cuando acepté un ventajoso ofrecimiento del capitán William Pritchard, patrón del Antelope, que iba a emprender un viaje al mar del Sur. Nos hicimos a la mar en Bristol el 4 de mayo de 1699, y la travesía al principio fue muy próspera. No sería oportuno, por varias razones, molestar al lector con los detalles de nuestras aventuras en aquellas aguas. Baste decirle que en la travesía a las Indias Orientales fuimos arrojados por una violenta tempestad al noroeste de la tierra de Van Diemen. Según observaciones, nos encontrábamos a treinta grados, dos minutos de latitud Sur. De nuestra tripulación murieron doce hombres, a causa del trabajo excesivo y la mala alimentación, y el resto se encontraba en situación deplorable. El 15 de noviembre, que es el principio del verano en aquellas regiones, los marineros columbraron entre la espesa niebla que reinaba una roca a obra de medio cable de distancia del barco; pero el viento era tan fuerte, que no pudimos evitar que nos arrastrase y estrellase contra ella al momento. Seis tripulantes, yo entre ellos, que habíamos lanzado el bote a la mar, maniobramos para apartarnos del barco y de la roca. Remamos, según mi cálculo, unas tres leguas, hasta que nos fue imposible seguir, exhaustos como estábamos ya por el esfuerzo sostenido mientras estuvimos en el barco. Así, que nos entregamos a merced de las olas, y al cabo de una media hora una violenta ráfaga del Norte volcó la barca. Lo que fuera de mis compañeros del bote, como de aquellos que se salvasen en la roca o de los que quedaran en el buque, nada puedo decir; pero supongo que perecerían todos. En cuanto a mí, nadé a la ventura, empujado por viento y marea. A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin encontrar fondo; pero cuando estaba casi agotado y me era imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta había amainado mucho. El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según pude ver, pues al despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude moverme; me había echado de espaldas y me encontraba los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas ligaduras que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos hasta los muslos. Soló podía mirar hacia arriba; el sol empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mi alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí moverse sobre mi pierna izquierda algo vivo, que, avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas, seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugí Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 4
tan fuerte, que todos ellos huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron después, resultaron heridos de las caídas que sufrieron al saltar de mis costados a la arena. No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara, levantando los brazos y los ojos con extremos de admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien distinta: Hekinah degul. Los demás repitieron las mismas palabras varias veces; pero yo entonces no sabía lo que querían decir. El lector me creerá si le digo que este rato fue para mí de gran molestia. Finalmente, luchando por libertarme, tuve la fortuna de romper los cordeles y arrancar las estaquillas que me sujetaban a tierra el brazo izquierdo -pues llevándomelo sobre la cara descubrí el arbitrio de que se habían valido para atarme-, y al mismo tiempo, con un fuerte tirón que me produjo grandes dolores, aflojé algo las cuerdecillas que me sujetaban los cabellos por el lado izquierdo, de modo que pude volver la cabeza unas dos pulgadas. Pero aquellas criaturas huyeron otra vez antes de que yo pudiera atraparlas. Sucedido esto, se produjo un enorme vocerío en tono agudísimo, y cuando hubo cesado, oí que uno gritaba con gran fuerza: Tolpo phonac. Al instante sentí más de cien flechas descargadas contra mi mano izquierda, que me pinchaban como otras tantas agujas; y además hicieron otra descarga al aire, al modo en que en Europa lanzamos por elevación las bombas, de la cual muchas flechas me cayeron sobre el cuerpo -por lo que supongo, aunque yo no las noté- y algunas en la cara, que yo me apresuré a cubrirme con la mano izquierda. Cuando pasó este chaparrón de flechas oí lamentaciones de aflicción y sentimiento; y hacía yo nuevos esfuerzos por desatarme, cuando me largaron otra andanada mayor que la primera, y algunos, armados de lanzas, intentaron pincharme en los costados. Por fortuna, llevaba un chaleco de ante que no pudieron atravesar. Juzgué el partido más prudente estarme quieto acostado; y era mi designio permanecer así hasta la noche, cuando, con la mano izquierda ya desatada, podría libertarme fácilmente. En cuanto a los habitantes, tenía razones para creer que yo sería suficiente adversario para el mayor ejército que pudieran arrojar sobre mí, si todos ellos eran del tamaño de los que yo había visto. Pero la suerte dispuso de mí en otro modo. Cuando la gente observó que me estaba quieto, ya no disparó más flechas; pero por el ruido que oía conocí que la multitud había aumentado, y a unas cuatro yardas de mí, hacia mi oreja derecha, oí por más de una hora un golpear como de gentes que trabajasen. Volviendo la cabeza en esta dirección tanto cuanto me lo permitían las estaquillas y los cordeles, vi un tablado que levantaba de la tierra cosa de pie y medio, capaz para sostener a cuatro de los naturales, con dos o tres escaleras de mano para subir; desde allí, uno de ellos, que parecía persona de calidad, pronunció un largo discurso, del que yo no comprendí una sílaba. Olvidaba consignar que esta persona principal, antes de comenzar su oración, exclamó tres veces: Langro dehul san. (Estas palabras y las anteriores me fueron después repetidas y explicadas.) Inmediatamente después, unos cincuenta moradores se llegaron a mí y cortaron las cuerdas que me sujetaban al lado izquierdo de la cabeza, gracias a lo cual pude volverme a la derecha y observar la persona y el ademán del que iba a hablar. Parecía el tal de mediana edad y más alto que cualquiera de los otros tres que le acompañaban, de los cuales uno era un paje que le sostenía la cola, y aparentaba ser algo mayor que mi dedo medio, y los otros dos estaban de pie, uno a cada lado, dándole asistencia. Accionaba como un consumado orador y pude distinguir en su discurso muchos períodos de amenaza y otros - Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 5
de promesas, piedad y cortesía. Yo contesté en pocas palabras, pero del modo más sumiso, alzando la mano izquierda, y los ojos hacia el sol, como quien lo pone por testigo; y como estaba casi muerto de hambre, pues no había probado bocado desde muchas horas antes de dejar el buque, sentí con tal rigor las demandas de la Naturaleza, que no pude dejar de mostrar mi impaciencia -quizá contraviniendo las estrictas reglas del buen tono - llevándome el dedo repetidamente a la boca para dar a entender que necesitaba alimento. El hurgo -así llaman ellos a los grandes señores, según supe después- me comprendió muy bien. Bajó del tablado y ordenó que se apoyasen en mis costados varias escaleras; más de un centenar de habitantes subieron por ellas y caminaron hacia mi boca cargados con cestas llenas de carne, que habían sido dispuestas y enviadas allí por orden del rey a la primera seña que hice. Observé que era la carne de varios animales, pero no pude distinguirlos por el gusto. Había brazuelos, piernas y lomos formados como los de carnero y muy bien sazonados, pero más pequeños que alas de calandria. Yo me comía dos o tres de cada bocado y me tomé de una vez tres panecillos aproximadamente del tamaño de balas de fusil. Me abastecían como podían buenamente, dando mil muestra de asombro y maravilla por mi corpulencia y mi apetito. Hice luego seña de que me diesen de beber. Por mi modo de comer juzgaron que no me bastaría una pequeña cantidad, y como eran gentes ingeniosísimas, pusieron en pie con gran destreza uno de sus mayores barriles y después lo rodaron hacia mi mano y le arrancaron la parte superior; me lo bebí de un trago, lo que bien pude hacer, puesto que no contenía media pinta, y sabía como una especie de vinillo de Burgundy, aunque mucho menos sabroso. Trajéronme un segundo barril, que me bebí de la misma manera, e hice señas pidiendo más; pero no había ya ninguno que darme. Cuando hube realizado estos prodigios, dieron gritos de alborozo y bailaron sobre mi pecho, repitiendo varias veces, como al principio hicieron: Hekinah degul. Me dieron a entender que echase abajo los dos barriles, después de haber avisado a la gente que se quitase de en medio gritándole: Borach mivola; y cuando vieron por el aire los toneles estalló un grito general de: Hekinah degul. Confieso que a menudo estuve tentado, cuando andaban paseándoseme por el cuerpo arriba y abajo, de agarrar a los primeros cuarenta o cincuenta que se me pusieran al alcance de la mano y estrellarlos contra el suelo; pero el recuerdo de lo que había tenido que sufrir, y que probablemente no era lo peor que de ellos se podía temer, y la promesa que por mi honor les había hecho -pues así interpretaba yo mismo mi sumisa conducta-, disiparon pronto esas ideas. Además, ya entonces me consideraba obligado por las leyes de la hospitalidad a una gente que me había tratado con tal esplendidez y magnificencia. No obstante, para mis adentros no acababa de maravillarme de la intrepidez de estos diminutos mortales que osaban subirse y pasearse por mi cuerpo teniendo yo una mano libre, sin temblar solamente a la vista de una criatura tan desmesurada como yo debía de parecerles a ellos. Después de algún tiempo, cuando observaron que ya no pedía más de comer, se presentó ante mí una persona de alto rango en nombre de Su Majestad Imperial. Su Excelencia, que había subido por la canilla de mi pierna derecha, se me adelantó hasta la cara con una docena de su comitiva, y sacando sus credenciales con el sello real, que me acercó mucho a los ojos, habló durante diez minutos sin señales de enfado, pero con tono de firme resolución. Frecuentemente, apuntaba hacia adelante, o sea, según luego supe, hacia la capital, adonde Su Majestad, en consejo, había decidido que se me condujese. Contesté con algunas palabras, que de nada sirvieron, y con la mano desatada hice seña indicando la otra -claro que por encima de la cabeza de Su Excelencia, ante el temor de hacerle daño a él o a su séquito-, y luego la cabeza y el cuerpo, para dar a entender que deseaba la libertad. Parece que él me comprendió bastante bien,
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porque movió la cabeza a modo de desaprobación y colocó la mano en posición que me descubría que había de llevárseme como prisionero. No obstante, añadió otras señas para hacerme comprender que se me daría de comer y beber en cantidad suficiente y buen trato. Con esto intenté una vez más romper mis ligaduras; pero cuando volví a sentir el escozor de las flechas en la cara y en las manos, que tenía llenas de ampollas, sobre las que iban a clavarse nuevos dardos, y también cuando observé que el número de mis enemigos había crecido, hice demostraciones de que podían disponer de mí a su talante. Entonces el hurgo y su acompañamiento se apartaron con mucha cortesía y placentero continente. Poco después oí una gritería general, en que se repetían frecuentemente las palabras Peplom Selan y noté que a mi izquierda numerosos grupos aflojaban los cordeles, a tal punto que pude volverme hacia la derecha. Antes me habían untado la cara y las dos manos con una especie de ungüento de olor muy agradable y que en pocos minutos me quitó por completo el escozor causado por las flechas. Estas circunstancias, unidas al refresco de que me habían servido las viandas y la bebida, que eran muy nutritivas, me predispusieron al sueño. Dormí unas ocho horas, según me aseguraron después; y no es de extrañar, porque los médicos, de orden del emperador, habían echado una poción narcótica en los toneles de vino. A lo que parece, en el mismo momento en que me encontraron durmiendo en el suelo, después de haber llegado a tierra, se había enviado rápidamente noticia con un propio al emperador, y éste determinó en consejo que yo fuese atado en el modo que he referido -lo que fue realizado por la noche, mientras yo dormía-, que se me enviase carne y bebida en abundancia y que se preparase una máquina para llevarme a la capital. Esta resolución quizá parezca temeraria, y estoy cierto de que no sería imitada por ningún príncipe de Europa en caso análogo; sin embargo, a mi juicio, era en extremo prudente, al mismo tiempo que generosa. Suponiendo que esta gente se hubiera arrojado a matarme con sus lanzas y sus flechas mientras dormía, yo me hubiese despertado seguramente a la primera sensación de escozor, sensación que podía haber excitado mi cólera y mi fuerza hasta el punto de hacerme capaz de romper los cordeles con que estaba sujeto, después de lo cual, e impotentes ellos para resistir, no hubiesen podido esperar merced. Estas gentes son excelentísimos matemáticos, y han llegado a una gran perfección en las artes mecánicas con el amparo y el estímulo del emperador, que es un famoso protector de la ciencia. Este príncipe tiene varias máquinas montadas sobre ruedas para el transporte de árboles y otros grandes pesos. Muchas veces construye sus mayores buques de guerra, de los cuales algunos tienen hasta nueve pies de largo, en los mismos bosques donde se producen las maderas, y luego los hace llevar en estos ingenios tres o cuatrocientas yardas, hasta el mar. Quinientos carpinteros e ingenieros se pusieron inmediatamente a la obra para disponerla mayor de las máquinas hasta entonces construida. Consistía en un tablero levantado tres pulgadas del suelo, de unos siete pies de largo y cuatro de ancho, y que se movía sobre veintidós ruedas. Los gritos que oí eran ocasionados por la llegada de esta máquina, que, según parece, emprendió la marcha cuatro horas después de haber pisado yo tierra. La colocaron paralela a mí; pero la principal dificultad era alzarme y colocarme en este vehículo. Ochenta vigas, de un pie de alto cada una, fueron erigidas para este fin, y cuerdas muy fuertes, del grueso de bramantes, fueron sujetas con garfios a numerosas fajas
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con que los trabajadores me habían rodeado el cuello, las manos, el cuerpo y las piernas. Novecientos hombres de los más robustos tiraron de estas cuerdas por medio de poleas fijadas en las vigas, y así, en menos de tres horas, fui levantado, puesto sobre la máquina y en ella atado fuertemente. Todo esto me lo contaron, porque mientras se hizo esta operación yacía yo en profundo sueño, debido a la fuerza de aquel medicamento soporífero echado en el vino. Mil quinientos de los mayores caballos del emperador, altos, de cuatro pulgadas y media, se emplearon para llevarme hacia la metrópolis, que, como ya he dicho, estaba a media milla de distancia. Hacía unas cuatro horas que habíamos empezado nuestro viaje, cuando vino a despertarme un accidente ridículo. Habiéndose detenido el carro un rato para reparar no sé qué avería, dos o tres jóvenes naturales tuvieron la curiosidad de recrearse en mi aspecto durante el sueño; se subieron a la máquina y avanzaron muy sigilosamente hasta mi cara. Uno de ellos, oficial de la guardia, me metió la punta de su chuzo por la ventana izquierda de la nariz hasta buena altura, el cual me cosquilleó como una paja y me hizo estornudar violentamente. En seguida se escabulleron sin ser descubiertos, y hasta tres semanas después no conocí yo la causa de haberme despertado tan de repente. Hicimos una larga marcha en lo que quedaba del día y descansé por la noche, con quinientos guardias a cada lado, la mitad con antorchas y la otra mitad con arcos y flechas, dispuestos a asaetearme si se me ocurría moverme. A la mañana, siguiente, al salir el sol, seguimos nuestra marcha, y hacia el mediodía estábamos a doscientas yardas de las puertas de la ciudad. El emperador y toda su corte nos salieron al encuentro; pero los altos funcionarios no quisieron de ninguna manera consentir que Su Majestad pusiera en peligro su persona subiéndose sobre mi cuerpo. En el sitio donde se paró el carruaje había un templo antiguo, tenido por el más grande de todo el reino, y que, mancillado algunos años hacía por un bárbaro asesinato cometido en él, fue, según cumplía al celo religioso de aquellas gentes, cerrado como profano. Se destinaba desde entonces a usos comunes, y se habían sacado de él todos los ornamentos y todo el moblaje. En este edificio se había dispuesto que yo me alojara. La gran puerta que daba al Norte tenía cuatro pies de alta y cerca de dos de ancha. Así que yo podía deslizarme por ella fácilmente. A cada lado de la puerta había una ventanita, a no más que seis pulgadas del suelo. Por la de la izquierda, el herrero del rey pasó noventa y una cadenas como las que llevan las señoras en Europa para el reloj, y casi tan grandes, las cuales me ciñeron a la pierna izquierda, cerradas con treinta y seis candados. Frente a este templo, al otro lado de la gran carretera, a veinte pies de distancia, había una torrecilla de lo menos cinco pies de alta. A ella subió el emperador con muchos principales caballeros de su corte para aprovechar la oportunidad de verme, según me contaron, porque yo no los distinguía a ellos. Se advirtió que más de cien mil habitantes salían de la ciudad con el mismo proyecto, y, a pesar de mis guardias, seguramente no fueron menos de diez mil los que en varias veces subieron a mi cuerpo con ayuda de escaleras de mano. Pero pronto se publicó un edicto prohibiéndolo bajo pena de muerte. Cuando los trabajadores creyeron que ya me sería imposible desencadenarme, cortaron todas las cuerdas que me ligaban, y acto seguido me levanté en el estado más melancólico en que en mi vida me había encontrado. El ruido y el asombro de la gente al verme levantar.
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y andar no pueden describirse. Las cadenas que me sujetaban la pierna izquierda eran de unas dos yardas de largo, y no sólo me dejaban libertad para andar hacia atrás y hacia adelante en semicírculo, sino que también, como estaban fijas a cuatro pulgadas de la puerta, me permitían entrar por ella deslizándome y tumbarme a la larga en el templo.
El emperador de Liliput, acompañado de gentes de la nobleza, acude a ver al autor en su prisión. -Descripción de la persona y el traje del emperador.- Se designan hombres de letras para que enseñen el idioma del país al autor.- Éste se gana el favor por su condición apacible.- Le registran los bolsillos y le quitan la espada y las pistolas. Cuando me vi de pie miré a mi alrededor, y debo confesar que nunca se me ofreció más curiosa perspectiva. La tierra que me rodeaba parecía toda ella un jardín, y los campos, cercados, que tenían por regla general cuarenta pies en cuadro cada uno, se asemejaban a otros tantos macizos de flores. Alternaban con estos campos bosques como de media pértica; los árboles más altos calculé que levantarían unos siete pies. A mi izquierda descubrí la población, que parecía una decoración de ciudad de un teatro. Ya había descendido el emperador de la torre y avanzaba a caballo hacia mí; lo que estuvo a punto de costarle caro, porque la caballería, que, aunque perfectamente amaestrada, no tenía en ningún modo costumbre de ver lo que debió de parecerle como si se moviese ante ella una montaña, se encabritó; pero el príncipe, que es jinete excelente, se mantuvo en la silla, mientras acudían presurosos sus servidores y tomaban la brida para que pudiera apearse Su Majestad. Cuando se hubo bajado me inspeccionó por todo alrededor con gran admiración, pero guardando distancia del alcance de mi cadena. Ordenó a sus cocineros y despenseros, ya preparados, que me diesen de comer y beber, como lo hicieron adelantando las viandas en una especie de vehículos de ruedas hasta que pude cogerlos. Tomé estos vehículos, que pronto estuvieron vaciados; veinte estaban llenos de carne y diez de licor. Cada uno de los primeros me sirvió de dos o tres buenos bocados, y vertí el licor de diez envases -estaba en unas redomas de barro- dentro de un vehículo, y me lo bebí de un trago, y así con los demás. La emperatriz y los jóvenes príncipes de la sangre de uno y otro sexo, acompañados de muchas damas, estaban a alguna distancia, sentados en sus sillas de manos; pero cuando le ocurrió al emperador el accidente con su caballo descendieron y vinieron al lado de su augusta persona, de la cual quiero en este punto hacer la prosopografía. Es casi el ancho de mi uña más alto que todos los de su corte, y esto por sí solo es suficiente para infundir pavor a los que le miran. Sus facciones son firmes y masculinas; de labio austríaco y nariz acaballada; su color, aceitunado; su continente, derecho; su cuerpo y sus miembros, bien proporcionados; sus movimientos, graciosos, y majestuoso su porte. No era joven ya, pues tenía veintiocho años y tres cuartos, de los cuales había reinado alrededor de siete con toda felicidad y por lo general victorioso. Para considerarle mejor, me eché de lado, de modo que mi cara estuviese paralela a la suya, mientras él se mantenía a no más que tres yardas de distancia; pero como después lo he tenido en la mano muchas veces, no puedo engañarme en su descripción. Su traje era muy liso y sencillo, y hecho entre la moda asiática y la europea; pero llevaba en la cabeza un.
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ligero yelmo de oro adornado de joyas y con una pluma en la cresta. Tenía en la mano la espada desenvainada para defenderse si acaso yo viniera a escaparme; la espada era de unas tres pulgadas de largo, y la guarnición y la vaina eran de oro, avalorado con diamantes. Su voz era aguda, pero muy clara y articulada; yo no podía oírla estando de pie. Las damas y los cortesanos vestían con la mayor magnificencia; tanto, que el espacio en que se encontraban podía compararse a un guardapiés bordado de figuras de oro y plata que se hubiera extendido en el suelo. Su Majestad Imperial me hablaba con frecuencia, y yo le respondía; pero ni uno ni otro entendíamos palabra. Estaban presentes varios sacerdotes y letrados -por lo que yo colegí de sus vestidos-, a quienes se encargó que se dirigiesen a mí. Yo les hablé en todos los idiomas de que tenía algún conocimiento, tales como alto y bajo alemán, latín, francés, español, italiano y lengua franca; pero de nada sirvió. Después de unas dos horas se retiró la corte y me dejaron con una fuerte guardia, para evitar la impertinencia y probablemente la malignidad de la plebe, que se apiñaba muy impaciente a mi alrededor todo lo cerca que su temor le permitía, y entre la cual no.
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En tanto, el emperador celebraba frecuentes consejos para discutir qué partido había de tomarse conmigo, y después me aseguró un amigo particular -persona de gran calidad que estaba, según fama, tanto como el que más, en los secretos de Estado- que la corte tenía numerosas preocupaciones respecto de mí. Temían que me libertase, que mi dieta, demasiado costosa, fuera causa de carestías. Algunas veces determinaron matarme de hambre, o, por lo menos, dispararme a la cara y a las manos flechas envenenadas que me despacharían pronto; pero luego consideraban que el hedor de un tan gran cuerpo muerto podía desatar una peste en la metrópoli y probablemente extenderla a todo el reino. En medio de estas consultas, varios oficiales del ejército llegaron a la puerta de la gran Cámara del Consejo, y dos de ellos, que fueron admitidos, dieron cuenta de mi conducta con los seis criminales antes mencionados, conducta que produjo impresión tan favorable para mí en el corazón de Su Majestad y en el de toda la Junta, que se despachó una comisión imperial para obligar a todos los pueblos situados dentro de un radio de novecientas yardas en torno de la ciudad a entregar todas las mañanas seis bueyes, cuarenta carneros y otras vituallas para mi manutención, junto con una cantidad proporcionada de pan, de vino y de otros licores. En pago de todo ello, Su Majestad entregaba asignados contra su tesoro; porque sépase que este príncipe vive especialmente de su fortuna personal y sólo rara vez, en grandes ocasiones, levanta subsidios entre sus vasallos, que están obligados a auxiliarle en las guerras a expensas de sí propios. Se dictó también un estatuto para que se pusieran a mi servicio seiscientas personas, que disfrutaban dietas para su mantenimiento y pabellones convenientemente edificados para ellas a ambos lados de mi puerta. Asimismo se ordenó que trescientos sastres me hiciesen un traje a la moda del país; que seis de los más eminentes sabios de Su Majestad me instruyesen en su lengua, y, por último, que a los caballos del emperador y a los de la nobleza y tropas de guardia se los llevase a menudo a verme para que se acostumbrasen a mí. Todas estas disposiciones fueron debidamente cumplidas, y en tres semanas hice grandes progresos en el estudio del idioma, tiempo durante el cual el emperador me honraba frecuentemente con sus visitas y se dignaba auxiliar a mis maestros en la enseñanza. Ya empezamos a conversar en cierto modo, y las primeras palabras que aprendí fueron para expresar mi deseo de que se sirviese concederme la libertad, lo que todos los días repetía puesto de rodillas. Su respuesta, por lo que pude comprender, era que el tiempo lo traería todo, que no podía pensar en tal cosa sin asistencia de su Consejo, y que antes debía yo Lumos Kelmin peffo defmar lon Emposo: esto es, jurar la paz con él y con su reino. No obstante, yo sería tratado con toda amabilidad; y me aconsejaba conquistar, con mi paciencia y mi conducta comedida, el buen concepto de él y de sus súbditos. Me pidió que no tomase a mal que diese orden a ciertos correctos funcionarios de que me registrasen, porque suponía él que llevaría yo conmigo varias armas que por fuerza habían de ser cosas peligrosísimas si correspondían a la corpulencia de persona tan prodigiosa. Dije que Su Majestad sería satisfecho, porque estaba dispuesto a desnudarme y a volver las faltriqueras delante de él. Esto lo manifesté, parte de palabra, parte por señas. Replicó él que, de acuerdo con las leyes del reino, debían registrarme dos funcionarios; y aunque él sabia que esto no podría hacerse sin mi consentimiento y ayuda, tenía tan buena opinión de mi generosidad y de mi justicia que confiaba en mis manos las personas de sus funcionarios añadiendo que cualquier cosa que me fuese tomada me sería devuelta cuando saliera del país o pagada al precio que yo quisiera ponerle. Tomé a los funcionarios en mis manos y los puse primeramente en los bolsillos de la casaca y luego en todos los demás que el traje llevaba, excepto los dos de la pretina y un bolsillo secreto que no quise que me registrasen y en que guardaba yo alguna cosilla de mi uso que a nadie.
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podía interesar sino a mí. Por lo que hace a los bolsillos de la pretina, en uno llevaba un reloj de plata, y en el otro una pequeña cantidad de oro en una bolsa. Aquellos caballeros, provistos de pluma, tinta y papel, hicieron un exacto inventario de cuanto vieron, y cuando hubieron terminado me pidieron que los bajase para ir a entregárselo al emperador. Este inventario, vertido por mí más tarde dice literalmente como sigue: «Imprimis. En el bolsillo derecho de la casaca del «Gran-Hombre-Montaña» (así traduzco Quinbus Flestrin), después del más detenido registro, encontramos sólo una gran pieza de tela ordinaria, de bastante tamaño para servir de alfombra en la gran sala del trono de Vuestra Majestad. En el bolsillo izquierdo vimos una enorme arca de plata, con tapa del mismo metal, que nosotros los comisionados no pudimos alzar. Expresamos nuestro deseo de que fuese abierta, y uno de nosotros se metió en ella, y se encontró hasta media pierna en una especie de polvo, parte del cual nos voló a la cara y nos obligó a estornudar varias veces a los dos. En el bolsillo derecho del chaleco encontramos un enorme envoltorio de objetos blancos, delgados, doblados unos sobre otros, del grandor aproximado de tres hombres, atado con un fuerte cable y marcado con cifras negras, que nosotros, con todos los respetos, suponemos que son escrituras, de letras casi como la mitad de nuestra palma de la mano cada una. En el izquierdo había una especie de artefacto, del dorso del cual se elevaban veinte largas pértigas -algo así como la estacada que hay ante el palacio de Vuestra Majestad-, y con lo cual conjeturamos que el Hombre-Montaña se peina la cabeza, pues no siempre nos decidimos a molestarle con preguntas, a causa de las grandes dificultades que encontrábamos para hacernos comprender de él. En el gran bolsillo del lado derecho de su cubierta media -así traduzco la palabra Ranfu-lo, con que designaban mis calzones- vimos una columna de hierro hueca, de la altura de un hombre, sujeta a un sólido trozo de viga mayor que la columna; de un lado de ésta salían enormes pedazos de hierro, de formas extrañas, que no sabemos para qué puedan servir. En el bolsillo izquierdo, otra máquina de la misma clase. En el bolsillo más pequeño del lado derecho había varios trozos redondos y planos de metal blanco y rojo, de tamaños diferentes; algunos de los trozos blancos, que parecían ser de plata, eran tan grandes y pesados que apenas pudimos levantarlos entre los dos. En el bolsillo izquierdo había dos columnas negras de forma irregular; con dificultad alcanzábamos a su extremo superior desde el fondo del bolsillo. Una de ellas estaba tapada y parecía toda de una pieza; pero en la parte alta de la otra aparecía un objeto redondo, blanco, dos veces como nuestra cabeza de grande, aproximadamente. Dentro de cada uno había cerradas la presión de su vientre. Del de la derecha minado por nuestras órdenes, tuvo que enseñarnos el Gran-Hombre-Montaña, pues sospechábamos que pudieran ser máquinas peligrosas. Las sacó de sus cajas y nos dijo que en su país tenía por costumbre afeitarse la barba con una de ellas y cortar la carne con la otra. Había dos bolsillos en que no pudimos entrar: los llamaba él sus bolsillos de pretina, y eran dos grandes rajas abiertas en la parte superior de su media cubierta, pero que mantenía cerradas la presión de su vientre. Del de la derecha colgaba una gran cadena de plata, con una extraordinaria suerte de máquina al extremo. Le ordenamos sacar lo que hubiese sujeto a esta cadena, que resultó ser una esfera la mitad de plata y la otra mitad de un metal transparente, porque en el lado transparente vimos ciertas extrañas cifras, dibujadas en circunferencia, y que creímos poder tocar, hasta que notamos que nos detenía los dedos aquella substancia diáfana. Nos acercó a los oídos este aparato, que producía un ruido incesante, como el de una aceña. Imaginamos que es, o algún animal desconocido, o el dios que él adora; aunque nos inclinamos a la última opinión, porque nos aseguró -si es que no Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 12
le entendimos mal, ya que se expresaba muy imperfectamente- que rara vez hacía nada sin consultarlo. Le llamaba su oráculo, y dijo que señalaba cuándo era tiempo para todas las acciones de su vida. De la faltriquera izquierda sacó una red que casi bastaría a un pescador, pero dispuesta para abrirse y cerrarse como una bolsa, y de que se servía justamente para este uso. Dentro encontramos varios pesados trozos de metal amarillo, que, si son efectivamente de oro, deben tener incalculable valor. »Una vez que así hubimos, obedeciendo las órdenes de Vuestra Majestad, registrado diligentemente todos sus bolsillos, observamos alrededor de su cintura una pretina hecha de la piel de algún gigantesco animal, de la cual pretina, por el lado izquierdo, colgaba una espada del largo de cinco hombres, y por el derecho, un talego o bolsa, dividido en dos cavidades, capaz cada una de ellas para tres súbditos de Vuestra Majestad. En una de estas cavidades había varias esferas o bolas de un metal pesadísimo, del tamaño de nuestra cabeza aproximadamente, y para levantar las cuales hacía falta buen brazo. La otra cavidad contenía un montón de ciertos granos negros, no de gran tamaño ni peso, pues pudimos tener más de cincuenta en la palma de la mano. »Esto es exacto inventario de lo que encontramos sobre el cuerpo del Hombre-Montaña, quien se comportó con nosotros muy correctamente y con el respeto debido a la comisión de Vuestra Majestad. Firmado y sellado en el cuarto día de la octogésimanovena luna del próspero reinado de Vuestra Majestad. -Clefrin Frelock, Marsi Frelock.» El emperador, cuando le fue leído este inventario, me ordenó, aunque en términos muy amables, que entregase los distintos objetos que en él se mencionaban. Me pidió primero la cimitarra, que me quité con vaina y todo. Mientras tanto, mandó que tres mil hombres de sus tropas escogidas -que estaban dándole escolta- me rodeasen a cierta distancia, con arcos y flechas en disposición de disparar; pero no me di cuenta de ello porque tenía mi vista totalmente fija en Su Majestad. Después mostró su deseo de que desenvainase la cimitarra, la cual, aunque algo enmohecida por el agua del mar, estaba en su mayor parte en extremo reluciente. Lo hice así, e inmediatamente todas las tropas lanzaron un grito entre de terror y sorpresa, pues al sol brillaba con fuerza, y les deslumbró el reflejo que se producía al flamear yo la cimitarra de un lado para otro. Su Majestad, que es un príncipe por demás animoso, se intimidó mucho menos de lo que yo podía esperar; me ordenó volverla a la vaina y arrojarla al suelo lo más suavemente que pudiese, a unos seis pies de distancia del extremo de mi cadena. Pidió después una de las columnas huecas de hierro, como llamaban a mis pistoletes. Lo saqué, y, conforme a su deseo, le expliqué como pude para qué servía; y cargándolo sólo con pólvora, la cual, gracias a lo bien cerrado de mi bolsa, se libró de mojarse en el mar - percance contra el cual tiene buen ciudado de precaverse todo marinero avisado-, advertí primero al emperador que no se asustara y luego tiré al aire. Aquí el asombro fue mucho mayor que a la vista de la cimitarra. Cientos de hombres cayeron como muertos de repente, y hasta el emperador, aunque no cedió el terreno, no pudo recobrarse en un rato. Entregué los dos pistoletes del mismo modo que había entregado la cimitarra, y luego la bolsa de la pólvora y las balas, previniéndole que pusiese aquélla lejos del fuego, pues con la más pequeña chispa podía inflamarse y hacer volar por los aires su palacio imperial. De la misma manera entregué mi reloj, al que el emperador tuvo tan gran curiosidad por ver, que.
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mandó a dos de los más corpulentos soldados de su guardia que lo sostuvieran sobre un madero en los hombros, como hacen en Inglaterra los carreteros con los barriles de cerveza. Se asombró del continuo ruido que hacía y del movímiento del minutero, que él podía fácilmente percibir -porque la vista de ellos es mucho más perspicaz que la nuestra-, y requirió la opinión de algunos de sus sabios que tenía próximos, opiniones que fueron varias y apartadas, como el lector puede bien imaginar sin que yo se las repita, aunque, desde luego, no pude entenderlas muy perfectamente. Luego entregué las monedas de plata y de cobre, la bolsa, con nueve piezas grandes de oro y algunas más pequeñas; el cuchillo y la navaja de afeitar; el peine, la tabaquera, el pañuelo y el libro diario. La cimitarra, los pistoletes y la bolsa de la carga fueron llevados en carro a los almacenes de Su Majestad; pero las demás cosas me fueron devueltas. Tenía yo, como antes indiqué, un bolsillo secreto que escapó del registro, donde guardaba unos lentes -que algunas veces usaba por debilidad de la vista-, un anteojo de bolsillo y otros cuantos útiles que, no importando para nada al emperador, no me creí en conciencia obligado a descubrir, y que temía que me rompiesen o estropeasen si me arriesgaba a soltarlos.
El autor divierte al emperador y a su nobleza de ambos sexos de modo muy extraordinario. -Descripción de las diversiones de la corte de Liliput. -El autor obtiene su libertad bajo ciertas condiciones. Mi dulzura y buen comportamiento habían influído tanto en el emperador y su corte, y sin duda en el ejército y el pueblo en general, que empecé a concebir esperanzas de lograr mi libertad en plazo breve.Yo recurría a todos los métodos para cultivar esta favorable disposición. Gradualmente, los naturales fueron dejando de temer daño alguno de mí. A veces me tumbaba y dejaba que cinco o seis bailasen en mi mano, y, por último, los chicos y las chicas se arriesgaron a jugar al escondite entre mi cabello. A la sazón había progresado bastante en el conocimiento y habla de su lengua. Un día quiso el rey obsequiarme con algunos espectáculos del país, en los cuales, por la destreza y magnificencia, aventajan a todas las naciones que conozco. Ninguno me divirtió tanto como el de los volatineros, ejecutado sobre un finísimo hilo blanco tendido en una longitud aproximada de dos pies y a doce pulgadas del suelo. Y acerca de él quiero, contando con la paciencia del lector, extenderme un poco. Esta diversión es solamente practicada por aquellas personas que son candidatos a altos empleos y al gran favor de la corte. Se les adiestra en este arte desde su juventud y no siempre son de noble cuna y educación elevada. Cuando hay vacante un alto puesto, bien sea por fallecimiento o por ignominia -lo cual acontece a menudo-, cinco o seis de estos candidatos solicitan del emperador permiso para divertir a Su Majestad y a la corte con un baile de cuerda, y aquel que salta hasta mayor altura sin caerse se lleva el empleo. Muy frecuentemente se manda a los ministros principales que muestren su habilidad y convenzan al emperador de que no han perdido sus facultades. Flimnap, el tesorero, es.
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fama que hace una cabriola en la cuerda tirante por lo menos una pulgada más alta que cualquier señor del imperio. Yo le he visto dar el salto mortal varias veces seguidas sobre un plato trinchero, sujeto a la cuerda, no más gorda que un bramante usual de Inglaterra. Mi amigo Reldresal, secretario principal de Negocios Privados, es, en opinión mía -y no quisiera dejarme llevar de parcialidades-, el que sigue al tesorero. El resto de los altos empleados se van allá unos con otros. Estas distracciones van a menudo acompañadas de accidentes funestos, muchos de los cuales dejan memoria. Yo mismo he visto romperse miembros a dos o tres candidatos. Pero el peligro es mucho mayor cuando se ordena a los ministros que muestren su destreza, pues en la pugna por excederse a sí mismos y exceder a sus compañeros llevan su esfuerzo a tal punto, que apenas existe uno que no haya tenido una caída, y varios han tenido dos o tres. Me aseguraron que un año o dos antes de mi llegada, Flimnap se hubiera desnucado infaliblemente si uno de los cojines del rey, que casualmente estaba en el suelo, no hubiese amortiguado la fuerza de su caída. Hay también otra distracción que sólo se celebra ante el emperador y la emperatriz y el primer ministro, en ocasiones especiales. El emperador pone sobre la mesa tres bonitas hebras de seda de seis pulgadas de largo: una es azul, otra roja y la tercera verde. Estas hebras representan los premios que aquellas personas a quienes el emperador tiene voluntad de distinguir con una muestra particular de su favor. La ceremonia se verifica en la gran sala del trono de Su Majestad, donde los candidatos han de sufrir una prueba de destreza muy diferente de la anterior, y a la cual no he encontrado parecido en otro ningún país del viejo ni del nuevo mundo. El emperador sostiene en sus manos una varilla por los extremos, en posición horizontal, mientras los candidatos, que se destacan uno a uno, a veces saltan por encima de la varilla y a veces se arrastran serpenteando por debajo de ella hacia adelante y hacia atrás repetidas veces, según que la varilla avanza o retrocede. En algunas ocasiones el emperador tiene un extremo de la varilla y el otro su primer ministro; en otras, el ministro la tiene solo. Aquel que ejecuta su trabajo con más agilidad y resiste más saltando y arrastrándose es recompensado con la seda de color azul; la roja se da al siguiente, y la verde al tercero, y ellos la llevan rodeándosela dos veces por la mitad del cuerpo. Se ven muy pocas personas de importancia en la corte que no vayan adornadas con un ceñidor de esta índole. Los caballos del ejército y los de las caballerizas reales, como los habían llevado ante mí diariamente, ya no se espantaban y podían llegar hasta mis mismos pies sin dar corcovos. Los jinetes los hacían saltar mi mano cuando yo la ponía en el suelo, Y uno de los monteros del emperador, sobre un corcel de gran alzada, pasó mi pie con zapato y todo, lo que fue, a no dudar, un formidable salto. Un día tuve la buena fortuna de divertir al emperador por un procedimiento curioso. Le pedí que me hiciese llevar varios palitos de dos pies de altura y del grueso de un bastón corriente; inmediatamente Su Majestad ordenó al director de sus bosques que dictase las disposiciones oportunas, y a la mañana siguiente llegaron seis guardas con otros tantos carros, tirados por ocho caballos cada uno. Tomé nueve de estos palitos y los clavé firmemente en el suelo, en figura rectangular, de dos pies y medio en cuadrado; cogí otros Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 15 cuatro palitos y los até horizontalmente a los cuatro ángulos, a unos dos pies del suelo. Después sujeté mi pañuelo a los nueve palitos que estaban de pie y lo extendí por todos lados, hasta que quedó tan estirado como el parche de un tambor; y los cuatro palitos paralelos, levantando unas cinco pulgadas más que el pañuelo, servían de balaustrada por todos lados. Cuando hube terminado mi obra pedí al emperador que permitiese a fuerzas de su mejor caballería en número de veinticuatro hombres, subir a este plano y hacer en él ejercicio. Su majestad aprobó mi propuesta y fui subiendo a los soldados con las manos, uno por uno, ya montados y armados, así como a los oficiales que debían mandarlos. Tan pronto como estuvieron formados se dividieron en dos grupos, simularon escaramuzas, dispararon flechas sin punta, sacaron las espadas, huyeron, persiguieron, atacaron y se retiraron; en una palabra: demostraron la mejor disciplina militar que nunca vi. Los palitos paralelos impedían que ellos y sus caballos cayesen del escenario aquel; y el emperador quedó tan complacido, que mandó que se repitiese la diversión varios días, y una vez se dignó permitir que le subiera a él mismo y encargarse del mando. Llegó, aunque con gran dificultad, incluso a persuadir a la propia emperatriz de que me permitiese sostenerla en su silla de manos, a dos yardas del escenario, desde donde abarcaba con la vista todo el espectáculo. Sólo una vez un caballo fogoso, que pertenecía a uno de los capitanes, hizo, piafando, un agujero en el pañuelo, y, metiendo por él la pata, cayó con su jinete; pero yo levanté inmediatamente a los dos, y, tapando el agujero con una mano, bajé a la tropa con la otra, de la misma manera que la había subido. El caballo que dio la caída se torció la mano izquierda, pero el jinete no se hizo ningún daño, y yo arreglé mi pañuelo como pude. No obstante, no me confiaría más en su resistencia para empresas tan peligrosas. Dos o tres días antes de que me pusieran en libertad estaba yo divirtiendo a la corte con este género de cosas, cuando llegó un correo a informar a Su Majestad de que un súbdito suyo, paseando a caballo cerca del sitio donde me habían hallado por primera vez, había visto en el suelo un objeto negro, grande, de forma muy extraña, que alcanzaba por los bordes la extensión del dormitorio de Su Majestad y se levantaba por el centro a la altura de un hombre, y que no era criatura viva, como al principio sospecharon, porque yacía sobre la hierba, sin movimiento. Algunos habían dado la vuelta a su alrededor varias veces; subiéndose unos en los hombros de otros, habían alcanzado a la parte de arriba, y golpeando en ella, descubierto que estaba hueca; con todos los respetos, habían pensado que podía ser algo perteneciente al Hombre-Montaña, y si Su Majestad lo mandaba estaban dispuestos a encargarse de llevarlo con sólo cinco caballos. Entonces me di cuenta de lo que querían decir, y me alegré en el alma de recibir la noticia. Según parece, al llegar a la playa después del naufragio, me encontraba yo en tal estado de confusión, que antes de ir al sitio donde me quedé dormido, mi sombrero, que había yo sujetado a mi cabeza con un cordón mientras remaba, y se me había mantenido puesto todo el tiempo que nadé, se me cayó; el cordón, supongo, se rompería por cualquier accidente que yo no advertí. Yo creía que el sombrero se me había perdido en el mar. Supliqué a Su Majestad que diese órdenes para que me lo llevasen lo antes posible, al mismo tiempo que le expliqué su empleo y su naturaleza, y al siguiente día los acarreadores llegaron con él, aunque no en muy buen estado. Habían practicado dos agujeros en el ala, a pulgada y media del borde, y metido dos ganchos por los agujeros; estos ganchos se unieron por medio de una larga cuerda a los arneses, y de esta suerte arrastraron mi sombrero más de media milla inglesa; pero como el piso de aquel país es extremadamente liso y llano, recibió mucho menos daño del que se pudiera temer.
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Dos días después de esta aventura, el emperador, que había ordenado que estuviesen listas las tropas de su ejército de guarnición en la metrópoli y las cercanías, tuvo la ocurrencia de divertirse de una manera muy singular: hizo que yo me estuviera, como un coloso, en pie y con las piernas tan abiertas como buenamente pudiese, y luego mandó a su general -que era un adalid de larga experiencia y gran valedor mío- disponer sus tropas en formación cerrada y hacerlas pasar por debajo de mí, los infantes de a veinticuatro en línea y la caballería de a dieciséis, a tambor batiente, con banderas desplegadas y con lanzas en ristre. Este cuerpo se componía de tres mil infantes y mil caballos. Había enviado yo tantos memoriales y tantas solicitudes en demanda de libertad, que Su Majestad, por fin, llevó el asunto primero al Gabinete y luego al Consejo pleno, donde nadie se opuso, excepto Skyresh Bolgolam, quien se complacía, sin que yo le diese motivo alguno, en ser mi mortal enemigo. Pero fue aprobado, en contra de su voluntad, por toda la Junta, y confirmado por el emperador. Ese ministro a que me refiero era Galbet, o sea almirante del reino, persona muy de la confianza de su señor y muy versada en los asuntos, pero de temperamento rudo y agrio. Sin embargo, le persuadieron al fin para que consintiese, pero concediéndole que los artículos y condiciones bajo los cuales se me pusiera en libertad, y que yo debía jurar, fuese él mismo quien los redactase. Estos artículos me fueron presentados por Skyresh Bolgolam en persona, acompañado de los subsecretarios y varias personas significadas. Una vez que me fueron leídos, se me propuso que jurase su cumplimiento, primero a la usanza de mi propio país y luego según el procedimiento descrito por las leyes de allá, y que consistió en sostenerme en alto el pie derecho con la mano izquierda, al tiempo que me colocaba el dedo medio de la mano derecha en la coronilla y el pulgar en la punta de la oreja derecha. Pero como el lector puede que sienta curiosidad por tener una idea del estilo y modo de expresión peculiar de este pueblo, así como por conocer los artículos en virtud de los cuales recobré la libertad, he hecho la traducción de todo el documento, palabra por palabra, tan fielmente como he podido, y quiero sacarlo a luz en este punto: «Golbasto Momaren Evlame Gurdilo Shefin Mully Ully Gue, muy poderoso emperador de Liliput, delicia y terror del universo, cuyos dominios se extienden cinco mil blustrugs - unas doce millas en circunferencia- hacia los confines del globo; monarca de todos los monarcas, más alto que los hijos de los hombres, cuyos pies oprimen el centro del mundo y cuya cabeza se levanta hasta tocar el Sol; cuyo gesto hace temblar las rodillas de los príncipes de la tierra; agradable como la primavera, reconfortante como el verano, fructífero como el otoño, espantoso como el invierno. Su Muy Sublime Majestad propone al Hombre-Montaña, recientemente llegado a nuestros celestiales dominios, los artículos siguientes, que por solemne juramento él viene obligado a cumplir: »Primero. El Hombre-Montaña no saldrá de nuestros dominios sin una licencia nuestra con nuestro gran sello. »Segundo. No le será permitido entrar en nuestra metrópoli sin nuestra orden expresa. Cuando esto suceda, los habitantes serán avisados con dos horas de anticipación para que se encierren en sus casas.
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Tercero. El citado Hombre-Montaña limitará sus paseos a nuestras principales carreteras, y no deberá pasearse ni echarse en nuestras praderas ni en nuestros sembrados. »Cuarto. Cuando pasee por las citadas carreteras pondrá el mayor cuidado en no pisar el cuerpo de ninguno de nuestros amados súbditos, así como sus caballos y carros, y en no coger en sus manos a ninguno de nuestros súbditos sin consentimiento del propio interesado. »Quinto. Si un correo requiriese extraordinaria diligencia, el Hombre-Montaña estará obligado a llevar en su bolsillo al mensajero con su caballo un viaje de seis días, una vez en cada luna, y, si fuese necesario, a devolver sano y salvo al citado mensajero a nuestra imperial presencia. »Sexto. Será nuestro aliado contra nuestros enemigos de la isla de Blefuscu, y hará todo lo posible por destruir su flota, que se prepara actualmente para invadir nuestros dominios. »Séptimo. El citado Hombre-Montaña, en sus ratos de ocio, socorrerá y auxiliará a nuestros trabajadores, ayudándoles a levantar determinadas grandes piedras para rematar el muro del parque principal y otros de nuestros reales edificios. »Octavo. El citado Hombre-Montaña entregará en un plazo de dos lunas un informe exacto de la circunferencia.
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veinticuatro de los suyos, y, por consiguiente, necesitaba tanta comida, como fuese necesaria para alimentar ese número de liliputienses. Por donde puede el lector formarse una idea del ingenio de aquel pueblo, así como de la prudente y exacta economía de tan gran príncipe. Capítulo 4 Descripción de Mildendo, metrópoli de Liliput, con el palacio del emperador. - Conversación entre el autor y un secretario principal acerca de los asuntos de aquel imperio. -El ofrecimiento del autor para servir al emperador en sus guerras. Lo primero que pedí después de obtener la libertad fue que me concediesen licencia para visitar a Mildendo, la metrópoli; licencia que el emperador me concedió fácilmente, pero con el encargo especial de no producir daño a los habitantes ni en las casas. Se notificó a la población por medio de una proclama mi propósito de visitar la ciudad. La muralla que la circunda es de dos pies y medio de alto y por lo menos de once pulgadas de anchura, puesto que puede dar la vuelta sobre ella con toda seguridad un coche con sus caballos, y está flanqueada con sólidas torres a diez pies de distancia. Pasé por encima de la gran Puerta del Oeste, y, muy suavemente y de lado, anduve las dos calles principales, sólo con chaleco, por miedo de estropear los tejados y aleros de las casas con los faldones de mi casaca. Caminaba con el mayor tiento para no pisar a cualquier extraviado que hubiera podido quedar por las calles, aunque había órdenes rigurosas de que todo el mundo permaneciese en sus casas, ateniendose a los riesgos los desobedientes. Las azoteas y los tejados estaban tan atestados de espectadores, que pensé no haber visto en todos mis viajes lugar más populoso. La ciudad es un cuadrado exacto y cada lado de la muralla tiene quinientos pies de longitud. Las dos grandes calles que se cruzan y la dividen en cuatro partes iguales tienen cinco pies de anchura. Las demás vías, en que no pude entrar y sólo vi de paso, tienen de doce a dieciocho pulgadas. La población es capaz para quinientas mil almas. Las casas son de tres a cinco pisos; las tiendas y mercados están perfectamente abastecidos. El palacio del emperador está en el centro de la ciudad, donde se encuentran las dos grandes calles. Lo rodea un muro de dos pies de altura, a veinte pies de distancia de los edificios. Obtuve permiso de Su Majestad para pasar por encima de este muro; y como el espacio entre él y el palacio es muy ancho, pude inspeccionar éste por todas partes. El patio exterior es un cuadrado de cuarenta pies y comprende otros dos; al más interior dan las habitaciones reales, que yo tenía grandes deseos de ver; pero lo encontré extremadamente difícil, porque las grandes puertas de comunicación entre los cuadros sólo tenían dieciocho pulgadas de altura y siete pulgadas de ancho. Por otra parte, los edificios del patio externo tenían por lo menos cinco pies de altura, y me era imposible pasarlo de una zancada sin perjuicios incalculables para la construcción, aun cuando los muros estaban sólidamente edificados con piedra tallada y tenían cuatro pulgadas de espesor. También el emperador estaba muy deseoso de que yo viese la magnificencia de su palacio; pero no pude hacer tal cosa hasta después de haber dedicado tres días a cortar con mi navaja algunos de los mayores árboles del parque real, situado a unas cien yardas de distancia de la ciudad. Con estos árboles hice dos banquillos como de tres pies de altura cada uno y lo bastante fuertes.
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para soportar mi peso. Advertida la población por segunda vez, volví a atravesar la ciudad hasta el palacio con mis dos banquetas en la mano. Cuando estuve en el patio exterior me puse de pie sobre un banquillo, y tomando en la mano el otro lo alcé por encima del tejado y lo dejé suavemente en el segundo patio, que era de ocho pies de anchura. Pasé entonces muy cómodamente por encima del edificio desde un banquillo a otro y levanté el primero tras de mí con una varilla en forma de gancho. Con esta traza llegué al patio interior, y, acostándome de lado, acerqué la cara a las ventanas de los pisos centrales, que de propósito estaban abiertas, y descubrí las más espléndidas habitaciones que imaginarse puede. Allí vi a la emperatriz y a la joven princesa en sus varios alojamientos, rodeadas de sus principales servidores. Su Majestad Imperial se dignó dirigirme una graciosa sonrisa y por la ventana me dio su mano a besar. Pero no quiero anticipar al lector más descripciones de esta naturaleza porque las reservo para un trabajo más serio que ya está casi para entrar en prensa y que contiene una descripción general de este imperio desde su fundación, a través de una larga seria de príncipes, con detallada cuenta de sus guerras y su política, sus leyes, cultura y religión, sus plantas y animales, sus costumbres y trajes peculiares, más otras materias muy útiles y curiosas. Porque aquí mi principal propósito sólo es referir acontecimientos y asuntos ocurridos a aquellas gentes o a mí mismo durante los nueve meses que residí en aquel imperio. Una mañana, a los quince días aproximadamente de haber obtenido mi libertad, Reldresal, secretario principal de Asuntos Privados -como ellos le intitulan-, vino a mi casa acompañado sólo de un servidor. Mandó a su coche que esperase a cierta distancia y me pidió que le concediese una hora de audiencia, a lo que yo inmediatamente accedí, teniendo en cuenta su categoría y sus méritos personales, así como los buenos oficios que había hecho valer cuando mis peticiones a la corte. Le ofrecí tumbarme para que pudiera hacerse oír de mí más cómodamente; pero él prefirió permitirme que lo tuviese en la mano durante nuestra conversación. Empezó felicitándome por mi libertad, en la cual, según dijo, podía permitirse creer que había tenido alguna parte; pero añadió, sin embargo, que a no haber sido por el estado de cosas que a la sazón reinaba en la corte, quizá no la hubiese obtenido tan pronto. «Porque -dijo- por muy floreciente que nuestra situación pueda parecer a los extranjeros, pesan sobre nosotros dos graves males: una violenta facción en el interior y el peligro de que invada nuestro territorio un poderoso enemigo de fuera. En cuanto a lo primero, sabed que desde hace más de setenta lunas hay en este imperio dos partidos contrarios, conocidos por los nombres de Tramecksan y Slamecksan, a causa de los tacones altos y bajos de su calzado, que, respectivamente, les sirven de distintivo. Se alega, es verdad, que los tacones altos son más conformes a nuestra antigua constitución; pero, sea de ello lo que quiera, Su Majestad ha decidido hacer uso de tacones bajos solamente en la administración del gobierno y para todos los empleados que disfrutan la privanza de la corona, como seguramente habréis observado; y por lo que hace particularmente a los tacones de Su Majestad Imperial, son cuando menos un drurr más bajos que cualesquiera otros de su corte -el drurr es una medida que viene a valer la decimoquinta parte de una pulgada-. La animosidad entre estos dos partidos ha llegado a tal punto, que los pertenecientes a uno no quieren comer ni beber ni hablar con los del otro. Calculamos que los Tramocksan, o tacones-altos, nos exceden en numero; pero la fuerza está por completo de nuestro lado. Nosotros nos sospechamos que Su Alteza Imperial, el heredero de la.
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corona, se inclina algo hacia los tacones-altos; al menos, vemos claramente que uno de sus tacones es más alto que el otro, lo que le produce cierta cojera al andar. Por si fuera poco, en medio de estas querellas intestinas, nos amenaza con una invasión la isla de Blefuscu, que es el otro gran imperio del universo, casi tan extenso y poderoso como este de Su Majestad. Porque en cuanto a lo que os hemos oído afirmar acerca de existir otros reinos y estados en el mundo habitados por criaturas humanas tan grandes como vos, nuestros filósofos lo ponen muy en duda y se inclinan más bien a creer que caísteis de la Luna o de alguna estrella, pues es evidente que un centenar de mortales de vuestra corpulencia destruirían en poco tiempo todos los frutos y ganados de los dominios de Su Majestad. Por otra parte, nuestras historias de hace seis mil lunas no mencionan otras regiones que los dos grandes imperios de Liliput o Blefuscu, grandes potencias que, como iba a deciros, están empeñadas en encarnizadísima guerra desde hace treinta y seis lunas. Empezó con la siguiente ocasión: Todo el mundo reconoce que el modo primitivo de partir huevos para comérselos era cascarlos por el extremo más ancho; pero el abuelo de su actual Majestad, siendo niño, fue a comer un huevo, y, partiéndolo según la vieja costumbre, le avino cortarse un dedo. Inmediatamente el emperador, su padre, publicó un edicto mandando a todos sus súbditos que, bajo penas severísimas, cascasen los huevos por el extremo más estrecho. El pueblo recibió tan enorme pesadumbre con esta ley, que nuestras historias cuentan que han estallado seis revoluciones por ese motivo, en las cuales un emperador perdió la vida y otro la corona. Estas conmociones civiles fueron constantemente fomentadas por los monarcas de Blefuscu, y cuando eran sofocadas, los desterrados huían siempre a aquel imperio en busca de refugio. Se ha calculado que, en distintos períodos, once mil personas han preferido la muerte a cascar los huevos por el extremo más estrecho. Se han publicado muchos cientos de grandesvolúmenes sobre esta controversia; pero los libros de los anchoextremistas han estado prohibidos mucho tiempo, y todo el partido, incapacitado por la ley para disfrutar empleos. Durante el curso de estos desórdenes, los emperadores de Blefuscu se quejaron frecuentemente por medio de sus embajadores, acusándonos de provocar un cisma en la religión por contravenir una doctrina fundamental de nuestro gran profeta Lustrog, contenida en el capítulo cuadragésimocuarto del Blundecral -que es su Alcorán-. No obstante, esto se tiene por un mero retorcimiento del texto, porque las palabras son éstas: «Que todo creyente verdadero casque los huevos por el extremo conveniente». Y cuál sea el extremo conveniente, en mi humilde opinión, ha de dejarse a la conciencia de cada cual, o cuando menos a la discreción del más alto magistrado, el establecerlo. Luego, los anchoextremistas han encontrado tanto crédito en la corte del emperador de Blefuscu y aquí tanta secreta asistencia de su partido, que entre ambos imperios viene sosteniéndose una sangrienta guerra hace treinta y seis lunas, con varia suerte, y en ella llevamos perdidos cuarenta grandes barcos y un número mucho mayor de embarcaciones más pequeñas, junto con treinta mil de nuestros mejores marinos y soldados; y se sabe que las bajas del enemigo son algo mayores que las nuestras. Pero ahora han equipado una flota numerosa y están precisamente preparando una invasión contra nosotros, y Su Majestad Imperial, poniendo gran confianza en vuestro valor y esfuerzo, me ha ordenado exponer esta relación de sus negocios ante vos.» Rogué al secretario que presentase mis humildes respetos al emperador y le hiciera saber que juzgaba yo no corresponderme, como extranjero que era, intervenir en cuestiones de partidos; pero que estaba dispuesto, aun con riesgo de mi vida, a defender su persona y su estado contra los invasores.
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textos: Oscar E. Aguilera F. (oaguiler@uchile.cl). Digitalización y corrección de textos: Carolina Huenucoy (chuenuco@uchile.cl) Se prohíbe la reproducción comercial de los textos presentados en la serie “El Autor de la Semana”. Se autoriza la difusión a través de Internet de estos documentos, en otros sitios aparte de la Universidad de Chile, sólo con fines educativos y de difusión de la literatura, siempre que se indique la fuente, los detentores de los derechos, traducciones y cualquier otra información indicada en estas páginas.
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UNIVERSIDAD DE CHILE – FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES El Autor de la Semana Jonathan Swift 1. INTRODUCCIÓN Swift, Jonathan (1667-1745)
escritor político y satírico anglo-irlandés, considerado uno de los maestros de la prosa en inglés y de los más apasionados satirizados de la locura y la arrogancia humanas. Sus numerosos escritos políticos, textos en prosa, cartas y poemas tienen como característica común el uso de un lenguaje efectivo y económico. Nacido en Dublín el 30 de noviembre de 1667, estudió en el Trinity College de dicha ciudad. Obtuvo un empleo en Inglaterra como secretario del diplomático y escritor William Temple, pariente lejano de su madre. Las relaciones con su patrón no fueron especialmente cordiales y, en 1694, el joven Jonathan regresó a Irlanda, donde se ordenó sacerdote. Tras la reconciliación con Temple, volvió a su servicio en 1696. Supervisó la educación de Esther Johnson, hija de la recién enviudada hermana de Temple, y permaneció con el caballero hasta su muerte, en 1699. Durante ese tiempo, Swift, aunque tuvo frecuentes discusiones con su patrón, dispuso de gran cantidad de tiempo para la lectura y la escritura.
2. PRIMEROS ESCRITOS Entre sus primeros trabajos en prosa se encuentra La batalla entre los libros antiguos y modernos (1697), una mofa de las discusiones literarias del momento, que trataban de valorar si eran mejores las obras de la antigüedad o las modernas. En esta obra suya, el autor irlandés se puso de parte de los maestros antiguos y, con gran mordacidad, atacó la pedantería y el espíritu escolástico de los escritores de su tiempo. Su Historia de una bañera (1704) es el más divertido y original de sus escritos satíricos. En él, Swift ridiculizó con soberbia ironía varias formas de pedantería y pretenciosidad, especialmente en los terrenos de la religión y la literatura. Este libro despertó serias dudas sobre la ortodoxia religiosa de su autor, y se cree que, a causa del enfado que produjo en la reina Ana Estuardo, perdió sus prerrogativas dentro de la iglesia de Inglaterra. Aunque en teoría era un whig, Swift mantenía importantes diferencias de criterio con sus compañeros de partido. En 1710, subió al poder en Inglaterra el partido tory, y el inconformista autor irlandés se pasó rápidamente a sus filas. Comenzó a dirigir entonces sus ataques contra los whigs, a través de una serie de brillantes textos cortos, asumió la dirección del Examiner, el órgano informativo de los tories, y publicó una gran cantidad de panfletos, en los que defendía abiertamente la política social del gobierno tory. De entre esos textos, el más elocuente e influyente fue El comportamiento de los aliados (noviembre de 1711), en el cual afirmaba que los whigs habían prolongado la Guerra de Sucesión española mirando sólo a sus propios intereses. Este panfleto fue la causa de la dimisión de John Churchill, primer duque de Malborough, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas británicas.
3. STELLA Y VANESSA Swift comenzó sus Cartas a Stella en 1710. Stella era el nombre que él utilizaba para dirigirse a Esther Johnson, quien por entonces vivía en Dublín. Esta serie de cartas íntimas, en las que aparecen numerosos vocablos propios del lenguaje infantil, revelan un curioso aspecto de la enigmática personalidad del satirista irlandés. Los especialistas no tienen muy claro cuál era el tipo de relación que existía entre tutor y alumna. Es posible incluso que se hubieran casado en secreto. La otra mujer de la que se tiene noticia en la iii vida de Swift fue Esther Vanhomrigh, también alumna suya, hija de un comerciante de Dublín de origen holandés, y a la que él llamaba Vanessa, se enamoró perdidamente de su tutor, pero él no correspondió nunca a ese amor. En 1717, fue nombrado deán de la catedral de San Patricio de Dublín. Al año siguiente, el partido tory perdió el poder, y su influencia política desapareció por completo. Entre 1724 y 1725 publicó anónimamente Cartas de Drapier, una serie de apasionados y efectivos panfletos en los que intentaba defender la validez de la moneda irlandesa, y que ocasionaron el fin del permiso otorgado por la corona a un comerciante inglés para acuñar monedas en Irlanda. Por esta y otras obras en las que apoyaba las reivindicaciones de su pueblo, se convirtió en un héroe entre los nacionalistas irlandeses. Una modesta proposición (1729), uno de estos textos reivindicativos, incluye una propuesta especialmente irónica, la de que los niños irlandeses pobres podían ser vendidos como carne para mejorar la dieta de los ricos, pues con ello se beneficiarían todos los sectores sociales.
4. LOS VIAJES DE GULLIVER La obra maestra de Swift, Viajes a varios lugares remotos del planeta, titulada popularmente Los viajes de Gulliver, fue publicada como anónimo en 1726 y obtuvo un éxito inmediato. A pesar de que fue concebida originalmente como una sátira, un ataque ácido y alegórico contra la vanidad y la hipocresía de las cortes, los hombres de estado y los partidos políticos de su tiempo, el autor fue añadiendo, durante los seis años que tardó en escribirla, desgarradas reflexiones acerca de la naturaleza humana. Los viajes de Gulliver es, por tanto, una obra salvajemente amarga y, en ocasiones, indecente, una desabrida burla a la sociedad inglesa de su tiempo y por extensión al género humano. Aún así, es una narración tan imaginativa, ingeniosa y sencilla de leer, que el primer libro ha permanecido como un clásico de la literatura infantil. El cuarto libro, Gulliver en el país de los huim suele eliminarse de muchas ediciones juveniles por su excesiva mordacidad, ya que en el fondo lo que está planteando Swift es que la compañía de los animales —de los caballos, concretamente— es preferible y más estimulante que la de muchos humanos.
Sus últimos años, tras las muertes de Stella y Vanessa, se caracterizaron por una creciente soledad y asomos de demencia. Sufrió frecuentes ataques de vértigo y, tras un largo periodo de decadencia mental, murió, el 19 de octubre de 1745. Fue enterrado en la catedral de la que había sido deán, junto al sepulcro de Stella. Su epitafio, escrito por él mismo en latín, reza: "Aquí yace el cuerpo de Jonathan Swift, D., deán de esta catedral, en un lugar en que la ardiente indignación no puede ya lacerar su corazón. Ve, viajero, e intenta imitar a un hombre que fue un irreductible defensor de la libertad".1
1"Swift, Jonathan," Enciclopedia Microsoft® Encarta® 2000. © 1993-1999 Microsoft Corporation. Reservados todos los derechos.
Jonathan Swift Viajes de Gulliver
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Jonathan Swift
Viajes de Gulliver
Primera Parte
Un viaje a Liliput
Capítulo 1
El autor da algunas referencias de sí y de su familia y de sus primeras inclinaciones a viajar. Naufraga, se salva a nado y toma tierra en el país de Liliput, donde es hecho prisionero e internado... Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire. De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta, representaba una carga demasiado grande para una tan reducida fortuna, entré de aprendiz con míster James Bates, eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba de vez en cuando fuí aprendiendo navegación y otras partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro de que me sería útil en largas travesías. Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación de mi buen maestro míster Bates, me coloqué de médico en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham Panell, con quien en tres años y medio hice un viaje o dos a Oriente y varios a otros puntos. Al volver decidí establecerme en Londres, propósito en que me animó míster Bates, mi maestro, por quien fuí recomendado a algunos clientes. Alquilé parte de una casa pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen tomar estado, me casé con mistress Mary Burton, hija segunda de míster Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote. Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después, y yo tenía pocos amigos, empezó a decaer mi negocio; porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de tantos y tantos entre mis colegas. Así, consulté con mi mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. Fui médico sucesivamente en dos barcos y durante seis años hice varios viajes a las Indias Orientales y Occidentales, lo cual me permitió aumentar algo mi fortuna. Empleaba mis horas de ocio en leer a los mejores autores antiguos y modernos, y a este propósito siempre llevaba buen repuesto de libros conmigo; y cuando desembarcábamos, en observar las costumbres e inclinaciones de los naturales, así como en aprender su lengua, para lo que me daba gran facilidad la firmeza de mi memoria. Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 3
El último de estos viajes no fue muy afortunado; me aburrí del mar y quise quedarme en casa con mi mujer y demás familia. Me trasladé de la Old Jewry a Fatter Lane y de aquí a Wapping, esperando encontrar clientela entre los marineros; pero no me salieron las cuentas. Llevaba tres años de aguardar que cambiaran las cosas, cuando acepté un ventajoso ofrecimiento del capitán William Pritchard, patrón del Antelope, que iba a emprender un viaje al mar del Sur. Nos hicimos a la mar en Bristol el 4 de mayo de 1699, y la travesía al principio fue muy próspera. No sería oportuno, por varias razones, molestar al lector con los detalles de nuestras aventuras en aquellas aguas. Baste decirle que en la travesía a las Indias Orientales fuimos arrojados por una violenta tempestad al noroeste de la tierra de Van Diemen. Según observaciones, nos encontrábamos a treinta grados, dos minutos de latitud Sur. De nuestra tripulación murieron doce hombres, a causa del trabajo excesivo y la mala alimentación, y el resto se encontraba en situación deplorable. El 15 de noviembre, que es el principio del verano en aquellas regiones, los marineros columbraron entre la espesa niebla que reinaba una roca a obra de medio cable de distancia del barco; pero el viento era tan fuerte, que no pudimos evitar que nos arrastrase y estrellase contra ella al momento. Seis tripulantes, yo entre ellos, que habíamos lanzado el bote a la mar, maniobramos para apartarnos del barco y de la roca. Remamos, según mi cálculo, unas tres leguas, hasta que nos fue imposible seguir, exhaustos como estábamos ya por el esfuerzo sostenido mientras estuvimos en el barco. Así, que nos entregamos a merced de las olas, y al cabo de una media hora una violenta ráfaga del Norte volcó la barca. Lo que fuera de mis compañeros del bote, como de aquellos que se salvasen en la roca o de los que quedaran en el buque, nada puedo decir; pero supongo que perecerían todos. En cuanto a mí, nadé a la ventura, empujado por viento y marea. A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin encontrar fondo; pero cuando estaba casi agotado y me era imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta había amainado mucho. El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según pude ver, pues al despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude moverme; me había echado de espaldas y me encontraba los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas ligaduras que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos hasta los muslos. Soló podía mirar hacia arriba; el sol empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mi alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí moverse sobre mi pierna izquierda algo vivo, que, avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas, seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugí Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 4
tan fuerte, que todos ellos huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron después, resultaron heridos de las caídas que sufrieron al saltar de mis costados a la arena. No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara, levantando los brazos y los ojos con extremos de admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien distinta: Hekinah degul. Los demás repitieron las mismas palabras varias veces; pero yo entonces no sabía lo que querían decir. El lector me creerá si le digo que este rato fue para mí de gran molestia. Finalmente, luchando por libertarme, tuve la fortuna de romper los cordeles y arrancar las estaquillas que me sujetaban a tierra el brazo izquierdo -pues llevándomelo sobre la cara descubrí el arbitrio de que se habían valido para atarme-, y al mismo tiempo, con un fuerte tirón que me produjo grandes dolores, aflojé algo las cuerdecillas que me sujetaban los cabellos por el lado izquierdo, de modo que pude volver la cabeza unas dos pulgadas. Pero aquellas criaturas huyeron otra vez antes de que yo pudiera atraparlas. Sucedido esto, se produjo un enorme vocerío en tono agudísimo, y cuando hubo cesado, oí que uno gritaba con gran fuerza: Tolpo phonac. Al instante sentí más de cien flechas descargadas contra mi mano izquierda, que me pinchaban como otras tantas agujas; y además hicieron otra descarga al aire, al modo en que en Europa lanzamos por elevación las bombas, de la cual muchas flechas me cayeron sobre el cuerpo -por lo que supongo, aunque yo no las noté- y algunas en la cara, que yo me apresuré a cubrirme con la mano izquierda. Cuando pasó este chaparrón de flechas oí lamentaciones de aflicción y sentimiento; y hacía yo nuevos esfuerzos por desatarme, cuando me largaron otra andanada mayor que la primera, y algunos, armados de lanzas, intentaron pincharme en los costados. Por fortuna, llevaba un chaleco de ante que no pudieron atravesar. Juzgué el partido más prudente estarme quieto acostado; y era mi designio permanecer así hasta la noche, cuando, con la mano izquierda ya desatada, podría libertarme fácilmente. En cuanto a los habitantes, tenía razones para creer que yo sería suficiente adversario para el mayor ejército que pudieran arrojar sobre mí, si todos ellos eran del tamaño de los que yo había visto. Pero la suerte dispuso de mí en otro modo. Cuando la gente observó que me estaba quieto, ya no disparó más flechas; pero por el ruido que oía conocí que la multitud había aumentado, y a unas cuatro yardas de mí, hacia mi oreja derecha, oí por más de una hora un golpear como de gentes que trabajasen. Volviendo la cabeza en esta dirección tanto cuanto me lo permitían las estaquillas y los cordeles, vi un tablado que levantaba de la tierra cosa de pie y medio, capaz para sostener a cuatro de los naturales, con dos o tres escaleras de mano para subir; desde allí, uno de ellos, que parecía persona de calidad, pronunció un largo discurso, del que yo no comprendí una sílaba. Olvidaba consignar que esta persona principal, antes de comenzar su oración, exclamó tres veces: Langro dehul san. (Estas palabras y las anteriores me fueron después repetidas y explicadas.) Inmediatamente después, unos cincuenta moradores se llegaron a mí y cortaron las cuerdas que me sujetaban al lado izquierdo de la cabeza, gracias a lo cual pude volverme a la derecha y observar la persona y el ademán del que iba a hablar. Parecía el tal de mediana edad y más alto que cualquiera de los otros tres que le acompañaban, de los cuales uno era un paje que le sostenía la cola, y aparentaba ser algo mayor que mi dedo medio, y los otros dos estaban de pie, uno a cada lado, dándole asistencia. Accionaba como un consumado orador y pude distinguir en su discurso muchos períodos de amenaza y otros - Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 5
de promesas, piedad y cortesía. Yo contesté en pocas palabras, pero del modo más sumiso, alzando la mano izquierda, y los ojos hacia el sol, como quien lo pone por testigo; y como estaba casi muerto de hambre, pues no había probado bocado desde muchas horas antes de dejar el buque, sentí con tal rigor las demandas de la Naturaleza, que no pude dejar de mostrar mi impaciencia -quizá contraviniendo las estrictas reglas del buen tono - llevándome el dedo repetidamente a la boca para dar a entender que necesitaba alimento. El hurgo -así llaman ellos a los grandes señores, según supe después- me comprendió muy bien. Bajó del tablado y ordenó que se apoyasen en mis costados varias escaleras; más de un centenar de habitantes subieron por ellas y caminaron hacia mi boca cargados con cestas llenas de carne, que habían sido dispuestas y enviadas allí por orden del rey a la primera seña que hice. Observé que era la carne de varios animales, pero no pude distinguirlos por el gusto. Había brazuelos, piernas y lomos formados como los de carnero y muy bien sazonados, pero más pequeños que alas de calandria. Yo me comía dos o tres de cada bocado y me tomé de una vez tres panecillos aproximadamente del tamaño de balas de fusil. Me abastecían como podían buenamente, dando mil muestra de asombro y maravilla por mi corpulencia y mi apetito. Hice luego seña de que me diesen de beber. Por mi modo de comer juzgaron que no me bastaría una pequeña cantidad, y como eran gentes ingeniosísimas, pusieron en pie con gran destreza uno de sus mayores barriles y después lo rodaron hacia mi mano y le arrancaron la parte superior; me lo bebí de un trago, lo que bien pude hacer, puesto que no contenía media pinta, y sabía como una especie de vinillo de Burgundy, aunque mucho menos sabroso. Trajéronme un segundo barril, que me bebí de la misma manera, e hice señas pidiendo más; pero no había ya ninguno que darme. Cuando hube realizado estos prodigios, dieron gritos de alborozo y bailaron sobre mi pecho, repitiendo varias veces, como al principio hicieron: Hekinah degul. Me dieron a entender que echase abajo los dos barriles, después de haber avisado a la gente que se quitase de en medio gritándole: Borach mivola; y cuando vieron por el aire los toneles estalló un grito general de: Hekinah degul. Confieso que a menudo estuve tentado, cuando andaban paseándoseme por el cuerpo arriba y abajo, de agarrar a los primeros cuarenta o cincuenta que se me pusieran al alcance de la mano y estrellarlos contra el suelo; pero el recuerdo de lo que había tenido que sufrir, y que probablemente no era lo peor que de ellos se podía temer, y la promesa que por mi honor les había hecho -pues así interpretaba yo mismo mi sumisa conducta-, disiparon pronto esas ideas. Además, ya entonces me consideraba obligado por las leyes de la hospitalidad a una gente que me había tratado con tal esplendidez y magnificencia. No obstante, para mis adentros no acababa de maravillarme de la intrepidez de estos diminutos mortales que osaban subirse y pasearse por mi cuerpo teniendo yo una mano libre, sin temblar solamente a la vista de una criatura tan desmesurada como yo debía de parecerles a ellos. Después de algún tiempo, cuando observaron que ya no pedía más de comer, se presentó ante mí una persona de alto rango en nombre de Su Majestad Imperial. Su Excelencia, que había subido por la canilla de mi pierna derecha, se me adelantó hasta la cara con una docena de su comitiva, y sacando sus credenciales con el sello real, que me acercó mucho a los ojos, habló durante diez minutos sin señales de enfado, pero con tono de firme resolución. Frecuentemente, apuntaba hacia adelante, o sea, según luego supe, hacia la capital, adonde Su Majestad, en consejo, había decidido que se me condujese. Contesté con algunas palabras, que de nada sirvieron, y con la mano desatada hice seña indicando la otra -claro que por encima de la cabeza de Su Excelencia, ante el temor de hacerle daño a él o a su séquito-, y luego la cabeza y el cuerpo, para dar a entender que deseaba la libertad. Parece que él me comprendió bastante bien,
El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 5 de promesas, piedad y cortesía. Yo contesté en pocas palabras, pero del modo más sumiso, alzando la mano izquierda, y los ojos hacia el sol, como quien lo pone por testigo; y como estaba casi muerto de hambre, pues no había probado bocado desde muchas horas antes de dejar el buque, sentí con tal rigor las demandas de la Naturaleza, que no pude dejar de mostrar mi impaciencia -quizá contraviniendo las estrictas reglas del buen tono - llevándome el dedo repetidamente a la boca para dar a entender que necesitaba alimento. El hurgo -así llaman ellos a los grandes señores, según supe después- me comprendió muy bien. Bajó del tablado y ordenó que se apoyasen en mis costados varias escaleras; más de un centenar de habitantes subieron por ellas y caminaron hacia mi boca cargados con cestas llenas de carne, que habían sido dispuestas y enviadas allí por orden del rey a la primera seña que hice. Observé que era la carne de varios animales, pero no pude distinguirlos por el gusto. Había brazuelos, piernas y lomos formados como los de carnero y muy bien sazonados, pero más pequeños que alas de calandria. Yo me comía dos o tres de cada bocado y me tomé de una vez tres panecillos aproximadamente del tamaño de balas de fusil. Me abastecían como podían buenamente, dando mil muestra de asombro y maravilla por mi corpulencia y mi apetito. Hice luego seña de que me diesen de beber. Por mi modo de comer juzgaron que no me bastaría una pequeña cantidad, y como eran gentes ingeniosísimas, pusieron en pie con gran destreza uno de sus mayores barriles y después lo rodaron hacia mi mano y le arrancaron la parte superior; me lo bebí de un trago, lo que bien pude hacer, puesto que no contenía media pinta, y sabía como una especie de vinillo de Burgundy, aunque mucho menos sabroso. Trajéronme un segundo barril, que me bebí de la misma manera, e hice señas pidiendo más; pero no había ya ninguno que darme. Cuando hube realizado estos prodigios, dieron gritos de alborozo y bailaron sobre mi pecho, repitiendo varias veces, como al principio hicieron: Hekinah degul. Me dieron a entender que echase abajo los dos barriles, después de haber avisado a la gente que se quitase de en medio gritándole: Borach mivola; y cuando vieron por el aire los toneles estalló un grito general de: Hekinah degul. Confieso que a menudo estuve tentado, cuando andaban paseándoseme por el cuerpo arriba y abajo, de agarrar a los primeros cuarenta o cincuenta que se me pusieran al alcance de la mano y estrellarlos contra el suelo; pero el recuerdo de lo que había tenido que sufrir, y que probablemente no era lo peor que de ellos se podía temer, y la promesa que por mi honor les había hecho -pues así interpretaba yo mismo mi sumisa conducta-, disiparon pronto esas ideas. Además, ya entonces me consideraba obligado por las leyes de la hospitalidad a una gente que me había tratado con tal esplendidez y magnificencia. No obstante, para mis adentros no acababa de maravillarme de la intrepidez de estos diminutos mortales que osaban subirse y pasearse por mi cuerpo teniendo yo una mano libre, sin temblar solamente a la vista de una criatura tan desmesurada como yo debía de parecerles a ellos. Después de algún tiempo, cuando observaron que ya no pedía más de comer, se presentó ante mí una persona de alto rango en nombre de Su Majestad Imperial. Su Excelencia, que había subido por la canilla de mi pierna derecha, se me adelantó hasta la cara con una docena de su comitiva, y sacando sus credenciales con el sello real, que me acercó mucho a los ojos, habló durante diez minutos sin señales de enfado, pero con tono de firme resolución. Frecuentemente, apuntaba hacia adelante, o sea, según luego supe, hacia la capital, adonde Su Majestad, en consejo, había decidido que se me condujese. Contesté con algunas palabras, que de nada sirvieron, y con la mano desatada hice seña indicando la otra -claro que por encima de la cabeza de Su Excelencia, ante el temor de hacerle daño a él o a su séquito-, y luego la cabeza y el cuerpo, para dar a entender que deseaba la libertad. Parece que él me comprendió bastante bien, Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 6
porque movió la cabeza a modo de desaprobación y colocó la mano en posición que me descubría que había de llevárseme como prisionero. No obstante, añadió otras señas para hacerme comprender que se me daría de comer y beber en cantidad suficiente y buen trato. Con esto intenté una vez más romper mis ligaduras; pero cuando volví a sentir el escozor de las flechas en la cara y en las manos, que tenía llenas de ampollas, sobre las que iban a clavarse nuevos dardos, y también cuando observé que el número de mis enemigos había crecido, hice demostraciones de que podían disponer de mí a su talante. Entonces el hurgo y su acompañamiento se apartaron con mucha cortesía y placentero continente. Poco después oí una gritería general, en que se repetían frecuentemente las palabras Peplom Selan y noté que a mi izquierda numerosos grupos aflojaban los cordeles, a tal punto que pude volverme hacia la derecha. Antes me habían untado la cara y las dos manos con una especie de ungüento de olor muy agradable y que en pocos minutos me quitó por completo el escozor causado por las flechas. Estas circunstancias, unidas al refresco de que me habían servido las viandas y la bebida, que eran muy nutritivas, me predispusieron al sueño. Dormí unas ocho horas, según me aseguraron después; y no es de extrañar, porque los médicos, de orden del emperador, habían echado una poción narcótica en los toneles de vino. A lo que parece, en el mismo momento en que me encontraron durmiendo en el suelo, después de haber llegado a tierra, se había enviado rápidamente noticia con un propio al emperador, y éste determinó en consejo que yo fuese atado en el modo que he referido -lo que fue realizado por la noche, mientras yo dormía-, que se me enviase carne y bebida en abundancia y que se preparase una máquina para llevarme a la capital. Esta resolución quizá parezca temeraria, y estoy cierto de que no sería imitada por ningún príncipe de Europa en caso análogo; sin embargo, a mi juicio, era en extremo prudente, al mismo tiempo que generosa. Suponiendo que esta gente se hubiera arrojado a matarme con sus lanzas y sus flechas mientras dormía, yo me hubiese despertado seguramente a la primera sensación de escozor, sensación que podía haber excitado mi cólera y mi fuerza hasta el punto de hacerme capaz de romper los cordeles con que estaba sujeto, después de lo cual, e impotentes ellos para resistir, no hubiesen podido esperar merced. Estas gentes son excelentísimos matemáticos, y han llegado a una gran perfección en las artes mecánicas con el amparo y el estímulo del emperador, que es un famoso protector de la ciencia. Este príncipe tiene varias máquinas montadas sobre ruedas para el transporte de árboles y otros grandes pesos. Muchas veces construye sus mayores buques de guerra, de los cuales algunos tienen hasta nueve pies de largo, en los mismos bosques donde se producen las maderas, y luego los hace llevar en estos ingenios tres o cuatrocientas yardas, hasta el mar. Quinientos carpinteros e ingenieros se pusieron inmediatamente a la obra para disponerla mayor de las máquinas hasta entonces construida. Consistía en un tablero levantado tres pulgadas del suelo, de unos siete pies de largo y cuatro de ancho, y que se movía sobre veintidós ruedas. Los gritos que oí eran ocasionados por la llegada de esta máquina, que, según parece, emprendió la marcha cuatro horas después de haber pisado yo tierra. La colocaron paralela a mí; pero la principal dificultad era alzarme y colocarme en este vehículo. Ochenta vigas, de un pie de alto cada una, fueron erigidas para este fin, y cuerdas muy fuertes, del grueso de bramantes, fueron sujetas con garfios a numerosas fajas
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con que los trabajadores me habían rodeado el cuello, las manos, el cuerpo y las piernas. Novecientos hombres de los más robustos tiraron de estas cuerdas por medio de poleas fijadas en las vigas, y así, en menos de tres horas, fui levantado, puesto sobre la máquina y en ella atado fuertemente. Todo esto me lo contaron, porque mientras se hizo esta operación yacía yo en profundo sueño, debido a la fuerza de aquel medicamento soporífero echado en el vino. Mil quinientos de los mayores caballos del emperador, altos, de cuatro pulgadas y media, se emplearon para llevarme hacia la metrópolis, que, como ya he dicho, estaba a media milla de distancia. Hacía unas cuatro horas que habíamos empezado nuestro viaje, cuando vino a despertarme un accidente ridículo. Habiéndose detenido el carro un rato para reparar no sé qué avería, dos o tres jóvenes naturales tuvieron la curiosidad de recrearse en mi aspecto durante el sueño; se subieron a la máquina y avanzaron muy sigilosamente hasta mi cara. Uno de ellos, oficial de la guardia, me metió la punta de su chuzo por la ventana izquierda de la nariz hasta buena altura, el cual me cosquilleó como una paja y me hizo estornudar violentamente. En seguida se escabulleron sin ser descubiertos, y hasta tres semanas después no conocí yo la causa de haberme despertado tan de repente. Hicimos una larga marcha en lo que quedaba del día y descansé por la noche, con quinientos guardias a cada lado, la mitad con antorchas y la otra mitad con arcos y flechas, dispuestos a asaetearme si se me ocurría moverme. A la mañana, siguiente, al salir el sol, seguimos nuestra marcha, y hacia el mediodía estábamos a doscientas yardas de las puertas de la ciudad. El emperador y toda su corte nos salieron al encuentro; pero los altos funcionarios no quisieron de ninguna manera consentir que Su Majestad pusiera en peligro su persona subiéndose sobre mi cuerpo. En el sitio donde se paró el carruaje había un templo antiguo, tenido por el más grande de todo el reino, y que, mancillado algunos años hacía por un bárbaro asesinato cometido en él, fue, según cumplía al celo religioso de aquellas gentes, cerrado como profano. Se destinaba desde entonces a usos comunes, y se habían sacado de él todos los ornamentos y todo el moblaje. En este edificio se había dispuesto que yo me alojara. La gran puerta que daba al Norte tenía cuatro pies de alta y cerca de dos de ancha. Así que yo podía deslizarme por ella fácilmente. A cada lado de la puerta había una ventanita, a no más que seis pulgadas del suelo. Por la de la izquierda, el herrero del rey pasó noventa y una cadenas como las que llevan las señoras en Europa para el reloj, y casi tan grandes, las cuales me ciñeron a la pierna izquierda, cerradas con treinta y seis candados. Frente a este templo, al otro lado de la gran carretera, a veinte pies de distancia, había una torrecilla de lo menos cinco pies de alta. A ella subió el emperador con muchos principales caballeros de su corte para aprovechar la oportunidad de verme, según me contaron, porque yo no los distinguía a ellos. Se advirtió que más de cien mil habitantes salían de la ciudad con el mismo proyecto, y, a pesar de mis guardias, seguramente no fueron menos de diez mil los que en varias veces subieron a mi cuerpo con ayuda de escaleras de mano. Pero pronto se publicó un edicto prohibiéndolo bajo pena de muerte. Cuando los trabajadores creyeron que ya me sería imposible desencadenarme, cortaron todas las cuerdas que me ligaban, y acto seguido me levanté en el estado más melancólico en que en mi vida me había encontrado. El ruido y el asombro de la gente al verme levantar.
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y andar no pueden describirse. Las cadenas que me sujetaban la pierna izquierda eran de unas dos yardas de largo, y no sólo me dejaban libertad para andar hacia atrás y hacia adelante en semicírculo, sino que también, como estaban fijas a cuatro pulgadas de la puerta, me permitían entrar por ella deslizándome y tumbarme a la larga en el templo.
Capítulo 2
El emperador de Liliput, acompañado de gentes de la nobleza, acude a ver al autor en su prisión. -Descripción de la persona y el traje del emperador.- Se designan hombres de letras para que enseñen el idioma del país al autor.- Éste se gana el favor por su condición apacible.- Le registran los bolsillos y le quitan la espada y las pistolas. Cuando me vi de pie miré a mi alrededor, y debo confesar que nunca se me ofreció más curiosa perspectiva. La tierra que me rodeaba parecía toda ella un jardín, y los campos, cercados, que tenían por regla general cuarenta pies en cuadro cada uno, se asemejaban a otros tantos macizos de flores. Alternaban con estos campos bosques como de media pértica; los árboles más altos calculé que levantarían unos siete pies. A mi izquierda descubrí la población, que parecía una decoración de ciudad de un teatro. Ya había descendido el emperador de la torre y avanzaba a caballo hacia mí; lo que estuvo a punto de costarle caro, porque la caballería, que, aunque perfectamente amaestrada, no tenía en ningún modo costumbre de ver lo que debió de parecerle como si se moviese ante ella una montaña, se encabritó; pero el príncipe, que es jinete excelente, se mantuvo en la silla, mientras acudían presurosos sus servidores y tomaban la brida para que pudiera apearse Su Majestad. Cuando se hubo bajado me inspeccionó por todo alrededor con gran admiración, pero guardando distancia del alcance de mi cadena. Ordenó a sus cocineros y despenseros, ya preparados, que me diesen de comer y beber, como lo hicieron adelantando las viandas en una especie de vehículos de ruedas hasta que pude cogerlos. Tomé estos vehículos, que pronto estuvieron vaciados; veinte estaban llenos de carne y diez de licor. Cada uno de los primeros me sirvió de dos o tres buenos bocados, y vertí el licor de diez envases -estaba en unas redomas de barro- dentro de un vehículo, y me lo bebí de un trago, y así con los demás. La emperatriz y los jóvenes príncipes de la sangre de uno y otro sexo, acompañados de muchas damas, estaban a alguna distancia, sentados en sus sillas de manos; pero cuando le ocurrió al emperador el accidente con su caballo descendieron y vinieron al lado de su augusta persona, de la cual quiero en este punto hacer la prosopografía. Es casi el ancho de mi uña más alto que todos los de su corte, y esto por sí solo es suficiente para infundir pavor a los que le miran. Sus facciones son firmes y masculinas; de labio austríaco y nariz acaballada; su color, aceitunado; su continente, derecho; su cuerpo y sus miembros, bien proporcionados; sus movimientos, graciosos, y majestuoso su porte. No era joven ya, pues tenía veintiocho años y tres cuartos, de los cuales había reinado alrededor de siete con toda felicidad y por lo general victorioso. Para considerarle mejor, me eché de lado, de modo que mi cara estuviese paralela a la suya, mientras él se mantenía a no más que tres yardas de distancia; pero como después lo he tenido en la mano muchas veces, no puedo engañarme en su descripción. Su traje era muy liso y sencillo, y hecho entre la moda asiática y la europea; pero llevaba en la cabeza un.
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ligero yelmo de oro adornado de joyas y con una pluma en la cresta. Tenía en la mano la espada desenvainada para defenderse si acaso yo viniera a escaparme; la espada era de unas tres pulgadas de largo, y la guarnición y la vaina eran de oro, avalorado con diamantes. Su voz era aguda, pero muy clara y articulada; yo no podía oírla estando de pie. Las damas y los cortesanos vestían con la mayor magnificencia; tanto, que el espacio en que se encontraban podía compararse a un guardapiés bordado de figuras de oro y plata que se hubiera extendido en el suelo. Su Majestad Imperial me hablaba con frecuencia, y yo le respondía; pero ni uno ni otro entendíamos palabra. Estaban presentes varios sacerdotes y letrados -por lo que yo colegí de sus vestidos-, a quienes se encargó que se dirigiesen a mí. Yo les hablé en todos los idiomas de que tenía algún conocimiento, tales como alto y bajo alemán, latín, francés, español, italiano y lengua franca; pero de nada sirvió. Después de unas dos horas se retiró la corte y me dejaron con una fuerte guardia, para evitar la impertinencia y probablemente la malignidad de la plebe, que se apiñaba muy impaciente a mi alrededor todo lo cerca que su temor le permitía, y entre la cual no.
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En tanto, el emperador celebraba frecuentes consejos para discutir qué partido había de tomarse conmigo, y después me aseguró un amigo particular -persona de gran calidad que estaba, según fama, tanto como el que más, en los secretos de Estado- que la corte tenía numerosas preocupaciones respecto de mí. Temían que me libertase, que mi dieta, demasiado costosa, fuera causa de carestías. Algunas veces determinaron matarme de hambre, o, por lo menos, dispararme a la cara y a las manos flechas envenenadas que me despacharían pronto; pero luego consideraban que el hedor de un tan gran cuerpo muerto podía desatar una peste en la metrópoli y probablemente extenderla a todo el reino. En medio de estas consultas, varios oficiales del ejército llegaron a la puerta de la gran Cámara del Consejo, y dos de ellos, que fueron admitidos, dieron cuenta de mi conducta con los seis criminales antes mencionados, conducta que produjo impresión tan favorable para mí en el corazón de Su Majestad y en el de toda la Junta, que se despachó una comisión imperial para obligar a todos los pueblos situados dentro de un radio de novecientas yardas en torno de la ciudad a entregar todas las mañanas seis bueyes, cuarenta carneros y otras vituallas para mi manutención, junto con una cantidad proporcionada de pan, de vino y de otros licores. En pago de todo ello, Su Majestad entregaba asignados contra su tesoro; porque sépase que este príncipe vive especialmente de su fortuna personal y sólo rara vez, en grandes ocasiones, levanta subsidios entre sus vasallos, que están obligados a auxiliarle en las guerras a expensas de sí propios. Se dictó también un estatuto para que se pusieran a mi servicio seiscientas personas, que disfrutaban dietas para su mantenimiento y pabellones convenientemente edificados para ellas a ambos lados de mi puerta. Asimismo se ordenó que trescientos sastres me hiciesen un traje a la moda del país; que seis de los más eminentes sabios de Su Majestad me instruyesen en su lengua, y, por último, que a los caballos del emperador y a los de la nobleza y tropas de guardia se los llevase a menudo a verme para que se acostumbrasen a mí. Todas estas disposiciones fueron debidamente cumplidas, y en tres semanas hice grandes progresos en el estudio del idioma, tiempo durante el cual el emperador me honraba frecuentemente con sus visitas y se dignaba auxiliar a mis maestros en la enseñanza. Ya empezamos a conversar en cierto modo, y las primeras palabras que aprendí fueron para expresar mi deseo de que se sirviese concederme la libertad, lo que todos los días repetía puesto de rodillas. Su respuesta, por lo que pude comprender, era que el tiempo lo traería todo, que no podía pensar en tal cosa sin asistencia de su Consejo, y que antes debía yo Lumos Kelmin peffo defmar lon Emposo: esto es, jurar la paz con él y con su reino. No obstante, yo sería tratado con toda amabilidad; y me aconsejaba conquistar, con mi paciencia y mi conducta comedida, el buen concepto de él y de sus súbditos. Me pidió que no tomase a mal que diese orden a ciertos correctos funcionarios de que me registrasen, porque suponía él que llevaría yo conmigo varias armas que por fuerza habían de ser cosas peligrosísimas si correspondían a la corpulencia de persona tan prodigiosa. Dije que Su Majestad sería satisfecho, porque estaba dispuesto a desnudarme y a volver las faltriqueras delante de él. Esto lo manifesté, parte de palabra, parte por señas. Replicó él que, de acuerdo con las leyes del reino, debían registrarme dos funcionarios; y aunque él sabia que esto no podría hacerse sin mi consentimiento y ayuda, tenía tan buena opinión de mi generosidad y de mi justicia que confiaba en mis manos las personas de sus funcionarios añadiendo que cualquier cosa que me fuese tomada me sería devuelta cuando saliera del país o pagada al precio que yo quisiera ponerle. Tomé a los funcionarios en mis manos y los puse primeramente en los bolsillos de la casaca y luego en todos los demás que el traje llevaba, excepto los dos de la pretina y un bolsillo secreto que no quise que me registrasen y en que guardaba yo alguna cosilla de mi uso que a nadie.
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podía interesar sino a mí. Por lo que hace a los bolsillos de la pretina, en uno llevaba un reloj de plata, y en el otro una pequeña cantidad de oro en una bolsa. Aquellos caballeros, provistos de pluma, tinta y papel, hicieron un exacto inventario de cuanto vieron, y cuando hubieron terminado me pidieron que los bajase para ir a entregárselo al emperador. Este inventario, vertido por mí más tarde dice literalmente como sigue: «Imprimis. En el bolsillo derecho de la casaca del «Gran-Hombre-Montaña» (así traduzco Quinbus Flestrin), después del más detenido registro, encontramos sólo una gran pieza de tela ordinaria, de bastante tamaño para servir de alfombra en la gran sala del trono de Vuestra Majestad. En el bolsillo izquierdo vimos una enorme arca de plata, con tapa del mismo metal, que nosotros los comisionados no pudimos alzar. Expresamos nuestro deseo de que fuese abierta, y uno de nosotros se metió en ella, y se encontró hasta media pierna en una especie de polvo, parte del cual nos voló a la cara y nos obligó a estornudar varias veces a los dos. En el bolsillo derecho del chaleco encontramos un enorme envoltorio de objetos blancos, delgados, doblados unos sobre otros, del grandor aproximado de tres hombres, atado con un fuerte cable y marcado con cifras negras, que nosotros, con todos los respetos, suponemos que son escrituras, de letras casi como la mitad de nuestra palma de la mano cada una. En el izquierdo había una especie de artefacto, del dorso del cual se elevaban veinte largas pértigas -algo así como la estacada que hay ante el palacio de Vuestra Majestad-, y con lo cual conjeturamos que el Hombre-Montaña se peina la cabeza, pues no siempre nos decidimos a molestarle con preguntas, a causa de las grandes dificultades que encontrábamos para hacernos comprender de él. En el gran bolsillo del lado derecho de su cubierta media -así traduzco la palabra Ranfu-lo, con que designaban mis calzones- vimos una columna de hierro hueca, de la altura de un hombre, sujeta a un sólido trozo de viga mayor que la columna; de un lado de ésta salían enormes pedazos de hierro, de formas extrañas, que no sabemos para qué puedan servir. En el bolsillo izquierdo, otra máquina de la misma clase. En el bolsillo más pequeño del lado derecho había varios trozos redondos y planos de metal blanco y rojo, de tamaños diferentes; algunos de los trozos blancos, que parecían ser de plata, eran tan grandes y pesados que apenas pudimos levantarlos entre los dos. En el bolsillo izquierdo había dos columnas negras de forma irregular; con dificultad alcanzábamos a su extremo superior desde el fondo del bolsillo. Una de ellas estaba tapada y parecía toda de una pieza; pero en la parte alta de la otra aparecía un objeto redondo, blanco, dos veces como nuestra cabeza de grande, aproximadamente. Dentro de cada uno había cerradas la presión de su vientre. Del de la derecha minado por nuestras órdenes, tuvo que enseñarnos el Gran-Hombre-Montaña, pues sospechábamos que pudieran ser máquinas peligrosas. Las sacó de sus cajas y nos dijo que en su país tenía por costumbre afeitarse la barba con una de ellas y cortar la carne con la otra. Había dos bolsillos en que no pudimos entrar: los llamaba él sus bolsillos de pretina, y eran dos grandes rajas abiertas en la parte superior de su media cubierta, pero que mantenía cerradas la presión de su vientre. Del de la derecha colgaba una gran cadena de plata, con una extraordinaria suerte de máquina al extremo. Le ordenamos sacar lo que hubiese sujeto a esta cadena, que resultó ser una esfera la mitad de plata y la otra mitad de un metal transparente, porque en el lado transparente vimos ciertas extrañas cifras, dibujadas en circunferencia, y que creímos poder tocar, hasta que notamos que nos detenía los dedos aquella substancia diáfana. Nos acercó a los oídos este aparato, que producía un ruido incesante, como el de una aceña. Imaginamos que es, o algún animal desconocido, o el dios que él adora; aunque nos inclinamos a la última opinión, porque nos aseguró -si es que no Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 12
le entendimos mal, ya que se expresaba muy imperfectamente- que rara vez hacía nada sin consultarlo. Le llamaba su oráculo, y dijo que señalaba cuándo era tiempo para todas las acciones de su vida. De la faltriquera izquierda sacó una red que casi bastaría a un pescador, pero dispuesta para abrirse y cerrarse como una bolsa, y de que se servía justamente para este uso. Dentro encontramos varios pesados trozos de metal amarillo, que, si son efectivamente de oro, deben tener incalculable valor. »Una vez que así hubimos, obedeciendo las órdenes de Vuestra Majestad, registrado diligentemente todos sus bolsillos, observamos alrededor de su cintura una pretina hecha de la piel de algún gigantesco animal, de la cual pretina, por el lado izquierdo, colgaba una espada del largo de cinco hombres, y por el derecho, un talego o bolsa, dividido en dos cavidades, capaz cada una de ellas para tres súbditos de Vuestra Majestad. En una de estas cavidades había varias esferas o bolas de un metal pesadísimo, del tamaño de nuestra cabeza aproximadamente, y para levantar las cuales hacía falta buen brazo. La otra cavidad contenía un montón de ciertos granos negros, no de gran tamaño ni peso, pues pudimos tener más de cincuenta en la palma de la mano. »Esto es exacto inventario de lo que encontramos sobre el cuerpo del Hombre-Montaña, quien se comportó con nosotros muy correctamente y con el respeto debido a la comisión de Vuestra Majestad. Firmado y sellado en el cuarto día de la octogésimanovena luna del próspero reinado de Vuestra Majestad. -Clefrin Frelock, Marsi Frelock.» El emperador, cuando le fue leído este inventario, me ordenó, aunque en términos muy amables, que entregase los distintos objetos que en él se mencionaban. Me pidió primero la cimitarra, que me quité con vaina y todo. Mientras tanto, mandó que tres mil hombres de sus tropas escogidas -que estaban dándole escolta- me rodeasen a cierta distancia, con arcos y flechas en disposición de disparar; pero no me di cuenta de ello porque tenía mi vista totalmente fija en Su Majestad. Después mostró su deseo de que desenvainase la cimitarra, la cual, aunque algo enmohecida por el agua del mar, estaba en su mayor parte en extremo reluciente. Lo hice así, e inmediatamente todas las tropas lanzaron un grito entre de terror y sorpresa, pues al sol brillaba con fuerza, y les deslumbró el reflejo que se producía al flamear yo la cimitarra de un lado para otro. Su Majestad, que es un príncipe por demás animoso, se intimidó mucho menos de lo que yo podía esperar; me ordenó volverla a la vaina y arrojarla al suelo lo más suavemente que pudiese, a unos seis pies de distancia del extremo de mi cadena. Pidió después una de las columnas huecas de hierro, como llamaban a mis pistoletes. Lo saqué, y, conforme a su deseo, le expliqué como pude para qué servía; y cargándolo sólo con pólvora, la cual, gracias a lo bien cerrado de mi bolsa, se libró de mojarse en el mar - percance contra el cual tiene buen ciudado de precaverse todo marinero avisado-, advertí primero al emperador que no se asustara y luego tiré al aire. Aquí el asombro fue mucho mayor que a la vista de la cimitarra. Cientos de hombres cayeron como muertos de repente, y hasta el emperador, aunque no cedió el terreno, no pudo recobrarse en un rato. Entregué los dos pistoletes del mismo modo que había entregado la cimitarra, y luego la bolsa de la pólvora y las balas, previniéndole que pusiese aquélla lejos del fuego, pues con la más pequeña chispa podía inflamarse y hacer volar por los aires su palacio imperial. De la misma manera entregué mi reloj, al que el emperador tuvo tan gran curiosidad por ver, que.
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mandó a dos de los más corpulentos soldados de su guardia que lo sostuvieran sobre un madero en los hombros, como hacen en Inglaterra los carreteros con los barriles de cerveza. Se asombró del continuo ruido que hacía y del movímiento del minutero, que él podía fácilmente percibir -porque la vista de ellos es mucho más perspicaz que la nuestra-, y requirió la opinión de algunos de sus sabios que tenía próximos, opiniones que fueron varias y apartadas, como el lector puede bien imaginar sin que yo se las repita, aunque, desde luego, no pude entenderlas muy perfectamente. Luego entregué las monedas de plata y de cobre, la bolsa, con nueve piezas grandes de oro y algunas más pequeñas; el cuchillo y la navaja de afeitar; el peine, la tabaquera, el pañuelo y el libro diario. La cimitarra, los pistoletes y la bolsa de la carga fueron llevados en carro a los almacenes de Su Majestad; pero las demás cosas me fueron devueltas. Tenía yo, como antes indiqué, un bolsillo secreto que escapó del registro, donde guardaba unos lentes -que algunas veces usaba por debilidad de la vista-, un anteojo de bolsillo y otros cuantos útiles que, no importando para nada al emperador, no me creí en conciencia obligado a descubrir, y que temía que me rompiesen o estropeasen si me arriesgaba a soltarlos.
Capítulo 3
El autor divierte al emperador y a su nobleza de ambos sexos de modo muy extraordinario. -Descripción de las diversiones de la corte de Liliput. -El autor obtiene su libertad bajo ciertas condiciones. Mi dulzura y buen comportamiento habían influído tanto en el emperador y su corte, y sin duda en el ejército y el pueblo en general, que empecé a concebir esperanzas de lograr mi libertad en plazo breve.Yo recurría a todos los métodos para cultivar esta favorable disposición. Gradualmente, los naturales fueron dejando de temer daño alguno de mí. A veces me tumbaba y dejaba que cinco o seis bailasen en mi mano, y, por último, los chicos y las chicas se arriesgaron a jugar al escondite entre mi cabello. A la sazón había progresado bastante en el conocimiento y habla de su lengua. Un día quiso el rey obsequiarme con algunos espectáculos del país, en los cuales, por la destreza y magnificencia, aventajan a todas las naciones que conozco. Ninguno me divirtió tanto como el de los volatineros, ejecutado sobre un finísimo hilo blanco tendido en una longitud aproximada de dos pies y a doce pulgadas del suelo. Y acerca de él quiero, contando con la paciencia del lector, extenderme un poco. Esta diversión es solamente practicada por aquellas personas que son candidatos a altos empleos y al gran favor de la corte. Se les adiestra en este arte desde su juventud y no siempre son de noble cuna y educación elevada. Cuando hay vacante un alto puesto, bien sea por fallecimiento o por ignominia -lo cual acontece a menudo-, cinco o seis de estos candidatos solicitan del emperador permiso para divertir a Su Majestad y a la corte con un baile de cuerda, y aquel que salta hasta mayor altura sin caerse se lleva el empleo. Muy frecuentemente se manda a los ministros principales que muestren su habilidad y convenzan al emperador de que no han perdido sus facultades. Flimnap, el tesorero, es.
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fama que hace una cabriola en la cuerda tirante por lo menos una pulgada más alta que cualquier señor del imperio. Yo le he visto dar el salto mortal varias veces seguidas sobre un plato trinchero, sujeto a la cuerda, no más gorda que un bramante usual de Inglaterra. Mi amigo Reldresal, secretario principal de Negocios Privados, es, en opinión mía -y no quisiera dejarme llevar de parcialidades-, el que sigue al tesorero. El resto de los altos empleados se van allá unos con otros. Estas distracciones van a menudo acompañadas de accidentes funestos, muchos de los cuales dejan memoria. Yo mismo he visto romperse miembros a dos o tres candidatos. Pero el peligro es mucho mayor cuando se ordena a los ministros que muestren su destreza, pues en la pugna por excederse a sí mismos y exceder a sus compañeros llevan su esfuerzo a tal punto, que apenas existe uno que no haya tenido una caída, y varios han tenido dos o tres. Me aseguraron que un año o dos antes de mi llegada, Flimnap se hubiera desnucado infaliblemente si uno de los cojines del rey, que casualmente estaba en el suelo, no hubiese amortiguado la fuerza de su caída. Hay también otra distracción que sólo se celebra ante el emperador y la emperatriz y el primer ministro, en ocasiones especiales. El emperador pone sobre la mesa tres bonitas hebras de seda de seis pulgadas de largo: una es azul, otra roja y la tercera verde. Estas hebras representan los premios que aquellas personas a quienes el emperador tiene voluntad de distinguir con una muestra particular de su favor. La ceremonia se verifica en la gran sala del trono de Su Majestad, donde los candidatos han de sufrir una prueba de destreza muy diferente de la anterior, y a la cual no he encontrado parecido en otro ningún país del viejo ni del nuevo mundo. El emperador sostiene en sus manos una varilla por los extremos, en posición horizontal, mientras los candidatos, que se destacan uno a uno, a veces saltan por encima de la varilla y a veces se arrastran serpenteando por debajo de ella hacia adelante y hacia atrás repetidas veces, según que la varilla avanza o retrocede. En algunas ocasiones el emperador tiene un extremo de la varilla y el otro su primer ministro; en otras, el ministro la tiene solo. Aquel que ejecuta su trabajo con más agilidad y resiste más saltando y arrastrándose es recompensado con la seda de color azul; la roja se da al siguiente, y la verde al tercero, y ellos la llevan rodeándosela dos veces por la mitad del cuerpo. Se ven muy pocas personas de importancia en la corte que no vayan adornadas con un ceñidor de esta índole. Los caballos del ejército y los de las caballerizas reales, como los habían llevado ante mí diariamente, ya no se espantaban y podían llegar hasta mis mismos pies sin dar corcovos. Los jinetes los hacían saltar mi mano cuando yo la ponía en el suelo, Y uno de los monteros del emperador, sobre un corcel de gran alzada, pasó mi pie con zapato y todo, lo que fue, a no dudar, un formidable salto. Un día tuve la buena fortuna de divertir al emperador por un procedimiento curioso. Le pedí que me hiciese llevar varios palitos de dos pies de altura y del grueso de un bastón corriente; inmediatamente Su Majestad ordenó al director de sus bosques que dictase las disposiciones oportunas, y a la mañana siguiente llegaron seis guardas con otros tantos carros, tirados por ocho caballos cada uno. Tomé nueve de estos palitos y los clavé firmemente en el suelo, en figura rectangular, de dos pies y medio en cuadrado; cogí otros Jonathan Swift: Viajes de Gulliver El Autor de la Semana © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile 15 cuatro palitos y los até horizontalmente a los cuatro ángulos, a unos dos pies del suelo. Después sujeté mi pañuelo a los nueve palitos que estaban de pie y lo extendí por todos lados, hasta que quedó tan estirado como el parche de un tambor; y los cuatro palitos paralelos, levantando unas cinco pulgadas más que el pañuelo, servían de balaustrada por todos lados. Cuando hube terminado mi obra pedí al emperador que permitiese a fuerzas de su mejor caballería en número de veinticuatro hombres, subir a este plano y hacer en él ejercicio. Su majestad aprobó mi propuesta y fui subiendo a los soldados con las manos, uno por uno, ya montados y armados, así como a los oficiales que debían mandarlos. Tan pronto como estuvieron formados se dividieron en dos grupos, simularon escaramuzas, dispararon flechas sin punta, sacaron las espadas, huyeron, persiguieron, atacaron y se retiraron; en una palabra: demostraron la mejor disciplina militar que nunca vi. Los palitos paralelos impedían que ellos y sus caballos cayesen del escenario aquel; y el emperador quedó tan complacido, que mandó que se repitiese la diversión varios días, y una vez se dignó permitir que le subiera a él mismo y encargarse del mando. Llegó, aunque con gran dificultad, incluso a persuadir a la propia emperatriz de que me permitiese sostenerla en su silla de manos, a dos yardas del escenario, desde donde abarcaba con la vista todo el espectáculo. Sólo una vez un caballo fogoso, que pertenecía a uno de los capitanes, hizo, piafando, un agujero en el pañuelo, y, metiendo por él la pata, cayó con su jinete; pero yo levanté inmediatamente a los dos, y, tapando el agujero con una mano, bajé a la tropa con la otra, de la misma manera que la había subido. El caballo que dio la caída se torció la mano izquierda, pero el jinete no se hizo ningún daño, y yo arreglé mi pañuelo como pude. No obstante, no me confiaría más en su resistencia para empresas tan peligrosas. Dos o tres días antes de que me pusieran en libertad estaba yo divirtiendo a la corte con este género de cosas, cuando llegó un correo a informar a Su Majestad de que un súbdito suyo, paseando a caballo cerca del sitio donde me habían hallado por primera vez, había visto en el suelo un objeto negro, grande, de forma muy extraña, que alcanzaba por los bordes la extensión del dormitorio de Su Majestad y se levantaba por el centro a la altura de un hombre, y que no era criatura viva, como al principio sospecharon, porque yacía sobre la hierba, sin movimiento. Algunos habían dado la vuelta a su alrededor varias veces; subiéndose unos en los hombros de otros, habían alcanzado a la parte de arriba, y golpeando en ella, descubierto que estaba hueca; con todos los respetos, habían pensado que podía ser algo perteneciente al Hombre-Montaña, y si Su Majestad lo mandaba estaban dispuestos a encargarse de llevarlo con sólo cinco caballos. Entonces me di cuenta de lo que querían decir, y me alegré en el alma de recibir la noticia. Según parece, al llegar a la playa después del naufragio, me encontraba yo en tal estado de confusión, que antes de ir al sitio donde me quedé dormido, mi sombrero, que había yo sujetado a mi cabeza con un cordón mientras remaba, y se me había mantenido puesto todo el tiempo que nadé, se me cayó; el cordón, supongo, se rompería por cualquier accidente que yo no advertí. Yo creía que el sombrero se me había perdido en el mar. Supliqué a Su Majestad que diese órdenes para que me lo llevasen lo antes posible, al mismo tiempo que le expliqué su empleo y su naturaleza, y al siguiente día los acarreadores llegaron con él, aunque no en muy buen estado. Habían practicado dos agujeros en el ala, a pulgada y media del borde, y metido dos ganchos por los agujeros; estos ganchos se unieron por medio de una larga cuerda a los arneses, y de esta suerte arrastraron mi sombrero más de media milla inglesa; pero como el piso de aquel país es extremadamente liso y llano, recibió mucho menos daño del que se pudiera temer.
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Dos días después de esta aventura, el emperador, que había ordenado que estuviesen listas las tropas de su ejército de guarnición en la metrópoli y las cercanías, tuvo la ocurrencia de divertirse de una manera muy singular: hizo que yo me estuviera, como un coloso, en pie y con las piernas tan abiertas como buenamente pudiese, y luego mandó a su general -que era un adalid de larga experiencia y gran valedor mío- disponer sus tropas en formación cerrada y hacerlas pasar por debajo de mí, los infantes de a veinticuatro en línea y la caballería de a dieciséis, a tambor batiente, con banderas desplegadas y con lanzas en ristre. Este cuerpo se componía de tres mil infantes y mil caballos. Había enviado yo tantos memoriales y tantas solicitudes en demanda de libertad, que Su Majestad, por fin, llevó el asunto primero al Gabinete y luego al Consejo pleno, donde nadie se opuso, excepto Skyresh Bolgolam, quien se complacía, sin que yo le diese motivo alguno, en ser mi mortal enemigo. Pero fue aprobado, en contra de su voluntad, por toda la Junta, y confirmado por el emperador. Ese ministro a que me refiero era Galbet, o sea almirante del reino, persona muy de la confianza de su señor y muy versada en los asuntos, pero de temperamento rudo y agrio. Sin embargo, le persuadieron al fin para que consintiese, pero concediéndole que los artículos y condiciones bajo los cuales se me pusiera en libertad, y que yo debía jurar, fuese él mismo quien los redactase. Estos artículos me fueron presentados por Skyresh Bolgolam en persona, acompañado de los subsecretarios y varias personas significadas. Una vez que me fueron leídos, se me propuso que jurase su cumplimiento, primero a la usanza de mi propio país y luego según el procedimiento descrito por las leyes de allá, y que consistió en sostenerme en alto el pie derecho con la mano izquierda, al tiempo que me colocaba el dedo medio de la mano derecha en la coronilla y el pulgar en la punta de la oreja derecha. Pero como el lector puede que sienta curiosidad por tener una idea del estilo y modo de expresión peculiar de este pueblo, así como por conocer los artículos en virtud de los cuales recobré la libertad, he hecho la traducción de todo el documento, palabra por palabra, tan fielmente como he podido, y quiero sacarlo a luz en este punto: «Golbasto Momaren Evlame Gurdilo Shefin Mully Ully Gue, muy poderoso emperador de Liliput, delicia y terror del universo, cuyos dominios se extienden cinco mil blustrugs - unas doce millas en circunferencia- hacia los confines del globo; monarca de todos los monarcas, más alto que los hijos de los hombres, cuyos pies oprimen el centro del mundo y cuya cabeza se levanta hasta tocar el Sol; cuyo gesto hace temblar las rodillas de los príncipes de la tierra; agradable como la primavera, reconfortante como el verano, fructífero como el otoño, espantoso como el invierno. Su Muy Sublime Majestad propone al Hombre-Montaña, recientemente llegado a nuestros celestiales dominios, los artículos siguientes, que por solemne juramento él viene obligado a cumplir: »Primero. El Hombre-Montaña no saldrá de nuestros dominios sin una licencia nuestra con nuestro gran sello. »Segundo. No le será permitido entrar en nuestra metrópoli sin nuestra orden expresa. Cuando esto suceda, los habitantes serán avisados con dos horas de anticipación para que se encierren en sus casas.
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Tercero. El citado Hombre-Montaña limitará sus paseos a nuestras principales carreteras, y no deberá pasearse ni echarse en nuestras praderas ni en nuestros sembrados. »Cuarto. Cuando pasee por las citadas carreteras pondrá el mayor cuidado en no pisar el cuerpo de ninguno de nuestros amados súbditos, así como sus caballos y carros, y en no coger en sus manos a ninguno de nuestros súbditos sin consentimiento del propio interesado. »Quinto. Si un correo requiriese extraordinaria diligencia, el Hombre-Montaña estará obligado a llevar en su bolsillo al mensajero con su caballo un viaje de seis días, una vez en cada luna, y, si fuese necesario, a devolver sano y salvo al citado mensajero a nuestra imperial presencia. »Sexto. Será nuestro aliado contra nuestros enemigos de la isla de Blefuscu, y hará todo lo posible por destruir su flota, que se prepara actualmente para invadir nuestros dominios. »Séptimo. El citado Hombre-Montaña, en sus ratos de ocio, socorrerá y auxiliará a nuestros trabajadores, ayudándoles a levantar determinadas grandes piedras para rematar el muro del parque principal y otros de nuestros reales edificios. »Octavo. El citado Hombre-Montaña entregará en un plazo de dos lunas un informe exacto de la circunferencia.
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veinticuatro de los suyos, y, por consiguiente, necesitaba tanta comida, como fuese necesaria para alimentar ese número de liliputienses. Por donde puede el lector formarse una idea del ingenio de aquel pueblo, así como de la prudente y exacta economía de tan gran príncipe. Capítulo 4 Descripción de Mildendo, metrópoli de Liliput, con el palacio del emperador. - Conversación entre el autor y un secretario principal acerca de los asuntos de aquel imperio. -El ofrecimiento del autor para servir al emperador en sus guerras. Lo primero que pedí después de obtener la libertad fue que me concediesen licencia para visitar a Mildendo, la metrópoli; licencia que el emperador me concedió fácilmente, pero con el encargo especial de no producir daño a los habitantes ni en las casas. Se notificó a la población por medio de una proclama mi propósito de visitar la ciudad. La muralla que la circunda es de dos pies y medio de alto y por lo menos de once pulgadas de anchura, puesto que puede dar la vuelta sobre ella con toda seguridad un coche con sus caballos, y está flanqueada con sólidas torres a diez pies de distancia. Pasé por encima de la gran Puerta del Oeste, y, muy suavemente y de lado, anduve las dos calles principales, sólo con chaleco, por miedo de estropear los tejados y aleros de las casas con los faldones de mi casaca. Caminaba con el mayor tiento para no pisar a cualquier extraviado que hubiera podido quedar por las calles, aunque había órdenes rigurosas de que todo el mundo permaneciese en sus casas, ateniendose a los riesgos los desobedientes. Las azoteas y los tejados estaban tan atestados de espectadores, que pensé no haber visto en todos mis viajes lugar más populoso. La ciudad es un cuadrado exacto y cada lado de la muralla tiene quinientos pies de longitud. Las dos grandes calles que se cruzan y la dividen en cuatro partes iguales tienen cinco pies de anchura. Las demás vías, en que no pude entrar y sólo vi de paso, tienen de doce a dieciocho pulgadas. La población es capaz para quinientas mil almas. Las casas son de tres a cinco pisos; las tiendas y mercados están perfectamente abastecidos. El palacio del emperador está en el centro de la ciudad, donde se encuentran las dos grandes calles. Lo rodea un muro de dos pies de altura, a veinte pies de distancia de los edificios. Obtuve permiso de Su Majestad para pasar por encima de este muro; y como el espacio entre él y el palacio es muy ancho, pude inspeccionar éste por todas partes. El patio exterior es un cuadrado de cuarenta pies y comprende otros dos; al más interior dan las habitaciones reales, que yo tenía grandes deseos de ver; pero lo encontré extremadamente difícil, porque las grandes puertas de comunicación entre los cuadros sólo tenían dieciocho pulgadas de altura y siete pulgadas de ancho. Por otra parte, los edificios del patio externo tenían por lo menos cinco pies de altura, y me era imposible pasarlo de una zancada sin perjuicios incalculables para la construcción, aun cuando los muros estaban sólidamente edificados con piedra tallada y tenían cuatro pulgadas de espesor. También el emperador estaba muy deseoso de que yo viese la magnificencia de su palacio; pero no pude hacer tal cosa hasta después de haber dedicado tres días a cortar con mi navaja algunos de los mayores árboles del parque real, situado a unas cien yardas de distancia de la ciudad. Con estos árboles hice dos banquillos como de tres pies de altura cada uno y lo bastante fuertes.
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para soportar mi peso. Advertida la población por segunda vez, volví a atravesar la ciudad hasta el palacio con mis dos banquetas en la mano. Cuando estuve en el patio exterior me puse de pie sobre un banquillo, y tomando en la mano el otro lo alcé por encima del tejado y lo dejé suavemente en el segundo patio, que era de ocho pies de anchura. Pasé entonces muy cómodamente por encima del edificio desde un banquillo a otro y levanté el primero tras de mí con una varilla en forma de gancho. Con esta traza llegué al patio interior, y, acostándome de lado, acerqué la cara a las ventanas de los pisos centrales, que de propósito estaban abiertas, y descubrí las más espléndidas habitaciones que imaginarse puede. Allí vi a la emperatriz y a la joven princesa en sus varios alojamientos, rodeadas de sus principales servidores. Su Majestad Imperial se dignó dirigirme una graciosa sonrisa y por la ventana me dio su mano a besar. Pero no quiero anticipar al lector más descripciones de esta naturaleza porque las reservo para un trabajo más serio que ya está casi para entrar en prensa y que contiene una descripción general de este imperio desde su fundación, a través de una larga seria de príncipes, con detallada cuenta de sus guerras y su política, sus leyes, cultura y religión, sus plantas y animales, sus costumbres y trajes peculiares, más otras materias muy útiles y curiosas. Porque aquí mi principal propósito sólo es referir acontecimientos y asuntos ocurridos a aquellas gentes o a mí mismo durante los nueve meses que residí en aquel imperio. Una mañana, a los quince días aproximadamente de haber obtenido mi libertad, Reldresal, secretario principal de Asuntos Privados -como ellos le intitulan-, vino a mi casa acompañado sólo de un servidor. Mandó a su coche que esperase a cierta distancia y me pidió que le concediese una hora de audiencia, a lo que yo inmediatamente accedí, teniendo en cuenta su categoría y sus méritos personales, así como los buenos oficios que había hecho valer cuando mis peticiones a la corte. Le ofrecí tumbarme para que pudiera hacerse oír de mí más cómodamente; pero él prefirió permitirme que lo tuviese en la mano durante nuestra conversación. Empezó felicitándome por mi libertad, en la cual, según dijo, podía permitirse creer que había tenido alguna parte; pero añadió, sin embargo, que a no haber sido por el estado de cosas que a la sazón reinaba en la corte, quizá no la hubiese obtenido tan pronto. «Porque -dijo- por muy floreciente que nuestra situación pueda parecer a los extranjeros, pesan sobre nosotros dos graves males: una violenta facción en el interior y el peligro de que invada nuestro territorio un poderoso enemigo de fuera. En cuanto a lo primero, sabed que desde hace más de setenta lunas hay en este imperio dos partidos contrarios, conocidos por los nombres de Tramecksan y Slamecksan, a causa de los tacones altos y bajos de su calzado, que, respectivamente, les sirven de distintivo. Se alega, es verdad, que los tacones altos son más conformes a nuestra antigua constitución; pero, sea de ello lo que quiera, Su Majestad ha decidido hacer uso de tacones bajos solamente en la administración del gobierno y para todos los empleados que disfrutan la privanza de la corona, como seguramente habréis observado; y por lo que hace particularmente a los tacones de Su Majestad Imperial, son cuando menos un drurr más bajos que cualesquiera otros de su corte -el drurr es una medida que viene a valer la decimoquinta parte de una pulgada-. La animosidad entre estos dos partidos ha llegado a tal punto, que los pertenecientes a uno no quieren comer ni beber ni hablar con los del otro. Calculamos que los Tramocksan, o tacones-altos, nos exceden en numero; pero la fuerza está por completo de nuestro lado. Nosotros nos sospechamos que Su Alteza Imperial, el heredero de la.
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corona, se inclina algo hacia los tacones-altos; al menos, vemos claramente que uno de sus tacones es más alto que el otro, lo que le produce cierta cojera al andar. Por si fuera poco, en medio de estas querellas intestinas, nos amenaza con una invasión la isla de Blefuscu, que es el otro gran imperio del universo, casi tan extenso y poderoso como este de Su Majestad. Porque en cuanto a lo que os hemos oído afirmar acerca de existir otros reinos y estados en el mundo habitados por criaturas humanas tan grandes como vos, nuestros filósofos lo ponen muy en duda y se inclinan más bien a creer que caísteis de la Luna o de alguna estrella, pues es evidente que un centenar de mortales de vuestra corpulencia destruirían en poco tiempo todos los frutos y ganados de los dominios de Su Majestad. Por otra parte, nuestras historias de hace seis mil lunas no mencionan otras regiones que los dos grandes imperios de Liliput o Blefuscu, grandes potencias que, como iba a deciros, están empeñadas en encarnizadísima guerra desde hace treinta y seis lunas. Empezó con la siguiente ocasión: Todo el mundo reconoce que el modo primitivo de partir huevos para comérselos era cascarlos por el extremo más ancho; pero el abuelo de su actual Majestad, siendo niño, fue a comer un huevo, y, partiéndolo según la vieja costumbre, le avino cortarse un dedo. Inmediatamente el emperador, su padre, publicó un edicto mandando a todos sus súbditos que, bajo penas severísimas, cascasen los huevos por el extremo más estrecho. El pueblo recibió tan enorme pesadumbre con esta ley, que nuestras historias cuentan que han estallado seis revoluciones por ese motivo, en las cuales un emperador perdió la vida y otro la corona. Estas conmociones civiles fueron constantemente fomentadas por los monarcas de Blefuscu, y cuando eran sofocadas, los desterrados huían siempre a aquel imperio en busca de refugio. Se ha calculado que, en distintos períodos, once mil personas han preferido la muerte a cascar los huevos por el extremo más estrecho. Se han publicado muchos cientos de grandesvolúmenes sobre esta controversia; pero los libros de los anchoextremistas han estado prohibidos mucho tiempo, y todo el partido, incapacitado por la ley para disfrutar empleos. Durante el curso de estos desórdenes, los emperadores de Blefuscu se quejaron frecuentemente por medio de sus embajadores, acusándonos de provocar un cisma en la religión por contravenir una doctrina fundamental de nuestro gran profeta Lustrog, contenida en el capítulo cuadragésimocuarto del Blundecral -que es su Alcorán-. No obstante, esto se tiene por un mero retorcimiento del texto, porque las palabras son éstas: «Que todo creyente verdadero casque los huevos por el extremo conveniente». Y cuál sea el extremo conveniente, en mi humilde opinión, ha de dejarse a la conciencia de cada cual, o cuando menos a la discreción del más alto magistrado, el establecerlo. Luego, los anchoextremistas han encontrado tanto crédito en la corte del emperador de Blefuscu y aquí tanta secreta asistencia de su partido, que entre ambos imperios viene sosteniéndose una sangrienta guerra hace treinta y seis lunas, con varia suerte, y en ella llevamos perdidos cuarenta grandes barcos y un número mucho mayor de embarcaciones más pequeñas, junto con treinta mil de nuestros mejores marinos y soldados; y se sabe que las bajas del enemigo son algo mayores que las nuestras. Pero ahora han equipado una flota numerosa y están precisamente preparando una invasión contra nosotros, y Su Majestad Imperial, poniendo gran confianza en vuestro valor y esfuerzo, me ha ordenado exponer esta relación de sus negocios ante vos.» Rogué al secretario que presentase mis humildes respetos al emperador y le hiciera saber que juzgaba yo no corresponderme, como extranjero que era, intervenir en cuestiones de partidos; pero que estaba dispuesto, aun con riesgo de mi vida, a defender su persona y su estado contra los invasores.
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Capítulo 5
El autor evita una invasión con una extraordinaria estratagema. -Se le confiere un alto
título honorífico. -Llegan embajadores del emperador de Blefuscu y demandan la paz.
El imperio de Blefuscu es una isla situada al lado nordeste de Liliput, de donde sólo está
separada por un canal de ochocientas yardas de anchura. Yo no lo había visto aún, y ante la
noticia del intento de invasión evité presentarme por aquel lado de la costa, no me
descubriese alguno de los buques del enemigo, que no tenía de mí noticia ninguna,
rigurosamente prohibida como está la relación entre los dos imperios durante la guerra, bajo
pena de muerte, y decretado por nuestro emperador el embargo de todos los buques, sin
distinción. Comuniqué a Su Majestad un proyecto que había formado para apresar completa
la flota del enemigo, la cual, por lo que nos aseguraban nuestros exploradores, estaba
anclada en el puerto, lista para darse a la vela al primer viento favorable. Consulté a los más
experimentados hombres de mar acerca de la profundidad del canal, que sondaban
frecuentemente, y me dijeron que en el centro, durante la marea alta, tenía setenta
glumgruffs de profundidad, lo que equivale a unos seis pies de medida europea, y el resto
de él, cincuenta glumgruffs lo más. Me dirigí hacia la costa nordeste, frente a Blefuscu, y
allí, tumbado detrás de una colina, saqué mi pequeno anteojo de bolsillo y descubrí anclada
la flota del enemigo, constituída
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cables a que estaban atados los ganchos, y con gran facilidad me llevé tras de mí cincuenta
de los mayores buques de guerra del enemigo.
Los blefuscudianos, que no tenían la menor sospecha de lo que yo me proponía,
quedaron al principio confundidos de asombro. Me habían visto cortar los cables y
pensaban que mi designio era solamente dejar los barcos a merced de las olas o que se
embistiesen unos contra otros; pero cuando vieron toda la flota echar a andar en orden y a
mí tirando delante, lanzaron tal grito de dolor y desesperación, que casi es imposible de
explicar ni de concebir. Ya fuera de peligro, me detuve un rato para sacarme las flechas que
se me habían hincado en las manos y en la cara y me untó ungüento del que me habían
dado al principio de mi llegada, según he referido anteriormente. Luego me quité los lentes,
y aguardando alrededor de una hora a que la marea estuviese algo más baja, vadeé el centro
con mi carga y llegué salvo al puerto real de Liliput.
El emperador y toda su corte estaban en la playa esperando el éxito de esta gran
aventura. Veían avanzar los barcos formando una extensa media luna; pero no podían
distinguirme a mí, que estaba metido hasta el pecho en el agua. Ya llegaba yo a la mitad del
canal y su zozobra no menguaba, porque las aguas me cubrían hasta el cuello. Pensaba el
emperador que yo me había ahogado y que la flota del enemigo se aproximaba en actitud
hostil; pero en breve se desvanecieron sus temores, porque, disminuyendo la poca
profundidad del canal a cada paso que daba yo, pronto estuve a distancia para hacerme oír;
y alzando el cabo del cable con que estaba atada la flota, grité en voz muy alta: «¡Viva el
muy poderoso emperador de Liliput!» Este gran príncipe me recibió al llegar a tierra con
todos los encomios posibles y me hizo allí mismo nardac, que es el más alto título
honorífico entre ellos.
Su Majestad quería que yo aprovechase alguna otra ocasión para traer a sus puertos el
resto de los barcos de su enemigo. Y tan desmedida es la ambición de los príncipes, que
parecía pensar nada menos que en reducir todo el imperio de Blefuscu a una provincia
gobernada por un virrey, en aniquilar a los anchoextremistas desterrados y en obligar a
estas gentes a cascar los huevos por el extremo estrecho, con lo cual quedaría él único
monarca del mundo entero. Pero yo me encargué de disuadirle de su propósito por medio
de numerosos argumentos sacados de los principios de la política, así como de los de la
justicia, y protesté francamente que yo nunca serviría de instrumento para llevar a la
esclavitud a un pueblo libre y valeroso. Y cuando el asunto se discutió en Consejo, la parte
más prudente del Ministerio fue de mi opinión.
Esta rotunda declaración mía era tan opuesta a los planes y a la política de Su Majestad
Imperial, que éste no me perdonó nunca; se refirió a ella de una muy artificiosa manera en
el Consejo, donde, según me dijeron, algunos de los más prudentes parecían -al menos, este
alcance podía darse a su silencio- ser de mi opinión; pero otros, que eran mis enemigos
secretos, no pudieron contener ciertas expresiones, que por caminos indirectos llegaron
hasta mí. Desde este momento comenzó una intriga entre Su Majestad y una camarilla de
ministros maliciosamente dispuestos en contra mía, intriga que estalló en menos de dos
meses y hubiera conducido probablemente a mí total perdición. ¡De tan poco peso son los
mayores servicios para los príncipes si se los pone en la balanza frente a una negativa de
satisfacer sus pasiones!
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A las tres semanas de mi hazaña llegó una solemne embajada de Blefuscu con humildes
ofrecimientos de paz, y ésta quedó prontamente concertada, en condiciones muy ventajosas
para nuestro emperador, y de las cuales hago gracia a los lectores. Los embajadores eran
seis, con una comitiva de unas quinientas personas, y su entrada fue de toda magnificencia,
como correspondía a la grandeza de su señor y a la importancia de su negocio. Cuando
estuvo concluido el tratado, durante cuya negociación yo les auxilié con mis buenos oficios,
valiéndome del crédito que entonces tenía, o al menos parecía tener, en la corte, Sus
Excelencias, a quienes en secreto habían informado de cuanto había procurado en favor
suyo, me invitaron a visitar aquel reino en nombre del emperador, su señor, y me pidieron
que les diese alguna muestra de mi fuerza colosal, de la que habían oído tantas maravillas,
en lo cual les complací. Pero no quiero molestar al lector con estos detalles.
Cuando hube entretenido algún tiempo a Sus Excelencias, con infinita satisfacción y
sorpresa por su parte, les pedí que me hiciesen el honor de presentar mis más humildes
respetos al emperador, su señor, la fama de cuyas virtudes tenía tan justamente lleno de
admiración al mundo entero, y a cuya real persona tenía resuelto ofrecer mis servicios antes
de regresar a mi país. De consiguiente, la próxima vez que tuve el honor de ver a nuestro
emperador pedí su real licencia para hacer una visita al monarca blefuscudiano, licencia que
se dignó concederme, según pude claramente advertir, de muy fría manera. Pero no pude
adivinar la razón, hasta que cierta persona vino a contarme misteriosamente que Flimnap y
Bolgolam habían presentado mi trato con aquellos embajadores como una prueba de
desafecto, culpa de la que puedo asegurar que mi corazón era por completo inocente. Y ésta
fue la primera ocasión en que empecé a concebir idea, aunque imperfecta, de lo que son
cortes y ministros.
Es de notar que estos embajadores me hablaron por medio de un intérprete, pues los
idiomas de ambos imperios se diferencian entre sí tanto como dos cualesquiera de Europa,
y cada nación se enorgullece de la antigüedad, belleza y energía de su propia lengua y
siente un manifiesto desprecio por la de su vecino. No obstante, nuestro emperador,
valiéndose de la ventaja que le daba la toma de la flota, les obligó a presentar sus
credenciales y pronunciar su discurso en lengua liliputiense. Debe, sin embargo,
reconocerse que a consecuencia de las amplias relaciones de ambos reinos en el campo del
comercio y los negocios; del continuo recibimiento de desterrados, que entre ellos es
mutuo, y de la costumbre que hay en cada imperio de enviar al otro a los jóvenes de la
nobleza y de las más acaudaladas familias principales para que se afinen viendo mundo y
estudiando hombres y costumbres, hay pocas personas de distinción, así como comerciantes
y hombres de mar que viven en las regiones marítimas, que no sepan sostener una
conversación en ambas lenguas. Así pude apreciarlo algunas semanas después, cuando fuí a
ofrecer mis respetos al emperador de Blefuscu; visita que, en medio de las grandes
desdichas que me acarreó la maldad de mis enemigos, resultó para mí muy feliz aventura,
como referiré en el oportuno lugar.
Recordará el lector que cuando firmé los artículos en virtud de los cuales recobré la
libertad, había algunos que me disgustaban por demasiado serviles, y a los cuales sólo me
podía obligar a someterme una necesidad extrema. Pero siendo ya como era un nardac del
más alto rango del imperio, tales oficios se consideraron por bajo de mi dignidad, y el
emperador -dicho sea en justicia- nunca jamás me los mencionó.
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Capítulo 6
De los habitantes de Liliput: sus estudios, leyes y costumbres y modo de educar a sus hijos.
-El método de vida del autor en aquel país. -Vindicación que hizo de una gran dama.
Aunque es mi propósito dejar la descripción de este imperio para un tratado particular,
me complace, en tanto, obsequiar al curioso lector con algunas nociones generales. De poco
menos de seis pulgadas de alto los naturales de estatura media, hay exacta proporción en los
demás animales, así como en árboles y plantas. Por ejemplo: los caballos y bueyes más
grandes tienen de cuatro a cinco pulgadas de altura; los carneros, pulgada y media, poco
más o menos; los gansos, el tamaño de un gorrión aproximadamente; y así las varias
gradaciones en sentido descendente, hasta llegar a los más pequeños, que para mi vista eran
casi imperceptibles. Pero la Naturaleza ha adaptado los ojos de los liliputienses a todos los
objetos propios para su visión; ven con gran exactitud, pero no a gran distancia. Como
testimonio de la agudeza de su vista para los objetos cercanos puedo mencionar la diversión
que me produjo observar cómo un cocinero pelaba una calandria que no llegaba al tamaño
de una mosca corriente, y cómo una niña enhebraba una aguja invisible con una seda
invisible. Sus árboles más crecidos son de unos siete pies de altura; me refiero a algunos de
los existentes en el gran parque real, y a las copas de los cuales llegaba yo justamente con
el puño. Los otros vegetales están en la misma proporción; pero esto lo dejo a la
imaginación de los lectores.
Solamente diré ahora algo acerca de la cultura, que durante largas épocas ha florecido en
aquel pueblo en todas sus ramas. La manera de escribir es muy particular, pues no escriben
ni de izquierda a derecha, como los europeos, ni de derecha a izquierda, como los árabes, ni
de arriba abajo, como los chinos, sino oblicuamente, de uno a otro ángulo del papel, como
las señoras de Inglaterra.
Entierran sus muertos con la cabeza para abajo, porque tienen la idea de que dentro de
once mil lunas todos se levantarán otra vez, y que al cabo de este período la Tierra -que
ellos juzgan plana- se volverá de arriba abajo, y gracias a este medio, cuando resuciten se
encontrarán de pie. Los eruditos confiesan el absurdo de esta doctrina; pero la práctica
sigue, en condescendencia con el vulgo.
Hay en este imperio algunas leyes y costumbres muy particulares; y si no fuesen tan por
completo contrarias a las de mi querido país, me darían ganas de decir algo en su
justificación. Sólo sería de desear que se cumpliesen. La primera de que hablaré se refiere a
los espías. Todos los crímenes contra el Estado se castigan con la mayor severidad; pero si
la persona acusada demuestra plenamente su inocencia en el proceso, inmediatamente se da
al acusador muerte ignominiosa, y de sus bienes muebles y raíces es cuatro veces
indemnizada la persona inocente, por la pérdida de tiempo, por el peligro a que estuvo
expuesta, por las molestias de su prisión y por todos los gastos que haya tenido que hacer
para su defensa. Si el fondo no alcanza es generosamente completado por la Corona. El
emperador, asimismo, confiere al interesado alguna pública prueba de su gracia y se hace
por la ciudad la proclamación de su inocencia.
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Consideran allí el fraude como un crimen mayor que el robo, y, por consecuencia, rara
vez dejan de castigarlo con la muerte porque sostienen ellos que el cuidado y la vigilancia,
practicados con el común entendimiento, pueden preservar de los ladrones los bienes de un
hombre, mientras que la honradez no tiene defensa contra una astucia superior; y como es
necesario que haya perpetuas relaciones de compra y venta y comercio a crédito, donde se
permite y tolera el fraude, o donde no hay leyes para castigarlo, el comerciante más
honrado sale siempre perdiendo y el bribón saca la ventaja. Recuerdo que en una ocasión
intercedía yo con el rey por un criminal que había perjudicado a su amo en una gran
cantidad de dinero recibido por orden, y con el cual se escapó; y como dijese a Su
Majestad, a modo de atenuación, que se trataba sólo de un abuso de confianza, el
emperador encontró monstruoso que yo presentase como defensa la mayor agravación de su
crimen; y la verdad es que al contestarle tuve bien poco que añadir a la respuesta usual de
que las diferentes naciones tienen diferentes costumbres, porque confieso que quedé
enteramente confundido.
Aunque nosotros, generalmente llamarnos al premio y al castigo los goznes sobre que
gira todo gobierno, nunca vi que pusiera en práctica esta máxima nación ninguna, a
excepción de Liliput. Quienquiera que allí pueda probar suficientemente que ha observado
con puntualidad las leyes de su país durante setenta y tres lunas, tiene derecho a ciertos
privilegios, de acuerdo con su calidad y la condición de su vida, unidos a una cantidad de
dinero proporcionada, que sale de un fondo afecto a este uso.Asimismo adquiere el título de
sninall, o sea legal, que se agrega a su apellido, pero que no pasa a la descendencia.
Aquellas gentes creyeron enorme defecto de nuestra política lo que yo les referí acerca de
obligar nuestras leyes sólo por el castigo, sin mencionar el premio para nada. Por esta
razón, la imagen de la Justicia en sus tribunales está representada con seis ojos: dos delante,
dos detrás y uno a cada lado, que significan circunspección, más una bolsa de oro abierta en
la mano derecha y una espada envainada en la izquierda, con que se quiere mostrar que está
mejor dispuesta para el premio que para el castigo.
Al escoger personas para cualquier empleo se mira más la moralidad que las grandes
aptitudes; pues dado que el gobierno es necesario a la Humanidad, suponen allí que el nivel
general del entendimiento humano ha de convenir a un oficio u otro, y que la Providencia
nunca pudo pretender hacer de la administración de los negocios públicos un misterio que
sólo comprendan algunas personas de genio sublime, de las que por excepción nacen tres
en una misma época. Piensan, por el contrario, que la verdad, la justicia, la moderación y
sus semejantes residen en todos los hombres, y que la práctica de estas virtudes, asistidas
por la experiencia y una recta intención, capacitan a cualquier hombre para el servicio de su
país, salvo aquellos casos en que se requieran estudios especiales. Y creían por de contado
que la falta de virtudes morales estaba tan lejos de poder suplirse con dotes superiores de
inteligencia, que nunca debían ponerse cargos en manos tan peligrosas como las de gentes
que merecieran tal concepto, pues, cuando menos, los errores cometidos por ignorancia con
honrado propósito jamás serían de tan fatales consecuencias para el bien público como las
prácticas de un hombre inclinado a la corrupción y de grandes aptitudes para conducir y
multiplicar y defender sus corrupciones.
Del mismo modo, no creer en una Divina Providencia incapacita a un hombre para
desempeñar cargos públicos; porque, dado que los reyes se proclaman a sí Mismos
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diputados de la Providencia, los liliputienses entienden que no hay nada más absurdo en un
príncipe que dar empleos a hombres que niegan la autoridad en nombre de la cual ellos se
conducen.
Al hablar de estas y de las siguientes leyes quiero que se entienda que me refiero sólo a
las instituciones originales, y no a la escandalosa corrupción en que este pueblo ha caído a
causa de la degenerada naturaleza del hombre; pues por lo que toca a esa vergonzosa
práctica de obtener altos cargos haciendo volatines, o divisas de favor y distinción saltando
por encima de varillas o arrastrándose bajo ellas, ha de saber el lector que fue introducida
por el abuelo del emperador hoy reinante, y ha prosperado a tal punto por el incremento
gradual de partidos y facciones.
La ingratitud allí es un crimen capital, como leemos que lo ha sido en algunos otros
países; porque -razonan ellos- aquel que paga con maldad a su bienhechor ha de ser
necesariamente un enemigo común del resto de la Humanidad, que no le ha hecho beneficio
ninguno, y, por lo tanto, tal hombre no es a propósito para esta vida.
Sus nociones respecto de los deberes de padres e hijos difieren extremadamente de las
nuestras. De ningún modo conceden que un niño está obligado a su padre por haberlo
engendrado, ni a su madre por haberlo traído al mundo; lo cual, teniendo en cuenta las
miserias de la vida humana, no es un beneficio en sí mismo, ni tampoco fue la intención de
sus padres, cuyo pensamiento durante sus lides amorosas tenía bien distinta ocupación. Por
estos y otros parecidos razonamientos, es su opinión que los padres son los últimos a
quienes debe confiarse la educación de sus propios hijos, y, en consecuencia, hay en cada
edad establecimientos públicos, adonde todos los padres, con excepción de los aldeanos y
los labradores, están obligados a llevar a sus pequeños de uno y otro sexo para que los críen
y eduquen así que llegan a la edad de veinte lunas, tiempo en que ya se les suponen algunos
rudimentos de docilidad. Estos seminarios son de varias categorías, acomodadas a las
diferentes clases, y para ambos sexos. Tienen profesores especialmente hábiles en la
educación de niños para la condición de vida conveniente a la alcurnia de sus padres y a la
propia capacidad de cada uno, así como a las particulares inclinaciones. Diré primero algo
de los establecimientos para varones, y luego de los de hembras.
Los seminarios para niños varones de noble o eminente cuna cuentan con graves y
cultos profesores y sus correspondientes auxiliares. Las ropas y el alimento de los niños son
sencillos y simples. Se educa a éstos en los principios de honor, justicia, valor, modestia,
clemencia, religión y amor de su país; se les tiene siempre dedicados a algún quehacer,
excepto en las horas de comer y dormir, que son muy pocas, y en las dos que se destinan a
recreo, que consiste en ejercicios corporales. Son vestidos por hombres hasta que tienen
cuatro años de edad, y a partir de entonces se les obliga a vestirse solos, por elevado que
sea su rango, y las mujeres ayudantes, que proporcionalmente tienen la edad de las nuestras
de cincuenta años, realizan sólo los trabajos serviles. No se tolera a los niños que hablen
nunca con criados, sino que han de ir juntos, en grupos mayores o menores, a esparcirse en
sus recreos, y siempre en presencia de un profesor o auxiliar; así se evitan esas tempranas
perniciosas impresiones de insensatez y vicio a que nuestros niños están sujetos. A los
padres sólo se les tolera que los vean dos veces al año; la visita no dura más de una hora. Se
les consiente que besen al niño al llegar y al marcharse; pero un profesor, que siempre está
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presente en tales ocasiones, no les tolera de ningún modo que cuchicheen, ni que usen de
expresiones de mimo ni que les lleven regalos de juguetes, dulces o cosa parecida.
La pensión para la educación y el mantenimiento de los niños se encargan de cobrarla a
las familias, por medio de embargo, los oficiales del emperador, en caso de no haber sido
debidamente satisfecha.
Los establecimientos para niños de familias de posición media, como comerciantes,
traficantes y menestrales, funcionan proporcionalmente según el mismo sistema, sólo que
los que han de dedicarse a oficio empiezan el aprendizaje a los once años, mientras los de
las personas de calidad continúan sus ejercicios hasta los quince, que corresponden a los
veinticinco entre nosotros, aunque su reclusión va perdiendo gradualmente en rigor durante
los tres años últimos.
En los seminarios para hembras, las niñas de calidad son educadas casi lo mismo que los
varones, sólo que las viste reposada servidumbre de su mismo sexo, pero siempre en
presencia de un profesor o auxiliar, hasta que se visten ellas solas, que es cuando llegan a
los cinco años. Si se descubre que estas niñeras intentan alguna vez distraer a las niñas con
cuentos terroríficos o estúpidos, o con alguno de los disparates que acostumbran las
doncellas entre nosotros, son públicamente paseadas con azotes tres vueltas a la ciudad,
encarceladas por un año y desterradas de por vida a la parte más desolada del país. De este
modo las señoritas sienten tanta vergüenza como los hombres, de ser cobardes y
melindrosas, y desprecian todo adorno personal que vaya más allá de lo decente y lo
limpio; ni tampoco advierten en su educación diferencia ninguna basada en la diferencia de
sexo, a no ser que los ejercicios femeninos nunca llegan a ser tan duros, que se les instruye
en algunas reglas referentes a la vida doméstica, y que se les asigna un plan menos amplio
de estudios. Es allí una máxima que, entre gentes de calidad, la esposa debe ser siempre una
discreta y agradable compañía, ya que no puede ser siempre joven. Cuando las muchachas
llegan a los doce años, que es entre ellos la edad del matrimonio, sus padres o tutores se las
llevan a casa con vivas expresiones de gratitud para los profesores, y rara vez sin lágrimas
de la señorita y de sus compañeras. En los colegios para hembras de más baja categoría se
enseña a las niñas toda clase de trabajos propios de su sexo y de sus varios rangos. Las
destinadas a aprendizajes salen a los siete años, y las demás siguen hasta los once.
Las familias modestas que tienen niños en estos colegios, además de la pensión anual,
que es todo lo más reducida posible, tienen que entregar al administrador del colegio una
pequeña parte de sus entradas mensuales, destinada a constituir un patrimonio para el niño,
y, en consecuencia, la ley limita los gastos a todos los padres, porque estiman los
liliputienses que nada puede haber tan injusto como que las gentes, en satisfacción de sus
propios apetitos, traigan niños al mundo y dejen al común la carga de sostenerlos. En
cuanto a las personas de calidad, dan garantía de apropiar a cada niño una cantidad
determinada, de acuerdo con su condición, y estos fondos se administran siempre con
buena economía y con la justicia más rigurosa.
Los aldeanos y labradores conservan a sus hijos en casa, ya que su ocupación ha de ser
sólo labrar y cultivar la tierra, y, por tanto, su educación, de poca consecuencia para el
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común. A los pobres y enfermos se les recoge en hospitales, porque la mendicidad es un
oficio desconocido en este imperio.
Y ahora quizá pueda interesar al lector curioso que yo le dé alguna cuenta de mis
asuntos particulares y de mi modo de vivir en aquel país durante una residencia de nueve
meses y trece días. Como tengo idea para las artes mecánicas, y como también me forzaba
la necesidad, me había hecho una mesa y una silla bastante buenas valiéndome de los
mayores árboles del parque real. Se dedicaron doscientas costureras a hacerme camisas y
lienzos para la cama y la mesa, todo de la más fuerte y basta calidad que pudo encontrarse,
y, sin embargo, tuvieron que reforzar este tejido dándole varios dobleces, porque el más
grueso era algunos puntos más fino que la batista. Las telas tienen generalmente tres
pulgadas de ancho, y tres pies forman una pieza. Las costureras me tomaron medida
acostándome yo en el suelo y subiéndoseme una en el cuello y otra hacia media pierna, con
una cuerda fuerte, que sostenían extendida una por cada punta, mientras otra tercera medía
la longitud de la cuerda con una regla de una pulgada de largo. Luego me midieron el dedo
pulgar de la mano derecha, y no necesitaron más, pues por medio de un cálculo
matemático, según el cual dos veces la circunferencia del dedo pulgar es una vez la
circunferencia de la muñeca, y así para el cuello y la cintura, y con ayuda de mi camisa
vieja, que extendí en el suelo ante ellas para que les sirviese de patrón, me asentaron las
nuevas perfectamente. Del mismo modo se dedicaron trescientos sastres a hacerme
vestidos; pero ellos recurrieron a otro expediente para tomarme medida. Me arrodillé, y
pusieron una escalera de mano desde el suelo hasta mi cuello; uno subió por esta escalera y
dejó caer desde el cuello de mi vestido al suelo una plomada cuya cuerda correspondía en
largo al de mi casaca, pero los brazos y la cintura, me los medí yo mismo. Cuando estuvo
acabado mi traje, que hubo que hacer en mi misma casa, pues en la mayor de las suyas no
hubiera cabido, tenía el aspecto de uno de esos trabajos de retacitos que hacen las señoras
en Inglaterra, salvo que era todo de un mismo color.
Disponía yo de trescientos cocineros para que me aderezasen los manjares, alojados en
pequeñas barracas convenientemente edificadas alrededor de mi casa, donde vivían con sus
familias. Me preparaban dos platos cada uno. Cogía con la mano veinte camareros y los
colocaba sobre la mesa, y un centenar más me servían abajo en el suelo, unos llevando
platos de comida y otros barriles de vino y diferentes licores, cargados al hombro, todo lo
cual subían los camareros de arriba, cuando yo lo necesitaba, en modo muy ingenioso,
valiéndose de unas cuerdas, como nosotros subimos el cubo de un pozo en Europa. Cada
plato de comida hacía por un buen bocado, y cada barril, por un trago razonable. Su cordero
cede al nuestro, pero su vaca es excelente. Una vez comí un lomo tan grande, que tuve que
darle tres bocados; pero esto fue raro. Mis servidores se asombraban de verme comerlo con
hueso y todo, como en nuestro país hacemos con las patas de las calandrias. Los gansos y
los pavos me los comía de un bocado por regla general, y debo confesar que aventajan con
mucho a los nuestros. De las aves más pequeñas podía coger veinte o treinta con la punta de
mi navaja.
Un día, Su Majestad Imperial, informado de mi método de vida, expresó el deseo de
tener él y de que tuviera su real consorte, así como los jóvenes príncipes de la sangre de
ambos sexos, el gusto -como él se dignó decir- de comer conmigo. En consecuencia
vinieron, y yo los coloqué en tronos dispuestos sobre mi mesa, justamente frente a mí,
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rodeados de su guardia. Flimnap, gran tesorero, asistía allí de igual modo, en la mano el
blanco bastón, insignia de su cargo, y observé que frecuentemente me miraba con agrio
semblante, lo que hice ademán de no ver. Lejos de ello, comí más que de costumbre, en
honor a mi querido país, así como para llenar de admiración a la corte. Tengo mis razones
particulares para creer que esta visita de Su Majestad dio a Flimnap ocasión para hacerme
malos oficios con su señor. Este ministro había sido siempre mi secreto enemigo, aunque
exteriormente me halagaba más de lo que era costumbre en la aspereza de su genio. Pintó al
monarca la triste situación de su tesoro: cómo se veía obligado a negociar empréstitos con
gran descuento; cómo los vales reales no circularían a menos de nueve por ciento bajo la
par; cómo, en fin, yo había costado a Su Majestad por encima de millón y medio de sprugs
-la mayor moneda de oro de ellos, aproximadamente del tamaño de una lentejuela-, y, en
resumidas cuentas, cuán prudente sería en el emperador aprovechar la primera ocasión
favorable para deshacerse de mí.
Debo aquí vindicar la reputación de una distinguida dama que fue víctima inocente a
costa mía. El tesorero dio en sentirse celoso de su mujer, por culpa de ciertas malas lenguas
que le informaron de que su gracia había concebido una violenta pasión por mi persona, y
durante algún tiempo cundió por la corte el escándalo de que ella había venido una vez
secretamente a mi alojamiento. Declaro solemnemente que esto es una infame invención,
sin ningún fundamento, fuera de que su gracia se dignaba tratarme con todas las inocentes
muestras de confianza y amistad. Confieso que venía a menudo a mi casa, pero siempre
públicamente y nunca sin tres personas más en el coche, que eran generalmente su
hermana, su joven hija y alguna amistad particular; pero lo mismo hacían otras muchas
damas de la corte. Y además apelo a todos mis criados para que digan si alguna vez vieron
a mi puerta coche ninguno sin saber a qué personas llevaba. En tales ocasiones, cuando un
criado me pasaba el anuncio, era mi costumbre salir inmediatamente a la puerta, y, luego de
ofrecer mis respetos, tomar el coche y los dos caballos cuidadosamente en mis manos -
porque si los caballos eran seis, el postillón desenganchaba cuatro siempre- y ponerlos
encima de la mesa, donde había colocado yo un cerco desmontable todo alrededor, de cinco
pulgadas de alto, para evitar accidentes. Con frecuencia he tenido al mismo tiempo cuatro
coches con sus caballos sobre mi mesa, llena de visitantes, mientras yo, sentado en mi silla,
inclinaba la cabeza hacia ellos; y cuando yo departía con un grupo, el cochero paseaba a los
otros lentamente alrededor de la mesa. He pasado muchas tardes muy agradables en estas
conversaciones; pero desafío al tesorero y a sus dos espías -se me antoja citarlos por sus
nombres y allá se las hayan después-, Clustril y Drunlo, a que prueben que me visitó nunca
nadie de incógnito, salvo el secretario Reldresal, que fue enviado por mandato expreso de
Su Majestad Imperial, como antes he referido. No me hubiese detenido tanto en este
particular a no tratarse de un punto que toca tan cerca a la reputación de una gran señora,
para no decir nada de la mía propia, aunque yo tenía entonces el honor de ser nardac, lo que
no es el tesorero, pues todo el mundo sabe que sólo es glumlum, titulo inferior en un grado,
como el de marqués lo es al de duque en Inglaterra, aunque esto no quita para que yo
reconozca que él estaba por encima de mí en razón de su cargo. Estos falsos informes, que
llegaron después a mi conocimiento por un accidente de que no es oportuno hablar,
hicieron que Flimnap, el tesorero, pusiera durante algún tiempo mala cara a su señora, y a
mí peor; y aunque al fin se desengañó y se reconcilió con ella, yo perdí todo crédito con él
y vi decaer rápidamente mi influencia con el mismo emperador, quien, sin duda, se dejaba
influir demasiado por aquel favorito.
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Capítulo 7
El autor, informado de que se pretende acusarle de alta traición, huye a Blefuscu. -Su
recibimiento allí.
Antes de proceder a dar cuenta de mi salida de este reino puede resultar oportuno enterar
al lector de una intriga secreta que durante dos meses estuvo urdiéndose contra mí.
Yo, hasta entonces, había ignorado siempre lo que eran cortes, pues me inhabilitaba para
relacionarme con ellas lo modesto de mi condición. Desde luego, había oído hablar y leído
bastante acerca de las disposiciones de los grandes príncipes y los ministros; pero nunca
esperé encontrarme con tan terribles efectos de ellas en un país tan remoto y regido, a lo
que yo suponía, por máximas muy diferentes de las de Europa.
Estaba disponiéndome yo para rendir homenaje al emperador de Blefuscu, cuando una
persona significada de la corte -a quien yo una vez había servido muy bien, con ocasión de
haber ella incurrido en el más profundo desagrado de Su Majestad Imperial- vino a mi casa
muy secretamente, de noche, en una silla de mano, y, sin dar su nombre, pidió ser recibida.
Despedidos los silleteros, me metí la silla con su señoría dentro, en el bolsillo de la casaca,
y dando órdenes a un criado de confianza para que dijese que me sentía indispuesto y me
había acostado, aseguré la puerta de mi casa, coloqué la silla de mano sobre la mesa, según
era mi costumbre, y me senté al lado. Una vez que hubimos cambiado los saludos de rigor,
como yo advirtiese gran preocupación en el semblante de su señoría y preguntase la razón
de ello, me pidió que le escuchase con paciencia sobre un asunto que tocaba muy de cerca a
mi honor y a mi vida. Su discurso fue así concebido, pues tomé notas de él tan pronto como
quedé solo.
-Habéis de saber -dijo- que recientemente se han reunido varias comisiones de consejo
con el mayor secreto y sois vos el motivo; y hace no más que dos días que Su Majestad ha
tomado una resolución definitiva. Sabéis muy bien que Skyresh Bolgolam, galvet -o sea
almirante-, ha sido vuestro mortal enemigo casi desde que llegasteis. No sé las razones en
que se funde; pero su odio ha aumentado a partir de vuestra gran victoria contra Blefuscu,
con la cual su gloria como almirante está muy obscurecida. Este señor, en unión de
Flimnap, el gran tesorero -cuya enemiga contra vos es notoria a causa de su señora-;
Limtoc, el general; Lalcon, el chambelán, y Balmull, el gran justicia, han redactado en
contra vuestra artículos de acusación por traición y otros crímenes capitales.
Este prefacio me alteró en tales términos, consciente como estaba yo de mis
merecimientos y mi inocencia, que estuve a punto de interrumpir, cuando él me suplicó que
guardara silencio, y prosiguió de esta suerte:
-Llevado de la gratitud por los favores que me habéis dispensado, me procuré informes
de todo el proceso y una copia de los artículos, con lo cual arriesgué mi cabeza en servicio
vuestro.
ARTÍCULOS DE ACUSACIÓN CONTRA QUINBUS FLESTRIN (EL HOMBREMONTAÑA)
Jonathan Swift: Viajes de Gulliver
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Artículo I
«Que el citado Quinbus Flestrin, habiendo traído la flota imperial de Blefuscu al puerto
real, y habiéndole después ordenado Su Majestad Imperial capturar todos los demás barcos
del citado imperio de Blefuscu y reducir aquel imperio a la condición de provincia, que
gobernase un virrey nuestro, y destruir y dar muerte no sólo a todos los desterrados
anchoextremistas, sino asimismo a toda la gente de aquel imperio que no abjurase
inmediatamente de la herejía anchoextremista, él, el citado Flestrin, como un desleal traidor
contra Su Muy Benigna y Serena Majestad Imperial, pidió ser excusado del citado servicio
bajo el pretexto de repugnancia a forzar conciencias y a destruir las libertades y las vidas de
pueblos inocentes.
Artículo II
»Que siendo así que determinados embajadores llegaron de la corte de Blefuscu a pedir
paz a la corte de Su Majestad, el citado Flestrin, como un desleal traidor, ayudó, patrocinó,
alentó y advirtió a los citados embajadores, aunque sabía que se trataba de servidores de un
príncipe que recientemente había sido enemigo declarado de Su Majestad Imperial y estado
en guerra declarada contra su citada Majestad.
Artículo III
»Que el citado Quinbus Flestrin, en contra de los deberes de todo súbdito fiel, se
dispone actualmente a hacer un viaje a la corte e imperio de Blefuscu, para lo cual sólo ha
recibido permiso verbal de Su Majestad Imperial, y so color del citado permiso pretende
deslealmente y traidoramente emprender el citado viaje, y, en consecuencia, ayudar, alentar
y patrocinar al emperador de Blefuscu, tan recientemente enemigo y en guerra declarada
con Su Majestad Imperial antedicha.
»Hay algunos otros artículos, pero éstos son los mas importantes, y de ellos os he leído
un extracto.
»En el curso de los varios debates habidos en esta acusación hay que reconocer que Su
Majestad dio numerosas muestras de su gran benignidad, invocando con frecuencia los
servicios que le habíais prestado y tratando de atenuar vuestros crímenes. El tesorero y el
almirante insistieron en que se os debería dar la muerte más cruel e ignominiosa, poniendo
fuego a vuestra casa durante la noche y procediendo el general con veinte mil hombres
armados de flechas envenenadas a disparar contra vos, apuntando a la cara y a las manos.
Algunos servidores vuestros debían recibir orden secreta de esparcir en vuestras camisas y
sábanas un jugo venenoso que pronto os haría desgarrar vuestras propias carnes con
vuestras manos y morir en la más espantosa tortura. El general se sumó a esta opinión, así
que durante largo plazo hubo mayoría en contra vuestra; pero Su Majestad, resuelto a
salvaros la vida si era posible, pudo por último disuadir al chambelán.
»Reldresal, secretario principal de Asuntos Privados, que siempre se proclamó vuestro
amigo verdadero, fue requerido por el emperador para que expusiera su opinión sobre este
punto, como así lo hizo, y con ello acreditó el buen concepto en que le tenéis. Convino en
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que vuestros crímenes eran grandes, pero que, no obstante, había lugar para la gracia, la
más loable virtud en los príncipes, y por la cual Su Majestad era tan justamente alabado.
Dijo que la amistad entre vos y él era tan conocida en todo el mundo, que quizá el
ilustrísimo tribunal tuviera su juicio por interesado. Sin embargo, obedeciendo al mandato
que había recibido, descubriría libremente sus sentimientos. Si Su Majestad, en
consideración a vuestros servicios y siguiendo su clemente inclinación, se dignara dejaros
la vida y dar orden solamente de que os sacaran los dos ojos, él suponía, salvando los
respetos, que con esta medida la justicia quedaría en cierto modo satisfecha y todo el
mundo aplaudiría la benignidad del emperador, así como la noble y generosa conducta de
quienes tenían el honor de ser sus consejeros. La pérdida de vuestros ojos -argumentaba élno serviría de impedimento a vuestra fuerza corporal, con la que aun podíais ser útil a Su
Majestad. La ceguera aumenta el valor ocultándonos los peligros, y el miedo que tuvisteis
por vuestros ojos os fue la mayor dificultad para traer la flota enemiga. Y, finalmente, que
os sería bastante ver por los ojos de los ministros, ya que los más grandes príncipes no
suelen hacer de otro modo.
»Esta proposición fue acogida con la desaprobación mas completa por toda la Junta.
Bolgolam, el almirante, no pudo contener su cólera, antes bien, levantándose enfurecido,
dijo que se admiraba de cómo un secretario se atrevía a dar una opinión favorable a que se
respetase la vida de un traidor, que los servicios que habíais hecho eran, según todas las
verdaderas razones de Estado, la mayor agravación de vuestros crímenes; que la misma
fuerza que os permitió traer la flota enemiga podría serviros para devolverla al primer
motivo de descontento; que tenía firmes razones para pensar que erais un
estrechoextremista en el fondo de vuestro corazón, y que, como la traición comienza en el
corazón antes de manifestarse en actos descubiertos, él os acusaba de traidor con este
motivo, e insistía, por tanto, en que se os diera la muerte.
»El tesorero fue de la misma opinión. Expuso a qué estrecheces se veían reducidas las
rentas de Su Majestad por la carga de manteneros, que pronto habría llegado a ser
insoportable, y aun añadió que la medida propuesta por el secretario, de sacaros los ojos,
lejos de remediar este mal lo aumentaría, como lo hace manifiesto la práctica acostumbrada
de cegar a cierta clase de aves, que así comen más de prisa y engordan más pronto. A su
juicio, Su Sagrada Majestad y el Consejo, que son vuestros jueces, estaban en conciencia
plenamente convencidos de vuestra culpa, lo que era suficiente argumento para condenaros
a muerte sin las pruebas formales requeridas por la letra estricta de la ley.
»Pero Su Majestad Imperial, resueltamente dispuesto en contra de la pena capital, se
dignó graciosamente decir que, cuando al Consejo le pareciese la pérdida de vuestros ojos
un castigo demasiado suave, otros había que poderos infligir después. Y vuestro amigo el
secretario, pidiendo humildemente ser oído otra vez, en respuesta a lo que el tesorero había
objetado en cuanto a la gran carga que pesaba sobre su Majestad con manteneros, dijo que
Su Excelencia, que por sí solo disponía de las rentas del emperador, podía fácilmente
prevenir este mal con ir aminorando vuestra asignación, de modo que, falto de alimentación
suficiente, fuerais quedándoos flojo y extenuado, perdierais el apetito y os consumierais en
pocos meses. Tampoco sería entonces -tan peligroso el hedor de vuestro cadáver, reducido
como estaría a menos de la mitad; e inmediatamente después de vuestra muerte, cinco o
seis mil súbditos de Su Majestad podían en dos o tres días quitar toda vuestra carne de
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vuestros huesos, transportarla a carretadas y enterrarla en diferentes sitios para evitar
infecciones, dejando el esqueleto como un monumento de admiración para la posteridad.
»De este modo, gracias a la gran amistad del secretario, quedó concertado el asunto. Se
encargó severamente que el proyecto de mataros de hambre poco a poco se mantuviera
secreto; pero la sentencia de sacaros los ojos había de trasladarse a los libros; no disintiendo
ninguno, excepto Bolgolam, el almirante, quien, hechura de la emperatriz, era
continuamente instigado por ella para insistir en vuestra muerte.
»En un plazo de tres días vuestro amigo el secretario recibirá el encargo de venir a
vuestra casa y leeros los artículos de acusación, y luego daros a conocer la gran clemencia y
generosidad de Su Majestad y de su Consejo, gracias a la cual se os condena solamente a la
pérdida de los ojos, a lo que Su Majestad no duda que os someteréis agradecida y
humildemente. Veinte cirujanos de Su Majestad, para que la operación se lleve a efecto de
buen modo, procederán a descargaros afiladísimas flechas en las niñas de los ojos estando
vos tendido en el suelo.
»Dejo a vuestra prudencia qué medidas debéis tomar; y, para evitar sospechas, me
vuelvo inmediatamente con el mismo secreto que he venido.»
Así lo hizo su señoría, y yo quedé solo, sumido en dudas y perplejidades.
Era costumbre introducida por este príncipe y su Ministerio -muy diferente, según me
aseguraron, de las prácticas de tiempos anteriores- que una vez que la corte había decretado
una ejecución cruel fuese para satisfacer el resentimiento del monarca o la mala intención
de un favorito-, el emperador pronunciase un discurso a su Consejo en pleno exponiendo su
gran clemencia y ternura, cualidades sabidas y confesadas por el mundo entero. Este
discurso se publicaba inmediatamente por todo el reino, y nada aterraba al pueblo tanto
como estos encomios de la clemencia de Su Majestad, porque se había observado que
cuando más se aumentaban estas alabanzas y se insistía en ellas, más inhumano era el
castigo y más inocente la víctima. Y en cuanto a mí, debo confesar que, no estando
designado para cortesano ni por nacimiento ni por educación, era tan mal juez en estas
cosas, que no pude descubrir la clemencia ni la generosidad de esta sentencia; antes bien, la
juzgué -quizá erróneamente- más rigurosa que suave. A veces pensaba en tomar mi defensa
en el proceso; pues, aun cuando no podía negar los hechos alegados en los varios artículos,
confiaba en que pudieran admitir alguna atenuación. Pero habiendo examinado en mi vida
atentamente muchos procesos de Estado y visto siempre que terminaban según a los jueces
convenía, no me atreví a confiarme a tan peligrosa determinación en coyuntura tan crítica y
frente a enemigos tan poderosos. En una ocasión me sentí fuertemente inclinado a la
resistencia, ya que, estando en libertad como estaba, difícilmente hubiera podido
someterme toda la fuerza de aquel imperio, y yo podía sin trabajo hacer trizas a pedradas la
metrópoli; pero en seguida rechacé este proyecto con horror al recordar el juramento que
había hecho al emperador, los favores que había recibido de él y el alto título de nardac que
me había conferido. No había aprendido la gratitud de los cortesanos tan pronto que pudiera
persuadirme a mí mismo de que las presentes severidades de Su Majestad me relevaban de
todas las obligaciones anteriores.
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Por fin tomé una resolución que es probable que me valga algunas censuras, y no
injustamente, pues confieso que debo el conservar mis ojos, y por lo tanto mi libertad, a mi
grande temeridad y falta de experiencia; porque si yo hubiese conocido entonces la
naturaleza de los príncipes y los ministros como luego la he observado en otras muchas
cortes, y sus sistemas de tratar a criminales menos peligrosos que yo, me hubiera sometido
a pena tan suave con gran alegría y diligencia. Pero empujado por la precipitación de la
juventud y disponiendo del permiso de Su Majestad Imperial para rendir homenaje al
emperador de Blefuscu, aproveché esta oportunidad antes de que transcurriesen los tres días
para enviar una carta a mi amigo el secretario comunicándole mi resolución de partir
aquella misma mañana para Blefuscu, ateniéndome a la licencia que había recibido; y sin
aguardar respuesta, marché a la parte de la isla donde estaba nuestra flota. Cogí un gran
buque de guerra, até un cable a la proa, y después de levar anclas me desnudé, puse mis
ropas -juntas con mi colcha, que me había llevado bajo el brazo- en el buque, y, tirando de
él, ya vadeando, ya nadando, llegué al puerto de Blefuscu, donde las gentes llevaban
esperándome largo tiempo.
Me enviaron dos guías para que me encaminasen a la capital que lleva el mismo
nombre. Los llevé en las manos hasta que llegué a doscientas yardas de las puertas y les
rogué que comunicasen mi llegada a uno de los secretarios y le hiciesen saber que esperaba
allí las órdenes de Su Majestad. Al cabo de una hora obtuve respuesta de que Su Majestad,
acompañado de la familia real y de los magnates de la corte, salía a recibirme. Avancé cien
yardas. El emperador y su comitiva se apearon de sus caballos, la emperatriz y las damas de
sus coches, y no advertí en ellos temor ni inquietud alguna. Me acosté en el suelo para
besar la mano de Su Majestad y de la emperatriz. Dije a Su Majestad que había ido en
cumplimiento de mi promesa y con permiso del emperador, mi dueño, a tener el honor de
ver a un monarca tan poderoso y de ofrecerle cualquier servicio de que yo fuese capaz y se
aviniese con mis deberes hacia mi propio príncipe, no diciendo una palabra acerca de la
desgracia en que había caído, puesto que a la sazón no tenía yo informes ofíciales de ella y
podía fingirme por completo ignorante de tal designio. Ni tampoco podía razonablemente
pensar que el emperador descubriese el secreto estando yo fuera de su alcance, en lo que no
obstante, bien pronto pude echar de ver que me engañaba.
No he de molestar al lector con la relación detallada de mi recibimiento en esta corte,
que fue como convenía a la generosidad de tan gran príncipe, ni las dificultades en que me
encontré por falta de casa y lecho, y que me redujeron a dormir en el suelo envuelto en mi
colcha.
Capítulo 8
El autor, por un venturoso accidente, encuentra modo de abandonar Blefuscu. -Después de
varias dificultades, vuelve sano y salvo a su país natal.
Tres días después de mi llegada, paseando por curiosidad hacia la costa nordeste de la
isla, descubrí, como a media legua dentro del mar, algo que parecía como un bote volcado.
Me quité los zapatos y las medias, y, vadeando dos o trescientas yardas, vi que el objeto iba
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aproximándose por la fuerza de la marea, y luego reconocí claramente ser, en efecto, un
bote, que supuse podría haber arrastrado de un barco alguna tempestad. Con esto, volví
inmediatamente a la ciudad y supliqué a Su Majestad Imperial que me prestase veinte de las
mayores embarcaciones que le quedaron después de la pérdida de su flota y tres mil
marineros, bajo el mando del vicealmirante. Esta flota se hizo a la vela y avanzó costeando,
mientras yo volvía por el camino más corto al punto desde donde primero descubriera el
bote; encontré que la marea lo había acercado más todavía. Todos los marineros iban
provistos de cordaje que yo de antemano había trenzado para darle suficiente resistencia.
Cuando llegaron los barcos me desnudé y vadeé hasta acercarme como a cien yardas del
bote, después de lo cual tuve que nadar hasta alcanzarlo. Los marineros me arrojaron el
cabo de la cuerda, que yo amarré a un agujero que tenía el bote en su parte anterior, y até el
otro cabo a un buque de guerra. Pero toda mi tarea había sido inútil, pues como me cubría
el agua no podía trabajar. En este trance me vi forzado a nadar detrás y dar empujones al
bote hacia adelante lo más frecuentemente que podía con una de las manos; y como la
marea me ayudaba, avancé tan de prisa, que en seguida hice pie y pude sacar la cabeza.
Descansé dos o tres minutos y luego di al bote otro empujón, y así continué hasta que el
agua no me pasaba de los sobacos; y entonces, terminada ya la parte más trabajosa, tomé
los otros cables, que estaban colocados en uno de los buques, y los amarré primero al bote y
después a nueve de los navíos que me acompañaban. El viento nos era favorable, y los
marineros remolcaron y yo empujé hasta que llegamos a cuarenta yardas de la playa, y,
esperando a que bajase la marea, fuí a pie enjuto adonde estaba el bote, y con la ayuda de
dos mil hombres con cuerdas y máquinas me di traza para restablecerlo en su posición
normal, y vi que sólo estaba un poco averiado.
No he de molestar al lector relatando las dificultades en que me hallé para, con ayuda de
ciertos canaletes, cuya hechura me llevó diez días, conducir mi bote al puerto real de
Blefuscu, donde se reunió a mi llegada enorme concurrencia de gentes, llenas del asombro
en presencia de embarcación tan colosal. Dije al emperador que mi buena fortuna había
puesto este bote en mi camino como para trasladarme a algún punto desde donde pudiese
volver a mi tierra natal, y supliqué de Su Majestad órdenes para que se me facilitasen
materiales con que alistarlo, así como su licencia para partir, lo que después de algunas
reconvenciones de cortesía se dignó concederme.
En todo este tiempo se me hacía maravilla no tener noticia de que nuestro emperador
hubiese enviado algún mensaje referente a mí a la corte de Blefuscu; pero después me
hicieron saber secretamente que Su Majestad Imperial, no imaginando que yo tuviera el
menor conocimiento de su propósito, creía que sólo había ido a Blefuscu en cumplimiento
de mi promesa, de acuerdo con el permiso que él me había dado y era notorio en nuestra
corte, y que regresaría a los pocos días, cuando la ceremonia terminase. Mas sintióse, al fin,
inquietado por mi larga ausencia, y, luego de consultar con el tesorero y el resto de aquella
cábala, se despachó a una persona de calidad con la copia de los artículos dictados en
contra mía. Este enviado llevaba instrucciones para exponer al monarca de Blefuscu la gran
clemencia de su señor, que se contentaba con castigarme no más que a la pérdida de los
ojos, así como que yo había huido de la justicia y sería despojado de mi título de nardac y
declarado traidor si no regresaba en un plazo de dos horas. Agregó además el enviado que
su señor esperaba que, a fin de mantener la paz y la amistad entre los dos imperios, su.
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hermano de Blefuscu daría orden de que me devolviesen a Liliput sujeto de pies y manos,
para ser castigado como traidor.
El emperador de Blefuscu, que se tomó tres días para consultar, dio una respuesta
consistente en muchas cortesías y excusas. Decía que por lo que tocaba a enviarme atado,
su hermano sabía muy bien que era imposible; que aun cuando yo le había despojado de su
flota, no obstante, él me estaba muy obligado por los muchos buenos oficios que le había
dispensado al concertarse la paz; que, sin embargo, sus dos majestades podían quedar
pronto tranquilas, por cuanto yo había encontrado en la costa una colosal embarcación
capaz de llevarme por mar, la cual había él dado orden de alistar con mi propia ayuda y
dirección, y así confiaba en que dentro de pocas semanas ambos imperios se verían libres
de carga tan insoportable.
Con esta respuesta se volvió a Liliput el enviado. El monarca de Blefuscu me refirió
todo lo acontecido, ofreciéndome al mismo tiempo -pero en el seno de la más estrecha
confianza- su graciosa protección si quería continuar a su servicio. Pero en este punto, aun
cuando yo creía sus palabras sinceras, resolví no volver a depositar confianza en príncipes
ni ministros mientras me fuera posible evitarlo; y así, con todo el reconocimiento debido a
sus generosas intenciones, le supliqué humildemente que me excusase. Le dije que ya que
la fortuna, por bien o por mal, había puesto una embarcación en mi camino, estaba resuelto
a aventurarme en el Océano antes que ser ocasión de diferencias entre dos monarcas tan
poderosos. Tampoco encontré que el emperador mostrase el menor disgusto, y descubrí,
gracias a cierto incidente, que estaba muy contento de mi resolución, lo mismo que la
mayor parte de sus ministros.
Estas consideraciones me movieron a apresurar mi marcha algo más de lo que yo tenía
pensado; a lo que la corte, impaciente por verme partir, contribuyó con gran diligencia. Se
dedicaron quinientos obreros a hacer dos velas para mi bote, según instrucciones mías,
disponiendo en trece dobleces el más fuerte de sus lienzos. Pasé grandes trabajos para hacer
cuerdas y cables, trenzando diez, veinte o treinta de los más fuertes de los suyos. Una gran
piedra que vine a hallar después de larga busca por la playa me sirvió de ancla. Me dieron
el sebo de trescientas vacas para engrasar el bote y para otros usos. Pasé trabajos increíbles
para cortar algunos de los mayores árboles de construcción con que hacerme remos y
mástiles, tarea en que me auxiliaron mucho los armadores de Su Majestad, ayudándome a
alisarlos una vez que yo había hecho el trabajo más duro.
Transcurrido como un mes, cuando todo estuvo dispuesto, envié a ponerme a las órdenes
del emperador y a pedirle licencia para partir. El emperador y la familia real salieron del
palacio; me acosté, juntando la cara al suelo, para besar su mano, que él muy graciosamente
me alargó, y otro tanto hicieron la emperatriz y los jóvenes príncipes de la sangre. Su
Majestad me obsequió con cincuenta bolsas de a doscientos sprugs cada una, con más un
retrato suyo de tamaño natural, que yo coloqué inmediatamente dentro de uno de mis
guantes para que no se estropeara. Las ceremonias que se celebraron a mi partida fueron
demasiadas para que moleste ahora al lector con su relato.
Abastecí el bote con un centenar de bueyes y trescientos carneros muertos, pan y bebida
en proporción y tanta carne ya aderezada como pudieron procurarme cuatrocientos.
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cocineros. Tomé conmigo seis vacas y dos toros vivos, con otras tantas ovejas y moruecos,
proyectando llevarlos a mi país y propagar la casta. Y para alimentarlos a bordo cogí un
buen haz de heno y un saco de grano. De buena gana me hubiese llevado una docena de los
pobladores pero ésta fue cosa que el emperador no quiso en ningún modo permitir; y
además de un diligente registro que en mis bolsillos se practicó, Su Majestad me hizo
prometer por mi honor que no me llevaría a ninguno de sus súbditos, a menos que mediase
su propio consentimiento y deseo.
Preparado así todo lo mejor que pude, me di a la vela el 24 de septiembre de 1701, a las
seis de la mañana; y cuando había andado unas cuatro leguas en dirección Norte, con viento
del Sudeste, a las seis de la tarde divisé una pequeña isla, como a obra de media legua al
Noroeste. Avancé y eché el ancla en la costa de sotavento de la isla, que parecía estar
inhabitada. Tomé algún alimento y me dispuse a descansar. Dormí bien y, según calculé,
seis horas por lo menos, pues el día empezó a clarear a las dos horas de haberme
despertado. Hacía una noche clara. Tomé mi desayuno antes de que saliera el sol, y levando
ancla, con viento favorable, tomé el mismo rumbo que había llevado el día anterior, en lo
que me guié por mi brújula de bolsillo. Era mi intención arribar, a ser posible, a una de las
islas que yo tenía razones para creer que había al Nordeste de la tierra de Van Dieme. En
todo aquel día no descubrí nada; pero el siguiente, sobre las tres de la tarde, cuando, según
mis cálculos, había hecho veinticuatro leguas desde Blefuscu, divisé una vela que navegaba
hacia el Sudeste; mi rumbo era Levante. La saludé a la voz, sin obtener respuesta; aprecié,
no obstante, que le ganaba distancia, porque amainaba el viento. Tendí las velas cuanto
pude, y a la media hora, habiéndome divisado, enarboló su enseña y disparé un
cañonazo.No es fácil de expresar la alegría que experimenté ante la inesperada esperanza de
volver a ver a mi amado país y a las prendas queridas que en él había dejado. Amainó el
navío sus velas, y yo le alcancé entre cinco y seis de la tarde del 26 de septiembre; el
corazón me saltaba en el pecho viendo su bandera inglesa. Me metí las vacas y los carneros
en los bolsillos de la casaca y salté a bordo con todo mi pequeño cargamento de
provisiones. El navío era un barco mercante inglés que volvía del Japón por los mares del
Norte y del Sur, y su capitán, Mr. John Biddel, de Deptford, hombre muy amable y
marinero excelente. Nos hallábamos a la sazón a la latitud de 30 grados Sur; había unos
cincuenta hombres en el barco y allí encontré a un antiguo camarada mío, un tal Peter
Williams, que me recomendó muy bien al capitán. Este caballero me trató con toda cortesía
y me rogó que le diese a conocer cuál era el sitio de donde venía últimamente y adónde
debía dirigirme, lo que yo hice en pocas palabras; pero él pensó que yo desvariaba y que los
peligros porque había pasado me habían vuelto el juicio. Entonces saqué del bolsillo mi
ganado vacuno y mis carneros, y por ellos, después de asombrarse grandemente, quedó del
todo convencido de mi veracidad. Le enseñé después el oro que me había dado el
emperador de Blefuscu, así como el retrato de tamaño natural de Su Majestad y algunas
otras curiosidades de aquel país. Le di dos bolsas de doscientos sprugs, y le prometí que en
llegando a Inglaterra le regalaría una vaca y una oveja preñadas.
No he de molestar al lector con la relación detallada de este viaje, que fue en su mayor
parte muy próspero. Llegamos a las Dunas el 13 de abril de 1702. Sólo tuve una desgracia,
y fue que las ratas de a bordo me llevaron uno de los dos carneros; encontré sus huesos en
un agujero, completamente mondados de carne. El resto de mi ganado lo saqué salvo a
tierra y le di a pastar en una calle de césped de los jardines de Greenwich, donde la finura .
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de la hierba les hizo comer con muy buena gana, en contra de lo que yo había temido. Y
tampoco me hubiera sido posible conservarlo durante tan largo viaje si el capitán no me
hubiese cedido parte de su mejor bizcocho, que, reducido a polvo y amasado con agua, fue
su alimento constante. El poco tiempo que estuve en Inglaterra, obtuve considerable
provecho de enseñar mi ganado a numerosas personas de calidad y a otras, y antes de
emprender mi segundo viaje lo vendí por seiscientas libras. A mi último regreso he
encontrado que la casta ha aumentado considerablemente, especialmente los carneros; y
espero que ello será muy en ventaja de la manufactura lanera, a causa de la finura del
vellón.
Sólo estuve dos meses con mi mujer y mis hijos, pues mi deseo insaciable de ver países
extraños no podía permitirme continuar más. Dejé a mi mujer mil quinientas libras y la
instalé en una buena casa de Recriff. El resto de mis reservas lo llevé conmigo, parte en
dinero, parte en mercancías, con esperanza de aumentar mi fortuna. El mayor de mis tíos,
Juan, me había dejado una hacienda en tierras, cerca de Epping, de unas treinta libras al
año, y yo tenía un buen arrendamiento del Black Bull en Fetter Lane, que me rendía otro
tanto; así que no corría el peligro de dejar mi gente a la caridad de la parroquia.
Mi hijo Juanito, que se llamaba así por su tío, estaba en la Escuela de Gramática y era
aún muchacho. Mi hija Betty -hoy casada y con hijos- aprendía entonces a bordar. Me
despedí de mi mujer, mi niño y mi niña, con lágrimas por ambas partes, y pasé a bordo del
Adventure, barco mercante de trescientas toneladas, destinado para Surat, mandado por el
capitán John Nicholas, de Liverpool.
Pero la relación de esta travesía debo remitirla a la segunda parte de mis viajes.
Fin de la Primera Parte
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Viajes de Gulliver
Segunda Parte
Un viaje a Brobdingnag
Capítulo 1
Descripción de una gran tempestad. -Envían la lancha en busca de agua: el autor va en
ella a hacer descubrimientos en el país. -Le dejan en la playa; es apresado por uno de los
naturales y llevado a casa de un labrador. -Su recibimiento allí, con varios incidentes que
le acontecieron. -Descripción de los habitantes.
Condenado por mi naturaleza y por mi suerte a una vida activa y sin reposo, dos meses
después de mi regreso volví a dejar mi país natal y me embarqué en las Dunas el 20 de
junio de 1702, a bordo del Adventure, navío mandado por el capitán John Nicholas, de
Liverpool, y destinado para Surat. Tuvimos muy buen viento hasta que llegamos al Cabo de
Buena Esperanza, donde tomamos tierra para hacer aguada; pero habiéndose abierto una
vía de agua en el navío, desembarcamos nuestras mercancías e invernamos allí, pues
atacado el capitán de una fiebre intermitente, no pudimos dejar el Cabo hasta fines de
marzo. Entonces nos dimos a la vela, y tuvimos buena travesía hasta pasar los estrechos de
Madagascar; pero ya hacia el Norte de esta isla, y a cosa de cinco grados Sur de latitud, los
vientos, que se ha observado que en aquellos mares soplan constantes del Noroeste desde
principios de diciembre hasta principios de mayo, comenzaron el 9 de abril a soplar con
violencia mucho mayor y más en dirección Oeste que de costumbre. Siguieron así por
espacio de veinte días, durante los cuales fuimos algo arrastrados al Este de las islas
Molucas y unos tres grados hacia el Norte de la línea, según comprobó nuestro capitán por
observaciones hechas el 2 de mayo, tiempo en que el viento cesó y vino una calma
absoluta, de la que yo me regocijé no poco. Pero el patrón, hombre experimentado en la
navegación por aquellos mares, nos previno para que nos dispusiéramos a guardarnos de la
tempestad, que, en efecto, se desencadenó al día siguiente, pues empezó a formalizarse el
viento llamado monzón del Sur.
Creyendo que la borrasca pasaría, cargamos la cebadera y nos dispusimos para aferrar el
trinquete; pero, en vista de lo contrario del tiempo, cuidamos de sujetar bien las piezas de
artillería y aferramos la mesana. Como estábamos muy enmarados, creímos mejor correr el
tiempo con mar en popa que no capear o navegar a palo seco. Rizamos el trinquete y lo
cazamos. El timón iba a barlovento. El navío se portaba bravamente. Largamos la cargadera
de trinquete; pero la vela se rajó y arriamos la verga; y una vez dentro la vela, la
desaparejamos de todo su laboreo. La tempestad era horrible; la mar se agitaba inquietante
y amenazadora. Se afirmaron los aparejos reales y reforzamos el servicio del timón. No
calamos los masteleros, sino que los dejamos en su lugar, porque el barco corría muy bien
con mar en en popa y sabíamos que con los masteleros izados el buque no sufría y surcaba
el mar sin riesgo. Cuando pasó la tempestad largamos el nuevo trinquete y nos pusimos a la
capa; luego largamos la mesana, la gavia y el velacho. Llevábamos rumbo Nordeste con
viento Sudoeste. Amuramos a estribor, saltamos las brazas y amantillos de barlovento,
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cazamos las brazas de sotavento, halamos de las bolinas y las amarramos; se amuró la
mesana y gobernamos a buen viaje en cuanto nos fue posible.
Durante esta tempestad, a la que siguió un fuerte vendaval Oeste, fuimos arrastrados,
según mi cálculo, a unas quinientas leguas al Este; así, que el marinero más viejo de los que
estaban a bordo no podía decir en qué parte del mundo nos hallábamos. Teníamos aún
bastantes provisiones, nuestro barco estaba sano de quilla y costados y toda la tripulación
gozaba de buena salud; pero sufríamos la más terrible escasez de agua. Creímos mejor
seguir el mismo rumbo que no virar más hacia el Norte, pues esto podría habernos llevado a
las regiones noroeste de la Gran Tartaria y a los mares helados.
El 16 de junio de 1703 un grumete descubrió tierra desde el mastelero. El 17 dimos vista
de lleno a una gran isla o continente -que no sabíamos cuál de ambas cosas fuera-, en cuya
parte sur había una pequeña lengua detierra que avanzaba en el mar y una ensenada sin
fondo bastante para que entrase un barco de más de cien toneladas. Echamos el ancla a una
legua de esta ensenada, y nuestro capitán mandó en una lancha a una docena de hombres
bien armados con vasijas para agua, por si pudieran encontrar alguna. Le pedí licencia para
ir con ellos, a fin de ver el país y hacer algún descubrimiento a serme posible. Al llegar a
tierra no hallamos río ni manantial alguno, así como tampoco señal de habitantes. En vista
de ello, nuestros hombres recorrieron la playa en varios sentidos para ver si encontraban
algo de agua dulce cerca del mar, y yo anduve solo sobre una milla por el otro lado, donde
encontré el suelo desnudo y rocoso. Empecé a sentirme cansado, y no divisando nada que
despertase mi curiosidad, emprendí despacio el regreso a la ensenada; como tenía a la vista
el mar, pude advertir que nuestros hombres habían reembarcado en el bote y remaban
desesperadamente hacia el barco. Ya iba a gritarles, aunque de nada hubiera servido,
cuando observé que iba tras ellos por el mar una criatura enorme corriendo con todas sus
fuerzas. Vadeaba con agua poco más que a la rodilla y daba zancadas prodigiosas; pero
nuestros hombres le habían tomado media legua de delantera, y como el mar por aquellos
contornos estaba lleno de rocas puntiagudas, el monstruo no pudo alcanzar el bote. Esto me
lo dijeron más tarde, porque yo no osé quedarme allí para ver el desenlace de la aventura;
antes al contrario, tomé a todo correr otra vez el camino que antes había llevado y trepé a
un escarpado cerro desde donde se descubría alguna perspectiva del terreno. Estaba
completamente cultivado; pero lo que primero me sorprendió fue la altura de la hierba, que
en los campos que parecían destinarse para heno alcanzaba unos veinte pies de altura.
Fuí a dar en una carretera, que por tal la tuve yo, aunque a los habitantes les servía sólo
de vereda a través de un campo de cebada. Anduve por ella algún tiempo sin ver gran cosa
por los lados, pues la cosecha estaba próxima y la mies levantaba cerca de cuarenta pies.
Me costó una hora llegar al final de este campo, que estaba cercado con un seto de lo
menos ciento veinte pies de alto; y los árboles eran tan elevados, que no pude siquiera
calcular su altura. Había en la cerca para pasar de este campo al inmediato una puerta con
cuatro escalones para salvar el desnivel y una piedra que había que trasponer cuando se
llegaba al último. Me fue imposible trepar esta gradería, porque cada escalón era de seis
pies de alto, y la piedra última, de más de veinte. Andaba yo buscando por el cercado algún
boquete, cuando descubrí en el campo inmediato, avanzando hacia la puerta, a uno de los
habitantes, de igual tamaño que el que había visto en el mar persiguiendo nuestro bote.
Parecía tan alto como un campanario de mediana altura y avanzaba de cada zancada unas
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diez yardas por lo que pude apreciar. Sobrecogido de terror y asombro, corrí a esconderme
entre la mies, desde donde le vi detenerse en lo alto de la escalera y volverse a mirar al
campo inmediato hacia la derecha, y le oí llamar con una voz muchísimo más potente que
si saliera de una bocina; pero el ruido venía de tan alto, que al pronto creí ciertamente que
era un trueno. Luego de esto, siete monstruos como él se le aproximaron llevando en las
manos hoces, cada una del grandor de seis guadañas. Estos hombres no estaban tan bien
ataviados como el primero y debían de ser sus criados o trabajadores, porque a algunas
palabras de él se dirigieron a segar la mies del campo en que yo me hallaba. Me mantenía
de ellos a la mayor distancia que podía, aunque para moverme encontraba dificultad
extrema porque los tallos de la mies no distaban más de un pie en muchos casos, de modo
que apenas podía deslizar mi cuerpo entre ellos. No obstante, me di traza para ir avanzando
hasta que llegué a una parte del campo en que la lluvia y el viento habían doblado la mies.
Aquí me fue imposible adelantar un paso, pues los tallos estaban de tal modo entretejidos,
que no podía escurrirme entre ellos, y las aristas de las espigas caídas eran tan fuertes y
puntiagudas, que a través de las ropas se me clavaban en las carnes. Al mismo tiempo oía a
los segadores a no más de cien yardas tras de mí. Por completo desalentado en la lucha y
totalmente rendido por la pesadumbre y la desesperación, me acosté entre dos caballones,
deseando muy de veras encontrar allí el término de mis días. Lloré por mi viuda desolada y
por mis hijos huérfanos de padre; lamenté mi propia locura y terquedad al emprender un
segundo viaje contra el consejo de todos mis amigos y parientes. En medio de esta terrible
agitación de ánimo, no podía por menos de pensar en Liliput, cuyos habitantes me miraban
como el mayor prodigio que nunca se viera en el mundo, donde yo había podido llevarme
de la mano una flota imperial y realizar aquellas otras hazañas que serán recordadas por
siempre en las crónicas de aquel imperio y que la posteridad se resistirá a creer, aunque
atestiguadas por millones de sus antecesores. Reflexionaba yo en la mortificación que para
mí debía representar aparecer tan insignificante en esta nación como un simple liliputiense
aparecería entre nosotros; pero ésta pensaba que había de ser la última de mis desdichas,
pues si se ha observado en las humanas criaturas que su salvajismo y crueldad están en
proporción de su corpulencia, ¿qué podía yo esperar sino ser engullido por el primero de
aquellos enormes bárbaros que acertase a atraparme? Indudablemente los filósofos están en
lo cierto cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación. Pudiera
cumplir a la suerte que los liliputienses encontrasen alguna nación cuyos pobladores fuesen
tan diminutos respecto de ellos como ellos respecto de nosotros. ¿Y quién sabe si aun esta
enorme raza de mortales será igualmente aventajada en alguna distante región del mundo
ignorada por nosotros todavía?
Amedrentado y confuso como estaba, no podía por menos de hacerme estas reflexiones,
cuando uno de los segadores, habiéndose acercado a diez yardas del caballón tras el que yo
yacía, me hizo caer en que a otro paso que diera me despachurraría con el pie o me dividiría
en dos pedazos con su hoz, y, en consecuencia, cuando estaba a punto de moverse, grité
todo lo fuerte que el miedo podía hacerme gritar. Entonces la criatura enorme se adelantó
un poco, y, mirando por bajo y alrededor de sí algún tiempo, me divisó tendido en el suelo
por fin. Me consideró un rato, con la precaución de quien se propone echar mano a una
sabandija peligrosa de tal modo que no pueda arañarle ni morderle, como yo tengo hecho
tantas veces con las comadrejas en Inglaterra. Por último, se atrevió a alzarme, cogiéndome
por la mitad del cuerpo con el índice y el pulgar, y me llevó a tres yardas de los ojos para
poder apreciar mi figura más detalladamente. Adiviné su intención, y mi buena fortuna me
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dio tanta presencia de ánimo, que me resolví a no resistirme lo más mínimo cuando me
sostenía en el aire, a unos sesenta pies del suelo, aunque me apretaba muy dolorosamente
los costados por temor de que me escurriese de entre sus dedos. Todo lo que me atreví a
hacer fue levantar los ojos al cielo, juntar las manos en actitud suplicante y pronunciar
algunas palabras en tono humilde y melancólico, adecuado a la situación en que me hallaba,
pues temía a cada momento que me estrellase contra el suelo, como es uso entre nosotros
cuando queremos dar fin de alguna sabandija. Pero quiso mi buena estrella que pareciesen
gustarle mi voz y mis movimientos y empezase a mirarme como una curiosidad, muy
asombrado de oírme pronunciar palabras articuladas, aunque no pudiese entenderlas. En
tanto, no dejaba yo de gemir y verter lágrimas, y, volviendo la cabeza hacia los lados, darle
a entender como me era posible cuán cruelmente me dañaba la presión de sus dedos.
Pareció que se daba cuenta de lo que quería decirle, porque levantándose un faldón de la
casaca me colocó suavemente en él e inmediatamente echó a correr conmigo en busca de su
amo, que era un acaudalado labrador y el mismo a quien yo había visto primeramente en el
campo.
El labrador, a quien, según deduje por los hechos, su servidor había dado acerca de mí
las explicaciones que había podido, tomó una pajita, del tamaño de un bastón
aproximadamente, y con ella me alzó los faldones, que parecía tener por una especie de
vestido que la Naturaleza me hubiese dado. Me sopló los cabellos hacia los lados, para
mejor verme la cara. Llamó a sus criados y les preguntó -por lo que supe después- si habían
visto alguna vez en los campos bicho que se me pareciese. Luego me dejó blandamente en
el suelo, a cuatro pies; pero yo me levanté inmediatamente y empecé a ir y venir despacio,
para que aquella gente viese que no tenía intención de escaparme. Ellos se sentaron en
círculo a mi alrededor a fin de observar mejor mis movimientos. Yo me quité el sombrero e
hice al labrador una inclinación profunda; caí de rodillas, y alzando al cielo las manos y los
ojos pronuncié varias palabras todo lo fuerte que pude, y me saqué de la faltriquera una
bolsa de oro, que le ofrecí humildemente. La recibió en la palma de la mano, se la acercó al
ojo para ver lo que era y luego la volvió varias veces con la punta de un alfiler que se había
quitado de la solapa, sin lograr nada con ello. Le hice entonces seña de que pusiera la mano
en el suelo; tomé la bolsa, y luego de abrirla le derramé todo el oro en la palma. Había seis
piezas españolas de a cuatro pistolas cada una, aparte de veinte o treinta monedas más
pequeñas. Le vi humedecerse la punta del dedo pequeño con la lengua y alzar una de las
piezas más grandes y luego otra, pero aparentando ignorar por completo lo que fuesen. Me
hizo seña de que volviese de nuevo las monedas a la bolsa y la bolsa a la faltriquera, partido
que acabé por tomar después de renovar repetidas veces mi ofrecimiento.
A la sazón debía de estar ya el hacendado convencido de que yo era un ser racional. Me
hablaba a menudo; pero el ruido de su voz me lastimaba los oídos como el de una aceña,
aunque articulaba las palabras bastante bien. Le respondí lo más fuerte que pude en varios
idiomas, y él frecuentemente inclinaba el oído hasta dos yardas de mí; pero todo fue en
vano, porque éramos por completo ininteligibles el uno para el otro. Mandó luego a los
criados a su trabajo, y sacando su pañuelo del bolsillo lo dobló y se lo tendió en la mano
izquierda, que puso de plano en el suelo con la palma hacia arriba, al mismo tiempo que me
hacía señas para que me subiese en ella, lo que pude hacer con facilidad porque no tenía
más de un pie de grueso. Entendí que mi único camino era obedecer, y por miedo a caerme
me tumbé a la larga sobre el pañuelo, con cuyo sobrante él me envolvió hasta la cabeza
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para mayor seguridad, y de este modo me llevó a su casa. Una vez allí llamó a su mujer y
me mostró a ella, que dio un grito y echó a correr como las mujeres en Inglaterra a la
presencia de un sapo o de una araña. No obstante, cuando hubo visto mi comportamiento
un rato y lo bien que obedecía a las señas que me hacía su marido, se reconcilió conmigo
pronto y poco a poco fue prodigándome los más solícitos cuidados.
Eran sobre las doce del día y un criado trajo la comida. Consistía en un plato fuerte de
carne -propio de la sencilla condición de un labrador- servido en una fuente de veinticuatro
pies de diámetro, poco más o menos. Formaban la compañía el granjero y su mujer, tres
niños y una anciana abuela. Cuando estuvieron sentados, el granjero me puso a alguna
distancia de él encima de la mesa, que levantaba treinta pies del suelo. Yo tenía un miedo
atroz y me mantenía todo lo apartado que me era posible del borde por temor de caerme. La
esposa picó un poco de carne, desmigajó luego algo de pan en un trinchero y me lo puso
delante. Le hice una profunda reverencia, saqué mi cuchillo y mi tenedor y empecé a
comer, lo que les causó extremado regocijo. La dueña mandó a su criada por una copita de
licor capaz para unos dos galones y me puso de beber; levantó la vasija muy trabajosamente
con las dos manos y del modo más respetuoso bebí a la salud de la señora, hablando todo lo
más fuerte que pude en inglés, lo que hizo reír a la compañía de tan buena gana, que casi
me quedé sordo del ruido. El licor sabía como una especie de sidra ligera y no resultaba
desagradable. Después el dueño me hizo seña de que me acercase a su plato; pero cuando
iba andando por la mesa, como tan grande era mi asombro en aquel trance -lo que
fácilmente comprenderá y disculpará el indulgente lector-, me aconteció tropezar con una
corteza de pan y caí de bruces, aunque no me hice daño. Me levanté inmediatamente, y
advirtiendo en aquella buena gente muestras de gran pesadumbre, cogí mi sombrero -que
llevaba debajo del brazo, como exige la buena crianza- y agitándolo por encima de la
cabeza di tres vivas en demostración de que no había recibido en la caída perjuicio ninguno.
Pero cuando en seguida avanzaba hacia mi amo -como le llamaré de aquí en adelante-, su
hijo menor, que se sentaba al lado suyo -un travieso chiquillo de unos diez años- me cogió
por las piernas y me alzó en el aire a tal altura, que las carnes se me despegaron de los
huesos; el padre me arrebató de sus manos y le dio un bofetón en la oreja derecha, con el
que hubiera podido derribar un ejército de caballería europea, al mismo tiempo que le
mandaba retirarse de la mesa. Temeroso yo de que el muchacho me la guardase, y
recordando bien cuán naturalmente dañinos son los niños entre nosotros para los gorriones,
los conejos, los gatitos y los perritos, me dejé caer de rodillas, y, señalando hacia el
muchacho, hice entender a mi amo como buenamente pude que deseaba que perdonase a su
hijo. Accedió el padre, el chiquillo volvió a sentarse en su puesto, y en seguida yo me fui a
él y le besé la mano, la cual mi amo le cogió e hizo que con ella me acariciase suavemente.
En medio de la comida, el gato favorito de mi ama le saltó al regazo. Oía yo detrás de mí
un ruido como si estuviesen trabajando una docena de tejedores de medias, y volviendo la
cabeza, descubrí que procedía del susurro que en su contento hacía aquel animal, que
podría ser tres veces mayor que un buey, según el cálculo que hice viéndole la cabeza y una
pata mientras su dueña le daba de comer y le hacía caricias. El aspecto de fiereza de este
animal me descompuso totalmente, aunque yo estaba al otro lado de la mesa, a más de
cincuenta pies de distancia, y aunque mi ama le sostenía temiendo que diese un salto y me
cogiese entre sus garras. Pero resultó no haber peligro ninguno, pues el gato no hizo el
menor caso de mí cuando despues mi amo me puso a tres yardas de él; y como he oído
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siempre, y la experiencia me lo ha confirmado en mis viajes, que huir o demostrar miedo
ante un animal feroz es el medio seguro de que nos persiga o nos ataque, resolví en esta
peligrosa coyuntura no aparentar cuidado ninguno. Pasé intrépidamente cinco veces o seis
ante la misma cabeza del gato y me puse a media yarda de él, con lo cual retrocedió, como
si tuviese más miedo él que yo. Los perros me importaban menos. Entraron tres o cuatro en
la habitación, como es corriente en las casas de labradores; había un mastín del tamaño de
cuatro elefantes, y un galgo un poco más alto que el mastín, pero no tan corpulento.
Cuando ya casi estaba terminada la comida entró el ama de cría con un niño de un año
en brazos, el cual me divisó inmediatamente y empezó a gritar -en el modo que todos
habréis oído seguramente y que desde London Bridge hasta Chelsea es la oratoria usual
entre los niños- para que me entregasen a él en calidad de juguete. La madre, llena de
amorosa indulgencia, me levantó y me presentó al niño, que en seguida me cogió por la
mitad del cuerpo y se metió mi cabeza en la boca. Di yo un rugido tan fuerte, que el
bribonzuelo se asustó y me dejó caer, y me hubiera infaliblemente desnucado si la madre no
hubiese puesto su delantal. Para callar al nene, el ama hizo uso de un sonajero que era una
especie de tonel lleno de grandes piedras y sujeto con un cable a la cintura del niño; pero
todo fue en vano; así, que se vio obligada a emplear el último recurso dándole de mamar.
Debo confesar que nada me causó nunca tan mala impresión como ver su pecho
monstruoso, que no encuentro con qué comparar para que el lector pueda formarse una idea
de su tamaño, forma y color. La veía yo de cerca, pues se había sentado cómodamente para
dar de mamar, y yo estaba sobre la mesa. Esto me hacía reflexionar acerca de los lindos
cutis de nuestras damas inglesas, que nos parecen a nosotros tan bellas sólo porque son de
nuestro mismo tamaño y sus defectos no pueden verse sino con una lente de aumento,
aunque por experimentación sabemos que los cutis más suaves y más blancos son ásperos y
ordinarios y de feo color.
Recuerdo que cuando estaba yo en Liliput me parecían los cutis de aquellas gentes
diminutas los más bellos del mundo, y hablando sobre este punto con una persona de
estudios de allá, que era íntimo amigo mío, me dijo que mi cara le parecía mucho más
blanca y suave cuando me miraba desde el suelo que viéndola más de cerca, cuando le
levantaba yo en la mano y le aproximaba. Al principio constituía para el, según me confesó,
un espectáculo muy desagradable. Me dijo que descubría en mi cutis grandes hoyos, que los
cañones de mi barba eran diez veces más fuertes que las cerdas de un verraco, y mi piel de
varios colores totalmente distintos. Y permítaseme que haga constar que yo soy tan blanco
como la mayor parte de los individuos de mi sexo y de mi país, y que el sol me ha tostado
muy poco en mis viajes. Por otra parte, cuando hablábamos de las damas que formaban la
corte del emperador, solía decirme que la una tenía pecas; la otra, una boca demasiado
grande; una tercera, la nariz demasiado larga, nada de lo cual podía yo distinguir.
Reconozco que esta reflexión era bastante obvia, pero, sin embargo, no he querido omitirla
porque no piense el lector que aquellas inmensas criaturas eran feas, pues les debo la
justicia de decir que son una raza de gentes bien parecidas.
Cuando la comida se hubo terminado, mi amo se volvió con sus trabajadores, y, según
pude colegir de su voz y su gesto, encargó muy especialmente a su mujer que tuviese
cuidado de mí. Estaba yo muy cansado y con sueño, y advirtiéndolo mi ama me puso sobre
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su propio lecho y me cubrió con un pañuelo blanco limpio, que era mayor y más basto que
la vela mayor de un buque de guerra.
Dormí unas dos horas y soñé que estaba en casa con mi mujer y mis hijos, lo que vino a
gravar mis cuitas cuando desperté y me vi solo en un vasto aposento de doscientos a
trescientos pies de ancho y más de doscientos de alto, acostado en una cama de veinte
yardas de anchura. Mi ama se había ido a los quehaceres de la casa, y dejádome encerrado.
La cama levantaba ocho yardas del suelo. En tal situación yo, treparon dos ratas por la
cortina y se dieron a correr por encima del lecho, olfateando de un lado para otro. Una de
ellas llegó casi hasta mi misma cara, lo que me hizo levantarme aterrorizado y sacar mi
alfanje para defenderme. Estos horribles animales tuvieron el atrevimiento de acometerme
por ambos lados y uno de ellos llegó a echarme al cuello una de sus patas delanteras, pero
tuve la buena fortuna de rajarle el vientre antes que pudiera hacerme daño. Cayó a mis pies,
y la otra, al ver la suerte que había corrido su compañera, emprendió la huída, pero no sin
una buena herida en el lomo que pude hacerle cuando escapaba, y que dejó un rastro de
sangre. Después de esta hazaña me puse a pasear lentamente por la cama para recobrar el
aliento y la tranquilidad. Aquellos animales eran del tamaño de un mastín grande, pero
infinitamente más ligeros y feroces; así que, de haberme quitado el cinto al acostarme,
infaliblemente me hubieran despedazado y devorado. Medí la cola de la rata muerta y
encontré que tenía de largo dos yardas menos una pulgada; mas no tuve estómago para tirar
de la cama el cuerpo exánime, que yacía en ella sangrando. Noté que tenía aún algo de
vida; pero de una fuerte cuchillada en el pescuezo la despaché enteramente.
Poco después entró mi ama en la habitación, y viéndome todo lleno de sangre corrió
hacia mí y me cogió en la mano. Yo señalé a la rata muerta, sonriendo y haciendo otras
señas para significar que no estaba herido, de lo que ella recibió extremado contento. Llamó
a la criada para que cogiese con unas tenazas la rata muerta y la tirase por la ventana.
Después me puso sobre una mesa, donde yo le enseñé mi alfanje lleno de sangre, y
limpiándolo en la vuelta de mi casaca lo volví a envainar.
Espero que el paciente lector sabrá excusar que me detenga en detalles que, por
insignificantes que se antojen a espíritus vulgares de a ras de tierra, pueden ciertamente
ayudar a un filósofo a dilatar sus pensamientos y su imaginación y a dedicarlos al beneficio
público lo mismo que a la vida privada. Tal es mi intención al ofrecer estas y otras
relaciones de mis viajes por el mundo, en las cuales me he preocupado principalmente de la
verdad, dejando aparte adornos de erudición y estilo. Todos los lances de este viaje dejaron
tan honda impresión en mi ánimo y están de tal modo presentes en mi memoria, que al
trasladarlos al papel no omití una sola circunstancia interesante. Sin embargo, al hacer una
escrupulosa revisión, taché varios pasajes de menos momento que figuraban en el primer
original por miedo de ser motejado de fastidioso y frívolo.
Capítulo 2
Retrato de la hija del labrador. -Llevan al autor a un pueblo en día de mercado y luego a
la metrópoli.- Detalles de su viaje.
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Mi ama tenía una hija de nueve años, niña de excelentes prendas para su corta edad,
muy dispuesta con la aguja y muy mañosa para vestir su muñeca. Su madre y ella
discurrieron arreglarme la cama del muñeco para que pasase la noche. Pusieron la cama
dentro de una gaveta colocada en un anaquel colgante por miedo de las ratas. Éste fue mi
lecho todo el tiempo que permanecí con aquella gente, y fue mejorándose poco a poco,
conforme yo aprendía el idioma y podía ir exponiendo mis necesidades. La niña de que
hablo era tan mañosa, que con sólo haberme despojado de mis ropas delante de ella una o
dos veces ya sabía vestirme y desnudarme, aunque yo nunca quise darle este trabajo cuando
ella me permitía que me lo tomase yo mismo. Me hizo siete camisas y alguna ropa blanca
más de la tela más fina que pudo encontrarse, y que era, ciertamente, más áspera que
harpillera, y ella me las lavaba siempre con sus propias manos.Asimismo era mi maestra
para la enseñanza del idioma. Cuando yo señalaba alguna cosa, ella me decía el nombre en
su lengua, y así en pocos días me encontré capaz de pedir lo que me era preciso. Era muy
bondadosa y no más alta de cuarenta pies, pues estaba muy pequeña para su tiempo. Me dio
el nombre de Grildrig, que la familia adoptó, y después todo el reino. La palabra vale tanto
como la latina Nanunculus, la italiana Homunceletino y la inglesa Mannikin. A esta niña
debo principalmente mi salvación en aquel país. Nunca nos separamos mientras estuve allá.
Le llamaba yo mi Glumdalclitch, o sea mi pequeña niñera; y cometería grave pecado de
ingratitud si omitiese esta justa mención de su cuidado y su afecto para mí, a los cuales
quisiera yo que hubiese estado en mi mano corresponder como ella merecía, en lugar de
verme convertido en el inocente pero fatal instrumento de su desventura, como tengo
demasiadas razones para temer que haya sucedido.
Por entonces empezaba ya a saberse y comentarse en las cercanías que mi amo se había
encontrado en el campo un animal extraño, del grandor aproximado de un splacknuck, pero
formado exactamente en todas sus partes como un ser humano, al que asimismo imitaba en
todas sus acciones. Parecía hablar una especie de lenguaje peculiar; había aprendido ya
varias palabras del de ellos; andaba en dos pies; era manso y amable; acudía cuando le
llamaban; hacía lo que le mandaban y tenía los más lindos miembros del mundo y un cutis
más fino que pudiera tenerlo la hija de un noble a los tres años de edad. Otro labrador que
vivía cerca y era muy amigo de mi amo pasó a hacerle una visita con la intención de
averiguar lo que hubiese de cierto en este rumor. Me sacaron inmediatamente y me
colocaron sobre una mesa, donde paseé según me ordenaron, saqué mi alfanje, lo volví a la
vaina, hice una reverencia al huésped de mi amo, le pregunté en su propia lengua cómo
estaba y le di la bienvenida, todo del modo que me había enseñado mi niñera. Este hombre,
que era viejo y corto de vista, se puso los anteojos para observarme mejor, ante lo cual no
pude evitar el reírme a carcajadas, pues sus ojos parecían la luna llena resplandeciendo en
una habitación con dos ventanas. Mi gente, que descubrió la causa de mi regocijo, me
acompañó en la risa, y el pobre viejo fue lo bastante necio para enfurecerse y turbarse.
Tenía aquel hombre fama de muy tacaño, y, por mi desgracia, la merecía cumplidamente, a
juzgar por el maldito consejo que dio a mi amo de que en calidad de espectáculo me
enseñase un día de mercado en la ciudad próxima, que distaba media hora de marcha a
caballo, o sea unas veintidós millas de nuestra casa. Adiviné que maquinaban algún mal
cuando advertí que mi amo y su amigo cuchicheaban una buena pieza, a veces señalando
hacia mí, y el mismo temor me hacía imaginar que entreoía y comprendía algunas palabras.
Pero a la mañana siguiente Glumdalclitch, mi niñera, me enteró de todo el asunto, que ella
había sonsacado hábilmente a su madre. La pobre niña me puso en su seno y rompió a
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llorar de vergüenza y dolor. Recelaba ella que me causara algún daño el vulgo brutal, como,
por ejemplo, oprimirme hasta dejarme sin vida, o romperme un miembro cuando me
cogiesen en las manos. Había advertido también cuán recatado era yo de mí y cuán
cuidadoso de mi honor y suponía lo indigno que había de parecerme ser expuesto por
dinero como espectáculo público a las gentes de más baja ralea. Decía que su papá y su
mamá le habían prometido que Grildrig sería para ella; pero que ahora veía que iba a
sucederle lo mismo que el año pasado, que hicieron como que le regalaban un corderito y
tan pronto como estuvo gordo se lo vendieron a un carnicero.
Por lo que a mí toca puedo sinceramente afirmar que la cosa me importaba mucho
menos que a mi niñera. Mantenía yo la firme esperanza, que nunca me abandonó, de que
algún día podría recobrar la libertad; y en cuanto a la ignominia de ser paseado como un
fenómeno, consideraba que yo era perfectamente extraño en el país y que tal desventura
nunca podría achacárseme como reproche si alguna vez regresaba a Inglaterra, ya que el
mismo rey de la Gran Bretaña en mis circunstancias hubiese tenido que sufrir la misma
calamidad.
Mi amo, siguiendo el consejo de su amigo, me condujo el primer día de mercado dentro
de una caja a la ciudad vecina y llevó conmigo a su hijita, mi niñera, sentada en una albarda
detrás de mí. La caja era cerrada por todos lados y tenía una puertecilla para que yo entrase
y saliese y unos cuantos agujeros para que no me faltase el aire. La niña había tenido el
cuidado de meter en ella la colchoneta de la cama de su muñeca para que me acostase. No
obstante, quedé horriblemente zarandeado y molido del viaje, aunque sólo duró media hora,
pues el caballo avanzaba unos cuarenta pies de cada paso y levantaba tanto en el trote, que
la agitación equivalía al cabeceo de un barco durante una gran tempestad, pero mucho más
frecuente. Nuestra jornada fue algo más que de Londres a San Albano. Mi amo se apeó en
la posada donde solía parar, y luego de consultar durante un rato con el posadero y de hacer
algunos preparativos necesarios asalarió al grultond, o pregonero, para que corriese por la
ciudad que en la casa del Águila Verde se exhibía un ser extraño más pequeño que un
splacknuck -bonito animal de aquel país, de unos seis pies de largo-, y conformado en todo
su cuerpo como un ser humano, que hablaba varias palabras y hacía mil cosas divertidas.
Me colocaron sobre una mesa en el cuarto mayor de la posada, que muy bien tendría
trescientos pies en cuadro. Mi niñera tomó asiento junto a la mesa, en una banqueta baja,
para cuidar de mí e indicarme lo que había de hacer. Mi amo, para evitar el agolpamiento,
sólo permitía que entrasen a verme treinta personas de cada vez. Anduve por encima de la
mesa, obedeciendo las órdenes de la niña; me hizo ella varias preguntas, teniendo en cuenta
mis alcances en el conocimiento del idioma, y yo las respondí lo más alto que me fue
posible. Me volví varias veces a la concurrencia, le ofrecí mis humildes respetos, le di la
bienvenida y dije otras razones que se me habían enseñado. Alcé, lleno de licor, un dedal
que Glumdalclitch me había dado para que me sirviese de copa, y bebí a la salud de los
espectadores. Saqué mi alfanje y lo blandí al modo de los esgrimidores de Inglaterra. Mi
niñera me dio parte de una paja, y con ella hice ejercicio de pica, pues había aprendido este
arte en mi juventud. Aquel día me enseñaron a doce cuadrillas de público, y otras tantas
veces me vi forzado a volver a las mismas necedades, hasta quedar medio muerto de
cansancio y enojo, porque los que me habían visto daban tan maravillosas referencias, que
la gente parecía querer derribar las puertas para entrar. Mi amo, por su propio interés, no
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hubiera consentido que me tocase nadie, excepto mi niñera; y para evitar riesgos, se
dispusieron en torno de la mesa bancos a distancia que me mantuviese fuera del alcance de
todos. No obstante, un colegial revoltoso me asestó a la cabeza una avellana que estuvo en
muy poco que me diese; venía la tal además con tanta violencia, que infaliblemente me
hubiera saltado los sesos, pues casi era tan grande como una calabaza de poco tamaño. Pero
tuve la satisfacción de ver al bribonzuelo bien zurrado y expulsado de la estancia.
Mi amo hizo público que me enseñaría otra vez el próximo día de mercado, y entretanto
me dispuso un vehículo más conveniente, lo que no le faltaban razones para hacer, pues
quedé tan rendido de mi primer viaje y de divertir a la concurrencia durante ocho horas
seguidas, que apenas podía tenerme en pie ni articular una palabra. Lo menos tres días tardé
en recobrar las fuerzas; y ni en casa tenía descanso, porque todos los señores de las
cercanías, en un radio de cien millas, noticiosos de mi fama, acudían a verme a la misma
casa de mi amo. No bajarían los que lo hicieron de treinta, con sus mujeres y sus niños -
porque el país es muy populoso-, y mi amo pedía el importe de una habitación llena cada
vez que me enseñaba en casa, aunque fuera a una sola familia. Así, durante algún tiempo
apenas tuve reposo ningún día de la semana -excepto el viernes, que es el sábado entre
ellos-, aunque no me llevaron a la ciudad.
Conociendo mi amo cuánto provecho podía sacar de mí, se resolvió a llevarme a las
poblaciones de más consideración del reino. Y después de proveerse de todo lo preciso para
una larga excursión y dejar resueltos los asuntos de su casa, se despidió de su mujer, y el 17
de agosto de 1703, a los dos meses aproximadamente de mi llegada, salimos para la
metrópoli, situada hacia el centro del imperio y a unas tres mil millas de distancia de
nuestra casa. Mi amo montó a su hija Glumdalclitch detrás de él y ella me llevaba en su
regazo dentro de una caja atada a la cintura. La niña había forrado toda la caja con la tela
más suave que pudo hallar, acolchándola bien por la parte de abajo, amoblándola con la
cama de su muñeca, provístome de ropa blanca y otros efectos necesarios y dispuesto todo
lo más convenientemente que pudo. No llevábamos otra compañía que un muchacho de la
casa, que cabalgaba detrás con el equipaje.
Era el designio de mi amo enseñarme en todas las ciudades que cogieran de camino y
desviarse hasta cincuenta o cien millas para visitar alguna aldea o la casa de alguna persona
de condición, donde esperase encontrar clientela. Hacíamos jornadas cómodas, de no más
de ciento cincuenta a ciento setenta millas por día, porque Glumdalclitch, con propósito de
librarme a mí, se dolía de estar fatigada con el trote del caballo. A menudo me sacaba de la
caja, atendiendo mis deseos, para que me diese el aire y enseñarme el paisaje, pero
sujetándome siempre fuertemente con ayuda de unos andadores. Atravesamos cinco o seis
ríos por gran modo más anchos y más profundos que el Nilo o el Ganges, y apenas había
algún riachuelo tan chico como el Támesis por London Bridge. Empleamos diez semanas
en el viaje, y fuí enseñado en dieciocho grandes poblaciones, aparte de muchas aldeas y
familias particulares.
El 26 de octubre llegamos a la metrópoli, llamada en la lengua de ellos Lorbrulgrud, o
sea Orgullo del Universo. Mi amo tomó un alojamiento en la calle principal de la
población, no lejos del palacio real, y publicó carteles en la forma acostumbrada, con una
descripción exacta de mi persona y mis méritos. Alquiló un aposento grande, de tres o
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cuatrocientos pies de ancho. Puso una mesa de sesenta pies de diámetro, sobre la cual debía
yo desempeñar mi papel, y la cercó a tres pies del borde y hasta igual altura para evitar que
me cayese. Me enseñaban diez veces al día, con la maravilla y satisfacción de todo el
mundo. A la sazón hablaba yo el idioma regularmente y entendía a la perfección palabra
por palabra todo lo que se me decía. Además había aprendido el alfabeto y a las veces podía
valerme para declarar alguna frase, pues Glumdalclitch me había dado lección cuando
estábamos en casa y en las horas de ocio durante nuestro viaje. Llevaba en el bolsillo un
librito, no mucho mayor que un Atlas de Sansón; era uno de esos tratados para uso de las
niñas, en que se daba una sucinta idea de su religión. Con él me enseñó las letras y el
significado de las palabras.
Capítulo 3
El autor, enviado a la corte. -La reina se lo compra a su amo y se lo regala al rey. Éste
discute con los grandes eruditos de Su Majestad. -En la corte se dispone un cuarto para el
autor. -Gran favor de éste con la reina. -Defiende el honor de su país natal. -Sus riñas con
el enano de la reina.
Los frecuentes trabajos que cada día había de sufrir me produjeron en pocas semanas un
quebrantamiento considerable en la salud. Cuanto más ganaba mi amo conmigo era más
insaciable. Yo había perdido por completo el estómago y estaba reducido casi al esqueleto.
El labrador lo notó, y suponiendo que había de morirme pronto resolvió sacar de mí todo lo
que pudiese. Mientras así razonaba y resolvía consigo mismo, un slardral, o sea un
gentilhombre de cámara, llegó de la corte y mandó a mi amo que me llevase a ella
inmediatamente para diversión de la reina y sus damas. Algunas de éstas habían estado a
verme ya y dado las más extraordinarias referencias de mi belleza, conducta y buen sentido.
Su Majestad la reina y quienes la servían quedaron por demás encantadas de mi
comportamiento. Yo me arrodillé y solicité el honor de besar su imperial pie; pero aquella
benévola princesa me alargó su dedo pequeño -luego que me hubieron subido a la mesa-,
que yo ceñí con ambos brazos y cuya punta llevé a mis labios con el mayor respeto. Me
hizo algunas preguntas generales acerca de mi país y de mis viajes, a las que yo contesté tan
claramente y en tan pocas palabras como pude. Me preguntó si me gustaría servir en la
corte. Yo me incliné hacia el tablero de la mesa y respondí humildemente que era el esclavo
de mi amo, pero, a poder disponer de mí mismo, tendría a gran orgullo dedicar mi vida al
servicio de Su Majestad. Entonces preguntó ella a mi amo si quería venderme a buen
precio. Él, que temía que yo no viviera un mes, se mostró bastante dispuesto a dehacerse de
mí y pidió mil piezas de oro, que al instante se dio orden de que le fuesen entregadas. Cada
pieza venía a ser del tamaño de ochocientos moidores; pero estableciendo la proporción de
todo entre aquel país y Europa, y aun habida cuenta del alto precio del oro allí, no llegaba a
ser una suma tan importante como mil guineas en Inglaterra. Acto seguido dije a la reina
que, puesto que ya era la más humilde criatura y el más humilde vasallo de Su Majestad,
me permitiese pedirle un favor, y era que admitiese a su servicio a Glumdalclitch, que
siempre había cuidado de mí con tanto esmero y amabilidad y sabía hacerlo tan bien, y
continuase siendo mi niñera y mi maestra. Su Majestad accedió a mi petición y fácilmente
obtuvo el consentimiento del labrador, a quien satisfacía que su hija fuera elevada a la
corte, y la pobre niña, por su parte, no pudo ocultar su contento. El que dejaba de ser mi
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amo se retiró y se despidió de mi, añadiendo que me dejaba en una buena situación, a lo
cual yo no respondí sino con una ligera reverencia.
Observó la reina mi frialdad, y cuando el labrador hubo salido de la estancia me
preguntó la causa. Claramente contesté a Su Majestad que yo no debía a mi antiguo amo
otra obligación que la de no haber estrellado los sesos a una pobre criatura inofensiva
encontrada en su campo por acaso, obligación que recompensaba ampliamente la ganancia
que había alcanzado enseñándome por la mitad del reino y el precio en que me había
vendido. Añadí que la vida que había llevado desde entonces era lo bastante trabajosa para
matar a un ser diez veces más fuerte que yo; que mi salud se había quebrantado mucho con
aquella continua y miserable faena de divertir a la gentuza a todas las horas del día, y que si
mi amo no hubiera supuesto que mi vida estaba en peligro, quizá no hubiese encontrado Su
Majestad tan buena ganga. Pero libre ya de todo temor de mal trato, bajo la protección de
tan grande y bondadosa emperatriz, adorno de la Naturaleza, predilecta del mundo, delicia
de sus vasallos, fénix de la creación, esperaba que los recelos de mi antiguo amo
aparecieran desprovistos de fundamento, pues ya sentía yo mis energías revivir bajo el
influjo de su muy augusta presencia.
Éste fue, en resumen, mi discurso, pronunciado con grandes incorrecciones y titubeos.
La última parte se ajustaba por completo al estilo peculiar de aquella gente, del que
Glumdalclitch me había enseñado algunas frases cuando me llevaba a la corte.
La reina, usando de gran benevolencia para mi hablar defectuoso, quedó, sin embargo,
sorprendida al ver tanto entendimiento y buen sentido en animal tan diminuto. Me tomó en
sus propias manos y me llevó al rey, que estaba retirado en su despacho. Su Majestad,
príncipe de mucha gravedad y austero continente, no apreciando bien mi forma a primera
vista, preguntó de modo frío a la reina desde cuándo se había aficionado a un splacknuck,
que tal debí de parecerle echado de boca en la mano derecha de Su Majestad. Pero la
princesa, que tenía grandísimas dotes de entendimiento y donaire, me puso suavemente de
pie sobre el escritorio y me mandó que diese a Su Majestad noticia de quién era, lo que hice
en muy pocas palabras, y Glumdalclitch -que aguardaba a la puerta del despacho, y, no
pudiendo sufrir que me hurtaran a su vista, fue autorizada para entrar- confirmó todo lo
sucedido desde mi llegada a casa de su padre.
El rey, aunque era persona instruida como la que más de sus dominios, y estaba educado
en el estudio de la Filosofía, y especialmente de las Matemáticas, cuando apreció mi forma
exactamente y me vio andar en dos pies, antes de que empezase a hablar, pensó que yo
podía ser un aparato de relojería -arte que ha llegado en aquel país a muy grande
perfección-, ideado por algún ingenioso artista. Pero cuando oyó mi voz y encontró lo que
hablaba lógico y racional, no pudo ocultar su asombro. En ningún modo se dio por
satisfecho con la relación que le hice acerca de cómo fue mi llegada a su reino, sino que la
juzgó una fábula urdida entre Glumdalclitch y su padre, que me habrían enseñado una serie
de palabras a fin de venderme a precio más alto. En esta creencia me hizo otras varias
preguntas, y de nuevo recibió respuestas racionales, sin otros defectos que los nacidos de un
acento extranjero y de un conocimiento imperfecto del idioma, con algunas frases rústicas
que había yo aprendido en casa del labrador, y que no se acomodaban al pulido estilo de
una corte.
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Su Majestad el rey envió a buscar a tres eminentes sabios que estaban de servicio
semanal, conforme es costumbre en aquel país. Estos señores, una vez que hubieron
examinado mi figura con toda minuciosidad, fueron de opiniones diferentes respecto de mí.
Convinieron en que yo no podía haber sido producido según las leyes regulares de la
Naturaleza, porque no estaba constituido con capacidad para conservar mi vida, ya fuese
por ligereza, ya por trepar a los árboles, ya por cavar hoyos en el suelo. Por mis dientes, que
examinaron con gran detenimiento, dedujeron que era un animal carnívoro; sin embargo,
considerando que la mayoría de los cuadrúpedos era demasiado enemigo para mí, y el ratón
silvestre, con algunos otros, demasiado ágil, no podían suponer cómo pudiera mantenerme,
a no ser que me alimentase de caracoles y varios insectos, que citaron, para probar, con mil
argumentos eruditos, que no me era posible hacerlo. Uno de aquellos sabios se inclinaba a
creer que yo era un embrión o un aborto; pero este juicio fue rechazado por los otros dos,
que hicieron observar que mis miembros eran acabados y perfectos, y que yo había vivido
varios años, como lo acreditaba mi barba, cuyos cañones descubrieron claramente con
ayuda de una lente de aumento. No admitieron que fuese un enano, porque mi pequeñez iba
más allá de toda comparación posible, ya que el enano favorito de la reina, que era el más
pequeño que jamás se conoció en aquel reino, tenía cerca de treinta pies de altura. Después
de mucho debatir, concluyeron, unánimes, que yo era, sencillamente, un relplum scalcatch,
lo que, interpretado literalmente, significa lusus naturæ, determinación en todo conforme
con la moderna filosofía de Europa, cuyos profesores, desdeñando el antiguo efugio de las
causas ocultas, con que los discípulos de Aristóteles trataban en vano de disfrazar su
ignorancia, han inventado esta solución para todas las dificultades que encuentra el
imponderable avance del humano conocimiento.
Después de esta decisiva conclusión, se me rogó que hablase alguna cosa. Me aproximé
al rey y aseguré a Su Majestad que yo procedía de un país que contaba varios millones de
personas de ambos sexos, todas de mi misma estatura, donde los animales, los árboles y las
casas estaban en proporción, y donde, por tanto, yo era tan capaz de defenderme y de
encontrar sustento como cualquier súbdito de Su Majestad pudiera serlo allí; lo que me
pareció cumplida respuesta a los argumentos de aquellos señores. A esto, ellos replicaron
sólo diciendo, con una sonrisa despreciativa, que el labrador me había enseñado la lección
muy bien. El rey, que tenía mucho mejor sentido, despidió a sus sabios y envió por el
labrador, que, afortunadamente, no había salído aún de la ciudad. Habiéndole primero
interrogado a solas, y luego confrontádole conmigo y con la niña, Su Majestad empezó a
creer que podía ser verdad lo que yo le había dicho. Encargó a la reina que mandase tener
especial cuidado de mí y fue de opinión de que Glumdalclitch continuara en su oficio de
guardarme, porque advirtió el gran afecto que nos dispensábamos. Se dispuso para ella en
la corte un alojamiento conveniente y se le asignó una especie de aya que cuidase de su
educación, una doncella para vestirla y otras dos criadas para los menesteres serviles; pero
mi cuidado se le encomendó a ella enteramente. La reina encargó a su mismo ebanista que
discurriese una caja tal que pudiese servirme de dormitorio, de acuerdo con el modelo que
conviniésemos Glumdalclitch y yo. Este hombre era un ingeniosísimo artista, y, siguiendo
mis instrucciones, en tres días me acabó un cuarto de madera de dieciséis pies en cuadro y
doce de altura, con ventanas de vidrieras, una puerta y dos retretes, como un dormitorio de
Londres. El tablero que formaba el techo podía levantarse y bajarse por medio de dos
bisagras para meter una cama dispuesta por el tapicero de Su Majestad la reina, y que
Glumdalclitch sacaba al aire todos los días, hacía con sus propias manos y volvía a entrar
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por la noche, después de lo cual cerraba el tejado sobre mí. Un excelente artífice, famoso
por sus caprichosas miniaturas, tomó a su cargo el hacerme dos sillas, cuyos respaldos y
palos eran de una materia parecida al marfil, y dos mesas, con un escritorio para meter mis
cosas. La habitación fue acolchada por todos sus lados, así como por el suelo y el techo, a
fin de evitar cualquier accidente causado por el descuido de quienes me transportasen y de
amortiguar la violencia de los vaivenes cuando fuese en coche. Pedí una cerradura para mi
puerta, a fin de impedir que entrasen las ratas y los ratones; el herrero, después de muchos
ensayos, hizo la más pequeña que nunca se había visto allí, pues yo mismo he encontrado
una más grande en la puerta de la casa de un caballero en inglaterra. Me di trazas para
guardarme la llave en uno de los bolsillos, por miedo de que Glumdalclitch la perdiese.
Asimismo encargó la reina que se me hiciese ropa de las sedas más finas que pudieran
encontrarse, que no eran mucho más finas que una manta inglesa y que me incomodaron
mucho hasta que me acostumbré a llevarlas. Me vistieron a la usanza del reino, en parte
semejante a la persa, en parte a la china, y que es un vestido muy serio y decente.
La reina se aficionó tanto a mi compañía, que no se hacían a comer sin mí. Me pusieron
una mesa sobre aquella misma en que comía Su Majestad y junto a su codo izquierdo, y una
silla para sentarme. Glumdalclitch se subía de pie en una banqueta puesta en el suelo para
servirme y cuidar de mí. Yo tenía un juego completo de platos y fuentes de plata y otros
útiles, que en proporción a los de la reina no eran mucho mayores que los que suelen verse
del mismo género en cualquier tienda de juguetes de Londres para las casas de muñecas.
Todos los guardaba en su bolsillo mi pequena niñera dentro de una caja de plata, y ella me
los daba en las comidas conforme los necesitaba, siempre limpiándolos ella misma. Nadie
comía con la reina más que las dos princesas reales: la mayor, de dieciséis años, y la menor,
de trece y un mes entonces. Su Majestad solía poner en uno de mis platos un poquito de
comida, del cual yo cortaba y me servía, y era su diversión verme comer en miniatura.
Porque la reina -que por cierto tenía un estómago muy débil- tomaba de un bocado tanto
como una docena de labradores ingleses pudiera comer en una asentada, lo que para mi fue
durante algún tiempo un espectáculo repugnante. Trituraba entre sus dientes el ala de una
calandria, con huesos y todo, aunque era nueve veces mayor que la de un pavo crecido, y se
metía en la boca un trozo de pan tan grande como dos hogazas de doce peniques. Bebía en
una copa de oro sobre sesenta galones de un trago. Sus cuchillos eran dos veces tan largos
como una guadaña puesta derecha, con su mango. Cucharas, tenedores y demás
instrumentos guardaban la misma proporción. Recuerdo que cuando Glumdalclitch, por
curiosidad, me llevó a ver una de las mesas de la corte, donde se levantaban a la vez diez o
doce de aquellos enormes tenedores y cuchillos, pensé no haber asistido en mi vida a un
espectáculo tan terrible.
Es costumbre que todos los viernes -que, como ya he advertido, son sus sábados-, la
reina y el rey, con su real descendencia de ambos sexos, coman juntos en la estancia de Su
Majestad el rey, de quien yo era ya gran favorito; y en estas ocasiones mi sillita y mi mesita
eran colocadas a su izquierda, delante de uno de los saleros. Este príncipe gustaba de
conversar conmigo preguntándome acerca de las costumbres, la religión, las leyes, el
gobierno y la cultura de Europa, de lo que yo le daba noticia lo mejor que podía. Su
percepción era tan clara y su discernimiento tan exacto, que hacía muy sabias reflexiones y
observaciones sobre todo lo que yo decía; pero no debo ocultar que cuando me hube
excedido un poco hablando de mi amado país, de nuestro comercio, de nuestras guerras por
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tierra y por mar y de nuestros partidos políticos, los prejuicios de educación pesaron tanto
en él, que no pudo por menos de cogerme en su mano derecha, y acariciándome
suavemente con la otra, después de un acceso de risa, preguntarme si yo era Whig o Tory.
Luego, volviéndose a su primer ministro -que detrás de él daba asistencia, en la mano su
bastón blanco, casi tan alto como el palo mayor del Royal Sovereign-, observó cuán
despreciable cosa eran las grandezas humanas, que podían imitarse por tan diminutos
insectos como yo; «y aun apostaría -dijo- que estas criaturas tienen sus títulos y
distinciones, discurren nidos y madrigueras que llaman casas y ciudades, se preocupan de
vestidos y trenes, aman, luchan, disputan, defraudan y traicionan». Y así continuó, mientras
a mí, de indignación, un color se me iba y otro se me venía viendo a nuestra noble nación,
maestra en las artes y en las armas, azote de Francia, árbitro de Europa, asiento de la
piedad, la virtud, el honor y la verdad, orgullo y envidia del mundo, con tal desprecio
tratada.
Pero como yo no estaba en situación de sentir injurias, después de maduras reflexiones
empecé a dudar si había sido injuriado o no, pues, acostumbrado ya por varios meses de
residencia a la vista y al trato de aquellas gentes y encontrando todos los objetos que a mis
ojos se ofrecían de magnitud proporcionada, el horror que al principio me inspiraron tales
seres por su corpulencia y aspecto desapareció hasta tal punto, que si hubiera mirado
entonces una compañía de lores y damas ingleses, con sus adornados vestidos de fiesta,
representando del modo más cortesano sus respectivos papeles, contoneándose, haciendo
reverencias y parloteando, en verdad digo que me hubiesen dado grandes tentaciones de
reírme de ellos, tanto como el rey y sus grandes se reían de mí. Y a buen seguro que
tampoco podía evitar el reírme de mí mismo cuando la reina, como solía, me colocaba
sobre su mano ante un espejo, con lo que nuestras dos personas se presentaban juntas a mi
vista por entero; y no podía darse nada más ridículo que la comparación, al extremo de que
yo realmente comencé a imaginar que había disminuido con mucho por bajo de mi tamaño
corriente.
Nada me enfurecía y mortificaba tanto como el enano de la reina, el cual, siendo de la
más baja estatura que nunca se vio en aquel país -pues, en verdad, creo que no llegaba a los
treinta pies-, se tornó insolente al ver una criatura tan por bajo de él, de modo que siempre
hacía el baladrón y el buen mozo al pasar por mi lado en la antecámara cuando yo estaba de
pie en alguna mesa hablando con los caballeros y las damas de la corte, y rara vez dejaba de
soltar alguna palabra punzante a propósito de mi pequeñez, de lo cual sólo podía vengarme
llamándole hermano, desafiándole a luchar y con las agudezas acostumbradas en labios de
los pajes de corte. Un día, durante la comida, este cachorro maligno estaba tan amostazado
por algo que le había dicho yo, que, subiéndose al palo de la silla de Su Majestad la reina,
me cogió por mitad del cuerpo, conforme yo estaba sentado, totalmente desprevenido, y me
echó dentro de un gran bol de plata lleno de crema, y luego escapó a todo correr. Caí de
cabeza, y a no ser un buen nadador lo hubiera pasado muy mal, pues Glumdalclitch estaba
en aquel momento al otro extremo de la habitación, y la reina se aterrorizó de modo que le
faltó presencia de ánimo para auxiliarme. Pero mi pequeña niñera corrió en mi auxilio y me
sacó cuando ya había tragado más de media azumbre de crema. Me llevaron a la cama, y se
vio que, por mi fortuna, no había recibido otro daño que la pérdida de un traje, que quedó
completamente inservible. El enano fue bravamente azotado y, como añadidura, obligado a
beberse el bol de crema en que me había arrojado, y nunca más recobró su favor, pues poco
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después la reina lo regaló a una dama de mucha calidad. Así que no volví a verle, con gran
satisfacción mía, pues no sé decir a qué extremo hubiese llevado su resentimiento este
bribón endemoniado.
Ya antes me había jugado una mala pasada, que hizo reir a la reina, aunque al mismo
tiempo se disgustó tan profundamente que estuvo a punto de despedirle, y sin duda lo
hubiese hecho a no ser yo lo bastante generoso para interceder. Su Majestad la reina se
había servido un hueso de tuétano, y cuando hubo sacado éste volvió a poner el hueso en la
fuente derecho como antes estaba. El enano, acechando una oportunidad, mientras
Glumdalclitch iba al aparador, se subió en la banqueta en que ella se ponía de pie para
cuidar de mí durante las comidas, me levantó con las dos manos y, apretándome las piernas
una contra otra, me las encajó dentro del hueso de tuétano, donde entré hasta más arriba de
la cintura y quedé como hincado un rato, haciendo muy ridícula figura. Supongo que pasó
cerca de un minuto primero que nadie supiese adónde había ido a parar, porque gritar
entendí que hubiera sido rebajamiento. Pero como los príncipes casi nunca toman la comida
caliente, no se me escaldaron las piernas, y sólo mis medias y mis calzones quedaron en
poco limpia condición. El enano, gracias a mis súplicas, no sufrió otro castigo que unos
buenos azotes.
La reina se reía frecuentemente de mí por causa de mi cobardía, y acostumbraba
preguntarme si la gente de mi país era toda tan cobarde como yo. Uno de los motivos fue
éste: el reino se infesta de mosquitos en verano, y estos odiosos insectos, cada uno del
tamaño de una calandria de Dunstable, no me daban punto de reposo cuando estaba sentado
a la mesa, con su continuo zumbido alrededor de mis orejas. A veces se me paraban en la
comida; otras se me ponían en la nariz o en la frente, donde su picadura me llegaba a lo
vivo, despidiendo malísimo olor, y me era fácil seguir el trazo de esa materia viscosa, que,
según nos enseñan nuestros naturalistas, permite a estos animales andar por el techo con las
patas hacia arriba. Pasaba yo gran trabajo para defenderme de estos bichos detestables y no
podía dejar de estremecerme cuando se me venían a la cara. El enano había cogido la
costumbre de cazar con la mano cierto número de estos insectos, como hacen nuestros
colegiales, y soltármelos de repente debajo de la nariz, de propósito para asustarme y
divertir a la reina. Mi remedio era destrozarlos con mi navaja conforme iban volando por el
aire, ejercicio en que se admiraba mucho mi destreza.
Recuerdo que una mañana en que Glumdalclitch me había puesto dentro de mi caja en
una ventana, como tenía costumbre de hacer los días buenos, para que me diese el aire -
pues yo no me atrevía a consentir que colgaran la caja en un clavo por fuera de la ventana,
al modo en que nosotros colgamos las jaulas en Inglaterra-, cuando había corrido una de
mis vidrieras y sentádome a mi mesa para comer un pedazo de bollo como desayuno, más
de veinte avispas, atraídas por el olor, entraron en mi cuarto volando con zumbido más
fuerte que el que hicieran los roncones de otras tantas gaitas. Algunas me cogieron el bollo
y se lo llevaron a pedazos; otras me revoloteaban alrededor de la cabeza y la cara,
aturdiéndome con sus ruidos y poniendo en mi ánimo el mayor espanto con sus aguijones.
Sin embargo, tuve valor para levantarme y sacar el alfanje y atacarlas en su vuelo.
Despaché cuatro; las demás huyeron y yo cerré en seguida la ventana. Estos insectos eran
grandes como perdices; les arranqué los aguijones, que hallé ser de pulgada y media de
largo y agudos como agujas. Los conservé cuidadosamente, y después de haberlos
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enseñado con algunas otras curiosidades en diferentes partes de Europa, cuando volví a a
Inglaterra hice donación de tres al Colegio de Gresham y guardé el cuarto para mí.
Capítulo 4
Descripción del país. -Una proposición de que se corrijan los mapas modernos. -El palacio
del rey y alguna referencia de la metrópoli. -Modo de viajar del autor. -Descripción del
templo principal.
Quiero ofrecer al lector ahora una corta descripción de este país, en cuanto yo viajé por
él, que no pasó de dos mil millas en contorno de Lorbrulgrud, la metrópoli; pues la reina, a
cuyo servicio seguí siempre, nunca iba más lejos cuando acompañaba al rey en sus viajes, y
allí permanecía hasta que Su Majestad volvía de visitar las fronteras. La total extensión de
los dominios de este príncipe alcanzaba unas seis mil millas de longitud y de tres a cinco
mil de anchura, por donde no tengo más remedio que deducir que nuestros geógrafos de
Europa están en un gran error al suponer que sólo hay mar entre el Japón y California.
Siempre fuí de opinión de que debía de haber un contrapeso de tierra que hiciese equilibrio
con el gran continente de Tartaria; y ahora deben corregirse los mapas y cartas añadiendo
esta vasta región de tierra a la parte noroeste de América, para lo cual yo estoy dispuesto a
prestar mi ayuda.
El reino es una península limitada al Norte por una cadena de montañas de treinta millas
de altura, que son por completo infranqueables a causa de los volcanes que hay en las
cimas. No sabe el más culto qué clases de mortales viven del otro lado de aquellas
montañas, ni si hay o no habitantes. Por los otros tres lados, la península confina con el
mar. No hay un solo puerto en todo el litoral, y aquellas partes de las costas por donde
vierten los ríos están de tal modo cubiertas de rocas puntiagudas, y el mar tan alborotado de
ordinario, que aquellas gentes no pueden arriesgarse en el más pequeño de sus botes, y, así,
viven imposibilitadas de todo comercio con el resto del mundo. Pero los grandes ríos están
llenos de embarcaciones y abundan en pesca excelente. Rara vez pescan en el mar, porque
los peces marinos tienen el mismo tamaño que en Europa, y, por lo tanto, no merecen para
ellos la pena de cogerlos. Por donde resulta indudable que la Naturaleza ha limitado por
completo la producción de plantas y animales de volumen tan extraordinario a este
continente, por razones cuya determinación dejo a los filósofos. Sin embargo, alguna que
otra vez cogen una ballena que aconteció estrellarse contra las rocas y que la gente
ordinaria come con deleite. He visto algunas de estas ballenas tan grandes que apenas podía
llevarlas a costillas un hombre, y a veces, como curiosidad, las transportan a Lorbrulgrud
en cestos. He visto una en una fuente en la mesa del rey, que se tenía por excepcionalmente
grande; pero a él no pareció gustarle mucho, sin duda porque le desagradaba su grandeza,
aunque yo he visto una algo mayor en Groenlandia.
El país está bastante poblado, pues contiene cincuenta y una ciudades, cerca de cien
poblaciones amuralladas y gran número de aldeas. Para satisfacer al lector curioso bastará
con que describa Lorbrulgrud. Esta ciudad se asienta sobre dos extensiones casi iguales,
una a cada lado del río que la atraviesa. Tiene más de ocho mil casas y unos seiscientos mil
habitantes. Mide a lo largo tres glamglus -que viene a ser unas cincuenta y cuatro millas
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inglesas- y dos y media a lo ancho, según medí yo mismo sobre el mapa real hecho por
orden del rey, y que, para mi servicio, fue extendido en el suelo, que cubría en un centenar
de pies; anduve varias veces descalzo el diámetro y la circunferencia, y haciendo el debido
cómputo por medio de la escala lo medí con bastante exactitud.
El palacio del rey no es un edificio regular, sino un conjunto de edificaciones que
abarcan unas siete millas en redondo. Las habitaciones principales tienen, por regla general,
doscientos cincuenta pies de alto, y anchura y longitud proporcionadas. Se nos asignó un
coche a Glumdalclitch y a mí, en el cual su aya la sacaba frecuentemente a ver la población
o recorrer los comercios, y yo siempre era de la partida, metido en mi caja, aunque la niña,
a petición mía, me sacaba a menudo y me tenía en la mano, para que pudiese mirar mejor
las casas y la gente cuando íbamos por las calles. Calculé que nuestro coche sería como una
nave de Westminster Hall, pero algo menos alto, aunque no respondo de que el cálculo sea
muy puntual. Un día, el aya mandó al cochero que se detuviese frente a varios comercios,
donde los mendigos, que acechaban la oportunidad, se agolparon a los lados del coche y
presentaron ante mí el espectáculo más horrible que se haya ofrecido a ojos europeos.
Además de la caja grande en que me llevaban corrientemente, la reina encargó que se
me hiciese otra más pequeña, de unos doce pies en cuadro y diez de altura, para mayor
comodidad en los viajes, pues la otra resultaba algo grande para el regazo de Glumdalclitch
y embarazosa en el coche. La hizo el mismo artista, a quien yo dirigí en todo el proyecto.
Este gabinete de viaje era un cuadrado perfecto, con una ventana en medio de cada uno de
tres de los lados, y las ventanas enrejadas con alambre por fuera, a fin de evitar accidentes
en los viajes largos. En el lado que no tenía ventana se fijaron dos fuertes colgaderos, por
los cuales la persona que me llevaba, cuando me ocurría ir a caballo, pasaba un cinturón de
cuero, que luego se ceñía. Éste era siempre menester encomendado a algún criado juicioso
y fiel en quien se pudiese confiar, tanto que yo acompañase al rey y a la reina en sus
excursiones, como que fuese a ver los jardines o a visitar a alguna dama principal o algún
ministro, si acaso Glumdalclitch no se encontraba bien; pues advierto que muy pronto
empecé a ser conocido y estimado de los más altos funcionarios, supongo que más por
razón del favor que me dispensaban Sus Majestades que por mérito propio alguno. En los
viajes, cuando me cansaba del coche, un criado a caballo sujetaba mi caja a la cintura y la
descansaba en un cojín delante de él, y desde allí gozaba yo una amplia perspectiva del
terreno por los tres lados que tenía ventana. Llevaba en este cuartito una cama de campaña
y una hamaca pendiente del techo, y dos sillas y una mesa fuertemente atornilladas al suelo,
para impedir que las sacudiese el movimiento del caballo o del coche. Y como estaba de
tiempo acostumbrado a las travesías, esta agitación, aunque muy violenta a veces, no me
descomponía gran cosa.
Siempre que sentía deseo de ver la población, me llevaba en mi cuarto de viaje, puesto
en su regazo, Glumdalclitch, quien iba en una especie de silla de mano descubierta, al uso
del país, transportada por cuatro hombres y asistida por otros dos con la librea de la reina.
La gente, que con frecuencia oía hablar de mí, se agolpaba curiosa en torno de la silla, y la
niña era lo bastante complaciente para detener a los portadores y tomarme en la mano a fin
de que se me pudiera ver con más comodidad.
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Tenía yo mucha gana de conocer el templo principal, y particularmente su torre que
pasaba por la más alta del reino. En consecuencia, me llevó un día mi niñera; pero puedo en
verdad decir que volví desencantado, porque la altura no excede de tres mil pies, contando
desde el suelo al último chapitel, lo que, dada la diferencia de tamaño entre aquellas gentes
y nosotros los europeos, no es motivo de gran asombro, ni llega, en proporción, si no
recuerdo mal, a la torre de Salisbury. Mas, para no desprestigiar una nación a la que por
toda mi vida me reconoceré obligado en extremo, he de conceder que esta famosa torre, lo
que no tiene de altura lo tiene de belleza y solidez, pues los muros son de cerca de cien pies
de espesor, y están hechos de piedra tallada -cada una de las cuales tiene unos cuarenta pies
en cuadro-, y adornados por todas partes con estatuas de dioses y emperadores, esculpidas
en mármol, de más que tamaño natural. Medí un dedo meñique que se le había caído a una
de las estatuas y pasaba inadvertido entre un poco de broza, y encontré que tenía justamente
cuatro pies y una pulgada de longitud. Glumdalclitch lo envolvió en su pañuelo y se lo
llevó a casa en el bolsillo, para guardarlo con otras chucherías a las que la niña era muy
aficionada, como es corriente en los chicos de su edad.
La cocina del rey es, a no dudar, un hermoso edificio, terminado en bóveda y de unos
seiscientos pies de alto. El horno grande no llega en anchura a la cúpula de San Pablo, que
es diez pasos mayor, pues de propósito medí ésta a mi regreso. Pero si fuese a describir
aquellas parrillas, aquellas prodigiosas marmitas y calderas, aquellos cuartos de carne
dando vueltas en los asadores, y otros muchos detalles, es posible que no se me diera
crédito, o, por lo manos, una crítica severa se inclinaría a pensar que yo exageraba un poco,
como se sospecha que hacen frecuentemente los viajeros. Por evitar esta censura, creo
haber incurrido excesivamente en el extremo contrario, y que si el presente estudio viniera
a ser traducido al idioma de Brobdingnag -que éste es el nombre de aquel reino-, y llevado
allí, lo mismo el rey que su pueblo tendrían razón para quejarse de que yo les había
ofendido con una pintura falsa y diminutiva.
Su Majestad rara vez guarda en sus caballerizas más de seiscientos caballos, que tienen,
por regla general, de cincuenta y cuatro a sesenta pies de altura. Pero cuando sale en días
solemnes le da escolta una guardia miliciana de quinientos caballos, que yo tuve, sin duda,
por el más espléndido espectáculo que pudiera presenciarse, hasta que vi a parte de su
ejército en orden de batalla. De lo que ya tendré ocasión de hablar.
Capítulo 5
Varias aventuras sucedidas al autor. -La ejecución de un criminal. -El autor descubre su
conocimiento de la navegación.
Hubiera vivido bastante feliz en aquella tierra si mi pequeñez no me hubiese expuesto a
diversos accidentes molestos y ridículos, algunos de los cuales me atreveré a relatar.
Glumdalclitch me llevaba a menudo a los jardines de palacio en mi caja pequeña, y a veces
me sacaba de ella y me tenía en la mano o me bajaba al suelo para que paseara. Recuerdo
que un día el enano, antes de perder la privanza de la reina, nos seguía por aquellos
jardines, y habiéndome dejado mi niñera en el suelo y estando juntos él y yo cerca de unos
manzanos enanos, quise hacer gala de mi ingenio con una alusión inocente al parecido entre
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él y los árboles, cuyas denominaciones se relacionan entre sí en aquel idioma, como sucede
en el nuestro. Por este motivo, acechando el desalmado bribón la oportunidad cuando
pasaba yo por debajo de uno de los árboles lo sacudió sobre mi cabeza, con lo que una
docena de manzanas, del tamaño de un barril de Brístol cada una, se vinieron abajo,
saludándome los oídos. Una de ellas me alcanzó en las espaldas cuando estaba inclinado y
me derribó de boca cuan largo soy; pero no recibí mayor daño, y el enano obtuvo el perdón
a ruego mío, ya que la provocación había partido de mí.
Otro día Glumdalclitch me dejó en un césped suave para que me esparciese, mientras
ella paseaba con su aya a alguna distancia. En esto se desencadenó de repente tan violenta
granizada, que su fuerza me derribó en tierra; y, ya caído, los granizos me molieron todo el
cuerpo tan cruelmente como si me hubieran lanzado pelotas de tennis; me las arreglé, sin
embargo, para arrastrarme a cuatro pies y resguardarme, acostándome boca abajo a lo largo
de la banda de sotavento de un lomo cubierto de tomillo; pero tan maltrecho de pies a
cabeza, que no pude salir en diez días. Y no hay que asombrarse de ello, porque la
Naturaleza en aquel país observa proporción en todas sus manifestaciones; un granizo de
aquéllos es casi dieciocho veces más grande que uno de Europa, lo que puedo afirmar
apoyado en la experiencia, ya que tuve la curiosidad de pesarlos y medirlos.
Pero aun me aconteció un accidente más peligroso en aquel mismo jardín, en ocasión de
haberse retirado mi niñera a otra parte de él con su aya y algunas damas amigas, creyendo
dejarme en lugar seguro -lo que con frecuencia le suplicaba que hiciese, para recrearme a
solas con mis pensamientos- y de haberse dejado en casa mi caja para evitarse la molestia
de llevarla. Lejos Glumdalclitch, donde yo no la veía ni podía llegar hasta ella mi voz, un
sabuesillo blanco, propiedad del jardinero, que por casualidad había entrado en el jardín,
acertó a pasar cerca del sitio en que me hallaba. El perro, siguiendo el rastro, se vino
derecho a mí, y cogiéndome con la boca corrió a su amo moviendo la cola y me dejó
suavemente en el suelo. Por suerte le habían adiestrado tan bien, que fuí transportado entre
sus dientes sin sufrir el daño más ligero, ni siquiera desgarramiento de ropa; pero el infeliz
jardinero, que me conocía sobradamente y sentía gran afecto por mí, se llevó un susto
terrible. Me levantó suavemente en ambas manos y me preguntó si me había pasado algo;
pero estaba yo tan pasmado y sin aliento, que no le pude responder palabra. A los pocos
minutos volví en mí y él me llevó indemne a mi niñera, quien, en tanto, había vuelto al sitio
en que me dejara, y, no hallándome ni obteniendo respuesta a sus llamadas, estaba en
mortales angustias. Amonestó al jardinero severamente por lo que su perro había hecho;
mas la cosa se ocultó y jamás se supo en la corte, pues la niña temía el enfado de la reina, y
en cuanto a mí he de decir francamente que pensé que no haría ningún provecho a mi fama
que se extendiera semejante historia.
Este accidente determinó a Glumdalclitch a no perderme de vista en lo sucesivo cuando
saliésemos. Llevaba yo mucho tiempo temiendo esta resolución, y, en consecuencia, le
había ocultado a ella algunas pequeñas aventuras desgraciadas que me habían ocurrido en
aquellos tiempos en que me abandonaban a mí mismo. Una vez, un gatito que rondaba por
el jardín saltó sobre mí, y, a no haber yo sacado resueltamente mi alfanje y precipitádome
bajo una tupida espaldera, de seguro que me hubiera arrebatado en sus garras. En otra
ocasión, subiendo por el montoncillo de arena que un topo acababa de formar escarbando,
caí de cabeza en el hoyo que el animal había cavado, y tuve que inventar una mentira, que
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no merece la pena de recordar, para disculparme de haberme estropeado el vestido.
También me rompí la espinilla derecha contra la concha de un caracol con que tropecé un
día que paseaba solo, pensando en la pobre Inglaterra.
No sé qué era más grande, si mi complacencia o mi mortificación al observar en
aquellos paseos solitarios que los pájaros más pequeños no mostraban miedo ninguno de
mí; antes bien, brincaban a mi alrededor a una yarda de distancia, buscando gusanos y otras
cosas que comer, con la misma indiferencia y seguridad que si no hubiera ser ninguno junto
a ellos. Recuerdo que un tordo se tomó la libertad de arrebatarme de la mano con el pico un
trozo de bollo que Glumdalclitch acababa de darme para desayuno. Cuando intentaba coger
alguno de estos pájaros, se me revolvían fieramente, tirándome picotazos a los dedos, que
yo cuidaba de no poner a su alcance, y luego, con toda despreocupación, seguían saltando a
caza de gusanos y caracoles, como antes. Un día, sin embargo, cogí un buen garrote y se lo
tiré con toda mi fuerza y tan certeramente a un pardillo, que lo tumbé del golpe,
y,cogiéndole por el cuello con las dos manos, corrí a mi niñera llevándolo en triunfo. Pero
el pájaro que sólo había quedado aturdido, se recobró y me dio tantos golpes con las alas a
ambos lados de la cabeza y del cuerpo, que, aun cuando lo mantenía apartado con los
brazos extendidos y estaba fuera del alcance de sus garras, veinte veces estuve por dejarle
escapar. Mas pronto vino en mi auxilio uno de nuestros criados, que retorció al pájaro el
pescuezo, y al día siguiente me lo dieron para almorzar por orden de la reina. Este pardillo,
por lo que recuerdo, venía a ser algo mayor que un cisne de Inglaterra.
Un día, un joven caballero, sobrino del aya de mi niñera, vino e invitó a las dos
insistentemente a que fuesen a ver una ejecución: la de un hombre que había asesinado
precisamente a uno de los amigos íntimos de aquel caballero. A Glumdalclitch la
convencieron para que fuese de la partida, muy contra su inclinación, porque era
naturalmente compasiva; y por lo que a mí toca, aunque aborrezco esta naturaleza de
espectáculos, me tentaba la curiosidad de ver una cosa que suponía que debía de ser
extraordinaria. El malhechor fue sujeto a una silla en un cadalso levantado al efecto y le
cortaron la cabeza de un tajo con una espada de cuarenta pies de largo aproximadamente.
Las venas y arterias arrojaron tan prodigiosa cantidad de sangre y a tal altura, que el gran
jeu d'eau de Versalles no se le igualaba mientras duró; y la cabeza, al caer, dio contra el
piso del cadalso un golpazo tan grande, que me hizo estremecer, aunque estaba yo, por lo
menos, a media milla inglesa de distancia.
La reina, que solía oírme hablar de mis viajes marítimos y no dejaba ocasión de
divertirme cuando me veía melancólico, me preguntó si sabía manejar una vela o un remo y
si no me sería conveniente para la salud un poco de ejercicio de boga. Le respondí que
ambas cosas se me entendían muy bien, pues aunque mi verdadera profesión había sido la
de médico o doctor del barco, muchas veces, en casos de apuro, me había visto obligado a
trabajar como un marinero más. Pero no veía yo cómo podría hacer esto en su país, donde
el más pequeño esquife era igual que uno de nuestros buques de guerra de primera
categoría, y en cuyos ríos no podría resistir un bote tal como yo lo necesitaba para
manejarlo. Su Majestad dijo que si yo ideaba un bote, su propio carpintero lo haría y ella
buscaría un sitio donde yo pudiese navegar. El hombre era obrero hábil, y, siguiendo mis
instrucciones, en diez días acabó un bote de recreo con todo su aparejo muy suficiente para
ocho europeos. Cuando estuvo acabado le gustó tanto a la reina, que lo llevó corriendo en
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su falda al rey, quien ordenó que lo pusieran en una cisterna llena de agua, conmigo dentro,
a manera de ensayo; no pude usar mis remos cortos allí por falta de espacio. Pero la reina
había de antemano forjado otro proyecto; mandó al carpintero que hiciese una artesa de
madera de trescientos pies de largo, cincuenta de ancho y ocho de fondo, la cual, bien
embreada para que no se saliese el agua, fue puesta en el suelo, pegada a la pared, en una
habitación exterior del palacio. Tenía la artesa cerca del fondo un grifo para sacar el agua
cuando llevaba echada mucho tiempo, y dos criados podían llenarla sin trabajo en media
hora. Allí solía yo remar para mi propia distracción, así como para la de la reina y sus
damas, que se complacían mucho en mi destreza y agilidad. A veces largaba la vela, y
entonces mi tarea consistía solamente en gobernar cuando las damas me mandaban viento
fresco con los abanicos, y cuando se cansaban ellas, algún paje me empujaba la vela con su
aliento, mientras yo mostraba mi arte gobernando a babor, o a estribor, según quería.
Cuando terminaba, Glumdalclitch volvía a llevarse el bote a su gabinete y allí lo colgaba de
un clavo para que se secase.
Practicando este ejercicio me ocurrió una vez un accidente que en nada estuvo que me
costara la vida. Fue que, habiendo echado uno de los pajes mi bote en la artesa, el aya que
cuidaba de Glumdalclitch, muy oficiosamente, me levantó para meterme en el bote; pero
me aconteció escurrirme de entre sus dedos, e infaliblemente hubiese dado contra el suelo
desde cuarenta pies de altura si, por la más venturosa casualidad del mundo, no me hubiese
detenido un alfiler que la buena señora llevaba prendido en el peto; la cabeza del alfiler
vino a metérseme entre la camisa y la pretina de los calzones, y así quedé suspendido en el
aire por la mitad del cuerpo hasta que Glumdalclitch acudió en mi socorro.
Otra vez, uno de los criados, cuyo oficio era llenar mi artesa de agua limpia cada tres
días, tuvo el descuido de dejar que una rana enorme, por no haberla visto, se deslizase en el
cubo. La rana estuvo oculta hasta que me pusieron en el bote; pero entonces, advirtiendo un
lugar de descanso, trepó a él, y lo hizo inclinarse tanto de un costado, que tuve que
contrabalancear echando al otro todo el peso de mi cuerpo para impedir el vuelco. Cuando
la rana estuvo dentro, saltó de primera intención la mitad del largo del bote, y luego, por
encima de mi cabeza, de atrás adelante y al contrario, ensuciándome la cara y las ropas con
repugnante lodo. El grandor de sus miembros la hacía aparecer como el animal más
disforme que pueda concebirse. No obstante, pedí a Glumdalclitch que me dejase
habérmelas con ella solo. Durante un buen rato le sacudí con uno de los remos, y, por fin, la
forcé a saltar del bote.
Pero el mayor peligro en que me vi durante mi estancia en aquel reino fue debido a un
mono, propiedad de uno de los ayudantes de cocina. Me había encerrado Glumdalclitch en
su gabinete mientras ella salía a compras o de visita. Como hacía mucho calor, la ventana
del gabinete estaba abierta de par en par, así como las ventanas y puertas de mi caja grande,
en la cual ya habitaba frecuentemente a causa de su comodidad y amplitud. Estaba sentado
a la mesa meditando tranquilamente, cuando vi que algo se entraba de un salto por la
ventana de la habitación y daba brincos de un lado para otro. Aunque ello me alarmó en
extremo, me atreví a mirar hacia fuera, bien que sin moverme de mi asiento; y entonces vi
al revoltoso animal retozando y saltando de aquí para allí, hasta que por último se vino a mi
caja y la examinó con gran curiosidad y regocijo, atisbando por las puertas y las ventanas.
Me separé al ángulo más apartado de mi habitación, o sea de mi caja; pero el mono,
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mirando el interior por todas partes, me aterró de tal modo que me faltó presencia de ánimo
para esconderme debajo de la cama, como hubiera podido hacer fácilmente. Después de un
rato de husmeo, gesticulación y charla, me descubrió al fin, y metiendo por la puerta una de
las garras, como haría un gato que jugase con un ratón, aunque yo corría de un sitio a otro
para huirle, acabó por cogerme de la vuelta de la casaca -que, hecha de la seda de aquel
país, era muy gruesa y resistente- y me sacó. Me alzó con la mano derecha y me sujetó
como las nodrizas sujetan a los niños cuando van a darles de mamar y exactamente lo
mismo que yo había visto hacer en Europa a un animal de la misma clase con un gatito
pequeño. Intenté resistir; pero entonces me apretó tan fuerte, que tuve por lo más prudente
entregarme. Su frecuente acariciarme la cara con la mano de muy suave manera me hace
fundadamente suponer que me tomaba por un pequeño de su misma especie. Vino a
interrumpirle en estas diversiones un ruido hecho en la puerta del gabinete como por
alguien que la abriese, lo que le obligó a saltar bruscamente a la ventana por donde había
entrado, y de allí, a canalones y cañerías andando en tres pies y llevándome a mí en la otra
mano, hasta que se encaramó a un tejado próximo al nuestro. Yo oí que Glumdalclitch daba
un grito en el momento de sacarme el mono del cuarto. La pobre muchacha casi perdió el
sentido. Aquella parte del palacio era todo confusión; los criados corrieron a buscar
escaleras; cientos de personas de la corte miraban al mono, que, instalado en lo alto de un
edificio, me tenía como a un niño en una de sus patas delanteras y me daba de comer con la
otra, metiéndome a la fuerza en la boca comida que iba sacándose de una de las bolsas que
tienen a los lados de las quijadas estos animales, y cuando no quería comerlo me pegaba. A
la vista de esto no podía contener la risa mucha de la gente que había abajo, ni yo creo que
en realidad pueda censurársele por ello, pues, sin disputa, el espectáculo tenía que ser
bastante grotesco para cualquiera que no fuese yo. Algunas personas tiraron piedras con la
intención de hacer bajar al mono; pero se prohibió hacerlo rigurosamente, pues de otro
modo es casi seguro que me hubiesen destrozado la cabeza.
Se dispusieron las escaleras y subieron por ellas muchos hombres; el mono, en vista de
ello y encontrándose ya casi rodeado e incapaz de correr lo suficiente en tres pies, me soltó
en una teja acanalada y se puso en fuga. Allí quedé un rato, a quinientas yardas del suelo,
esperando a cada instante que el viento me echara abajo o caer desvanecido e ir a parar,
dando tumbos, desde el caballete al alero; pero un buen muchacho, lacayo de mi niñera,
trepó, y, metiéndome en la faltriquera de sus calzones, me bajó indemne.
Yo estaba casi ahogado con aquella asquerosidad que el mono me había embutido en la
garganta; pero mi querida niñera me lo sacó de la boca con una aguja fina y luego me vino
un vómito que me sirvió de gran alivio. Sin embargo, quedé tan débil y tan molido de pies a
cabeza con los estrujones que me dio aquel repugnante animal, que tuve que guardar cama
una quincena. El rey, la reina y toda la corte enviaban cada día a preguntar por mi salud, y
la reina me hizo durante mi enfermedad varias visitas. Se mató al mono y se dio orden de
que no se pudieran tener en todo el palacio semejantes animales.
Cuando, una vez restablecido, me presenté al rey para darle las gracias por sus favores,
él se dignó bromear grandemente con motivo de la aventura. Me preguntó qué
pensamientos y cálculos eran los míos cuando estaba en la garra del mono, qué tal me supo
la comida que me dio y si el aire fresco que corría por el tejado me había abierto el apetito.
Me interrogó también qué hubiera hecho en mi propio país en ocasión semejante. Yo dije a
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Su Majestad que en Europa no teníamos monos, aparte de los que se llevaban de otros sitios
por curiosidad, y éstos eran tan pequeños, que yo podía habérmelas con una docena a la vez
si acaso se les ocurriera atacarme. Y en cuanto a aquel monstruoso animal con quien había
tenido que vérmelas recientemente -y que era, sin duda, tan grande como un elefante-, si el
temor no me hubiese impedido caer en la cuenta de que podía utilizar mi alfanje -dije esto
con expresión fiera y golpeando con la mano la guarnición- cuando metió la garra en mi
cuarto, quizá le hubiese hecho herida tal que se hubiera tenido por muy contento con poder
retirarla más aprisa de lo que la había metido. Pero mi discurso no produjo otro efecto que
una fuerte risotada, que todo el respeto debido a Su Majestad no pudo contener en aquellos
que le daban asistencia. Esto me hizo reflexionar cuán vano intento es en un hombre el de
hacerse honor a sí mismo entre aquellos que están fuera de todo grado de igualdad o de
comparación con él. Y, sin embargo, he visto con gran frecuencia la moral de mi conducta
de entonces a mi regreso a Inglaterra, donde un belitre despreciable cualquiera, sin el menor
título por nacimiento, calidad, talento ni aun sentido común, se hace el importante y
pretende ser uno con las personas más altas del reino.
Cada día proporcionaba yo a la corte alguna historia ridícula, y Glumdalclitch, aunque
me quería hasta el exceso, era lo bastante pícara para enterar a la reina de cualquier
despropósito que yo hiciese si creía que podía servir de diversión a Su Majestad.
Capítulo 6
El autor se da maña por agradar al rey y a la reina. -Muestra su habilidad en la música. -
El rey se informa del estado de Europa, que el autor le expone. -Observaciones del rey.
Asistía yo una o dos veces en la semana al acto de levantarse el rey, y con frecuencia le
veía en manos de su barbero, lo que en verdad constituía al principio un espectáculo
terrible, pues la navaja era casi doble de larga que una guadaña corriente. Su Majestad,
según la costumbre del país, se afeitaba solamente dos veces a la semana. En una ocasión
pude convencer al barbero para que me diese parte de las jabonaduras, de entre las cuales
saqué cuarenta o cincuenta de los cañones más fuertes. Cogí luego un trocito de madera
fina y lo corté dándole la forma del lomo de un peine e hice en él varios agujeros a
distancias iguales con la aguja más delgada que pudo proporcionarme Glumdalclitch. Me di
tan buen arte para fijar en él los cañones, rayéndolos y afilándolos por la punta con mi
navaja, que hice un peine bastante bueno. Refuerzo muy del caso, porque el mío tenía las
púas rotas hasta el punto de ser casi inservible, y no conocía en el país artista tan delicado
que pudiera encargarse de hacerme otro.
Al mismo tiempo aquello me sugirió una diversión en que pasé muchas de mis horas de
ocio. Pedí a la dama de la reina que me guardara el pelo que Su Majestad soltase cuando se
la peinaba, y pasado algún tiempo tuve cierta cantidad. Consulté con mi amigo el ebanista,
que tenía orden de hacerme los trabajillos que necesitase, y le encargué la armadura de dos
sillas no mayores que las que tenía en mi caja y que practicara luego unos agujeritos con
una lezna fina alrededor de lo que había de ser respaldo y asiento. Por estos agujeros pasé
los cabellos más fuertes que pude hallar, al modo que se hace en las sillas de mimbres en
Inglaterra. Cuando estuvieron terminadas las regalé a Su Majestad la reina, quien las puso
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en su gabinete y las mostraba como una curiosidad; y, en efecto, eran el asombro de todo el
que las veía. Quiso la reina que yo me sentase en una de aquellas sillas; pero me negué
resueltamente a obedecerla, protestando que mejor moriría mil veces que colocar mi cuerpo
en aquellos cabellos preciosos que en otro tiempo adornaron la cabeza de Su Majestad. De
estos cabellos -como siempre tuve gran disposición para los trabajos manuales- hice
también una bonita bolsa de unos cinco pies de largo, con el nombre de Su Majestad en
letras de oro; bolsa que di a Glumdalclitch con permiso de la reina. A decir verdad, más era
de capricho que para uso, pues no era lo bastante fuerte para resistir el peso de las monedas
grandes, y, de consiguiente, Glumdalclitch sólo guardaba en ella algunas de esas chucherías
a que las niñas son tan aficionadas.
El rey, que amaba la música en extremo, daba frecuentes conciertos en la corte, a los
cuales me llevaban algunas veces. Me ponían dentro de mi caja, sobre una mesa, para que
la oyese; pero el ruido era tan grande, que apenas podía distinguir los tonos. Estoy seguro
de que todos los tambores y trompetas de un ejército real, batidos y tocadas al mismo
tiempo junto a las orejas no igualarían aquello. Mi práctica era hacer que quitasen la caja
del sitio en que estuvieran los ejecutantes y la llevasen lo más lejos posible, cerrar luego las
puertas y las ventanas de ella y echar las persianas; después de todo lo cual, encontraba
aquella música no del todo desagradable.
Yo había aprendido de joven a tocar un poco la espineta. Glumdalclitch tenía una en su
cuarto y dos veces por semana iba a enseñarle un profesor. Llamo a aquello una espineta
porque en cierto modo se parecía a este instrumento y se tocaba de la misma manera. Se me
ocurrió que yo podría entretener al rey y a la reina tocando en este instrumento una tonada
inglesa. Pero ello parecía extremadamente difícil porque la espineta tenía cerca de seis pies
de largo y cada tecla uno de anchura casi; así, con los brazos extendidos, no podía yo
abarcar arriba de cinco teclas, y para pulsarlas necesitaba dar un buen puñetazo, lo que
hubiera sido un trabajo demasiado grande y de ninguna utilidad. El método que imaginé fue
éste: hice dos palos redondos, del tamaño de dos buenos garrotes, más gruesos por un
extremo que por otro, y cubrí el lado más grueso con un trozo de piel de ratón, de modo que
al golpear con ellos no pudiese estropear las teclas ni apagar el sonido. Se colocó frente a la
espineta un banco que quedaba unos cuatro pies más bajo que el teclado, y sobre el banco
me pusieron a mí. Corría yo por encima, de costado, de acá para allá tan velozmente como
era posible, y de este modo me ingenié para tocar una jiga, con gran satisfacción de Sus
Majestades. Pero fue el ejercicio más violento a que me he entregado en mi vida, y aun así
no pude golpear más de dieciséis teclas, ni, desde luego, tocar a la vez los bajos y la voz
cantante, como hacen otros artistas, lo que fue en gran daño de mi ejecución.
El rey, que, como ya he consignado, era un príncipe de muy buen entendimiento,
ordenaba frecuentemente que me llevasen en mi caja y me pusieran sobre la mesa de su
gabinete; me mandaba luego que sacase de la caja una de las sillas y me sentase a unas tres
yardas de distancia en lo más alto del escritorio, con lo que me encontraba casi al nivel de
su cara. De este modo sostuve varias conversaciones con él. Un día me tomé la libertad de
decir a Su Majestad que el desprecio que mostraba hacia Europa y el resto del mundo no
parecía responder a las excelentes prendas de discreción que le distinguían; que la razón no
crece con el tamaño del cuerpo, sino, antes al contrario, se había observado en nuestro país
que las personas más altas están peor dotadas en este respecto. Añadí que, entre otros
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animales, las abejas y las hormigas tenían fama de más industriosas, hábiles y sagaces que
muchos de las especies mayores, y que, por insignificante que yo le pareciese, tenía la
esperanza de encontrar en mi vida ocasión de prestar a Su Majestad algún señalado
servicio. El rey me oyó con atención y empezó a concebir de mí un juicio mucho mejor del
que había tenido hasta entonces. Me pidió que le diese una referencia tan exacta como me
fuera posible del gobierno de Inglaterra; pues, aun siendo los príncipes, por regla general,
amantes de sus propias costumbres -así lo suponía el respeto de otros monarcas por
anteriores razonamientos míos-, le gustaría conocer alguna cosa que mereciera ser imitada.
Imagina por ti, cortés lector, las veces que deseé la lengua de Cicerón o de Demóstenes
para poder celebrar la fama de mi querido país natal en un estilo correspondiente a sus
méritos y bienaventuranzas. Empecé mi discurso por informar a Su Majestad de que
nuestros dominios consistían en dos islas que formaban tres poderosos reinos bajo un
soberano, aparte de nuestras colonias de América. Me detuve en ponderar la fertilidad de
nuestro suelo y la temperatura de nuestro clima. Hablé luego extensamente de la
constitución del Parlamento inglés, formado en parte por un cuerpo ilustre, llamado la
Cámara de los Pares, personas de sangre noble y de patrimonios los más antiguos e
importantes. Pinté el extraordinario cuidado que siempre se pone en su educación para las
artes y las armas, a fin de capacitarlos para ser consejeros a la vez del rey y del reino,
participar en la legislación, ser miembros del más alto tribunal de justicia -de cuyas
sentencias no puede apelarse- y ejercer de campeones siempre dispuestos a la defensa de su
príncipe y de su patria con su valor, conducta y fidelidad. Añadí que ellos eran el adorno y
el baluarte del reino, digna descendencia de sus afamados antecesores, que en ella veían
honradas las virtudes que siempre practicaron y de cuyo culto jamás sucedió que su
posteridad se apartase. A éstos se unían, como parte de la Asamblea, varios santos varones
que llevaban el título de obispos, y cuya misión particular era cuidar de la religión y de
quienes instruyen en ella a las gentes. Éstos eran buscados y descubiertos de un extremo a
otro de la nación por el príncipe y sus consejeros más sabios entre aquellos sacerdotes que
más merecidamente se hubiesen distinguido por la santidad de su vida y la profundidad de
su erudición, los cuales, por derecho indiscutible, eran los padres espirituales del clero y del
pueblo.
La otra parte del Parlamento la constituía una asamblea llamada Cámara de los
Comunes, cuyos miembros eran todos caballeros principales, libremente designados y
escogidos por el mismo pueblo, en razón de sus grandes talentos y de su amor al país, para
representar la sabiduría de la nación entera. Y ambos cuerpos constituían la más augusta
Asamblea de Europa, a la cual, en unión del rey, estaba encomendada la legislación.
Pasé luego a hablar de los tribunales de justicia, donde los jueces, aquellos venerables
sabios e intérpretes de la ley, presidían la determinación de los derechos de propiedad
disputados entre los hombres, así como el castigo del vicio y la protección de la inocencia.
Mencioné la prudente administración de nuestro tesoro; el valor y las hazañas de nuestras
fuerzas de mar y tierra. Hice un cómputo de nuestro número de habitantes, expresando
cuántos millones vienen a corresponder a cada secta y a cada partido político de los
nuestros. No omití siquiera nuestros deportes y pasatiempos, ni detalle ninguno que, a mi
juicio, pudiese redundar en honor de mi país. Terminé con una breve relación histórica de
los asuntos y acontecimientos de Inglaterra durante los últimos cien años.
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Esta conversación no llegó a su término en menos de cinco audiencias, de varias horas
cada una, y el rey lo oyó todo con gran atención, tomando con frecuencia notas de lo que yo
decía, así como memoranda de varias preguntas que se servía hacerme.
Cuando di fin a estos largos discursos, Su Majestad, en una sexta audiencia, consultando
sus notas, expuso numerosas dudas, preguntas y objeciones respecto de cada artículo. Me
interrogó qué métodos empleábamos para cultivar la inteligencia y el cuerpo de nuestros
jovenes de la nobleza y a qué clase de trabajos solían dedicarse durante aquel período de la
vida apropiado para la instrucción. Qué partido tomábamos para integrar aquella Asamblea
cuando se extinguía una familia noble. Qué condiciones eran necesarias a aquellos que se
nombraban nuevos lores, y si el humor de un príncipe, una cantidad de dinero dada a una
dama de la corte o a un primer ministro, o el propósito de reforzar un partido opuesto al
interés público, no venían nunca a ser motivos para estos ascensos. Hasta dónde llegaba el
conocimiento que tenían aquellos señores de las leyes de su país y cómo lo adquirían para
hacerlos capaces de decidir sobre las propiedades de sus compatriotas en último recurso. Si
vivían siempre tan libres de avaricia, parcialidades y ambiciones que el soborno o cualquier
otro designio siniestro no pudiera tener entre ellos lugar. Si aquellos santos varones de que
yo hablaba eran siempre elevados a tal rango por razón de sus conocimientos en materia
religiosa y de la santidad de su vida, y no habían sido nunca condescendientes con los
tiempos cuando eran simples sacerdotes, ni serviles y prostituidos capellanes de algún
noble cuyas opiniones siguieran, obedeciendo ruinmente después de admitidos en la
Asamblea.
Quiso conocer después qué sistemas empleábamos para elegir a aquellos a quienes yo
designaba por el nombre de Comunes; si un extraño con la bolsa llena no podría influir
sobre los votantes del vulgo para que le escogiesen por encima de su propio señor o del
caballero más importante del vecindario. Cómo era que la gente se sentía tan
poderosamente inclinada a entrar en esa asamblea aun a costa de las molestias y los gastos
enormes que yo había señalado, y que a menudo llegaban a arruinar a las familias
respectivas, sin recibir por ello salario ni pensión ninguna, pues esto suponía tan exaltado
extremo de virtud y espíritu público, que Su Majestad parecía temer que no siempre fuese
sincero. Y quería saber si tan celosos caballeros podían calcular indemnizarse de los gastos
y las molestias a que se entregaban sacrificando el bien público a los caprichos de un
príncipe vicioso en connivencia con un ministerio corrompido. Multiplicó su interrogatorio
y me sondeó y sonsacó en cada una de las partes de este capítulo, haciéndome innumerables
preguntas y objeciones que no juzgo discreto ni conveniente repetir.
En cuanto a lo que dije respecto a nuestros tribunales de justicia, Su Majestad solicitó
información sobre varios puntos, la que estaba yo tanto más capacitado para dar, cuanto que
en otro tiempo me había visto casi arruinado por un proceso en la chancillería, del que tuve
que pagar las costas. Me preguntó cuánto tiempo se tardaba generalmente en discernir la
razón de la sinrazón y qué gasto suponía; si los abogados y suplicantes eran libres de
defender causas manifiesta y reconocidamente injustas, vejatorias u opresivas; si se había
observado que algún partido, ya político, ya religioso, fuera de algún peso en la balanza de
la justicia; si los tales defensores eran personas instruidas en el general conocimiento de la
equidad o sólo en el derecho consuetudinario de la provincia, la nación o la localidad que
fuese; si ellos o sus jueces tenían alguna parte en la elaboración de aquellas leyes que se
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atribulan la libertad de interpretar y glosar a su antojo; si alguna vez habían sido, en
ocasiones distintas, defensores y acusadores de una misma causa y citado precedentes en
prueba de opiniones contradictorias; si constituían una corporación rica o pobre; si recibían
alguna recompensa pecuniaria por pleitear y exponer sus opiniones, y particularmente si
alguna vez eran admitidos como miembros en la baja Cámara.
La tomó luego con la administración de nuestro tesoro, y dijo que, sin duda, a mí me
había flaqueado la memoria, por cuanto calculé nuestras rentas en unos cinco o seis
millones al año, y cuando hice mención de los gastos se encontró con que en ocasiones
ascendían a más del doble de esa cantidad, pues sobre este punto había tomado notas muy
detalladas, con la esperanza, según me dijo, de que pudiera serle útil el conocimiento de
nuestra conducta, y no podía engañarse en sus cálculos. Pero, dado que fuera verdad lo que
yo le había dicho, se sorprendía grandemente de cómo un reino podía gastar más de su
hacienda como un simple particular. Me preguntó quiénes eran nuestros acreedores y dónde
encontrábamos dinero para pagarles. Se maravilló oyéndome hablar de tan dispendiosas
guerras, pues sin duda habíamos de ser un pueblo muy pendenciero, o vivir entre muy
malos vecinos, y nuestros generales tendrían que ser más ricos que nuestro rey. Me
preguntó qué asuntos teníamos fuera de nuestras propias islas, si no eran el comercio y los
tratados o la defensa de las costas con nuestra flota. Sobre todo, se asombró al oírme hablar
de un ejército mercenario permanente en medio de la paz y entre un pueblo libre. Decía que
si nos gobernaban por nuestro propio consentimiento las personas que tenían nuestra
representación no podía alcanzársele de quién teníamos temor ni contra quién teníamos que
pelear, y me consultaba si la casa de un hombre particular no está mejor defendida por él,
sus hijos y su familia que por media docena de bribones cogidos a la ventura en medio de la
calle, escasamente pagados y que no tendrían inconveniente en degollar a todos si les
ofrecían por ello cien veces su soldada.
Se rió de mi extraña especie de aritmética -como se dignó llamarla-, que computaba
nuestro número de habitantes, haciendo un cálculo sobre las varias sectas de religión y
política que existen entre nosotros. Dijo que no conocía razón ninguna para que a aquellos
que mantienen opiniones perjudiciales al interés público se les obligue a cambiar ni para
que se les obligue a ocultarlas. Y así como en un Gobierno fuera tiranía pedir lo primero, es
debilidad no exigir lo segundo; que un hombre puede guardar venenos en su casa, mas no
venderlos por cordiales.
Observó que entre las diversiones de nuestros nobles y gentes principales había yo
mencionado la caza. Quiso saber a qué edad comenzaban por regla general este
entretenimiento y cuándo lo abandonaban; cuánto tiempo dedicaban a él; si alguna vez iba
tan lejos que afectase las fortunas; si gentes indignas y viciosas no podrían por su destreza
en este arte llegar a hacer grandes capitales, y aun en ocasiones a colocar a los nobles
mismos en un plano de dependencia, así como a habituarles a compañías indignas,
apartarlos completamente del cultivo de su inteligencia y forzarlos con la pérdida sufrida a
ejercitar y practicar esa habilidad infame por encima de todas las otras.
Se asombró grandemente cuando le hice la reseña histórica de nuestros asuntos durante
el último siglo, e hizo protestas de que aquello era sólo un montón de conjuras, rebeliones,
asesinatos, matanzas, revoluciones y destierros, justamente los efectos peores que pueden
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producir la avaricia, la parcialidad, la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la ira, la locura, el
odio, la envidia, la concupiscencia, la malicia y la ambición.
En otra audiencia recapituló Su Majestad con gran trabajo todo lo que yo le había
referido; comparó las preguntas que me hiciera con las respuestas que yo le había dado, y
luego, tomándome en sus manos y acariciándome con suavidad, dio curso a las siguientes
palabras, que no olvidaré nunca, como tampoco el modo en que las pronunció: «Mi
pequeño amigo Grildrig: habéis hecho de vuestro país el más admirable panegírico. Habéis
probado claramente que la ignorancia, la pereza y el odio son los ingredientes apropiados
para formar un legislador; que quienes mejor explican, interpretan y aplican las leyes son
aquellos cuyos intereses y habilidades residen en pervertirlas, confundirlas y eludirlas.
Descubro entre vosotros algunos contornos de una institución que en su origen pudo haber
sido tolerable; pero están casi borrados, y el resto, por completo manchado y tachado por
corrupciones. De nada de lo que habéis dicho resulta que entre vosotros sea precisa
perfección ninguna para aspirar a posición ninguna; ni mucho que los hombres sean
ennoblecidos en atención a sus virtudes, ni que los sacerdotes asciendan por su piedad y sus
estudios, ni los soldados por su comportamiento y su valor, ni los jueces por su integridad,
ni los senadores por el amor a su patria, ni los consejeros por su sabiduría. En cuanto a vos
-continuó el rey-, que habéis dedicado la mayor parte de vuestra vida a viajar, quiero creer
que hasta el presente os hayáis librado de muchos de los vicios de vuestro país. Pero por lo
que he podido colegir de vuestro relato y de las respuestas que con gran esfuerzo os he
arrancado y sacado, no puedo por menos de deducir que el conjunto de vuestros semejantes
es la raza de odiosos bichillos más perniciosa que la Naturaleza haya nunca permitido que
se arrastre por la superficie de la tierra.»
Capítulo 7
El cariño del autor a su país. -Hace al rey una proposición muy ventajosa, que es
rechazada. -La gran ignorancia del rey en política. -Imperfección y limitación de la cultura
en aquel país. -Leyes, asuntos militares y partidos en aquel país.
Sólo un amor extremado a la verdad ha podido disuadirme de ocultar esta parte de mi
historia. Era en vano que descubriese mis resentimientos, de los cuales se hacía burla
siempre; así, tuve que sufrir con paciencia que mi noble y amantísimo país fuese tan
injuriosamente tratado. Estoy tan profundamente apenado como pueda estarlo cualquiera de
mis lectores de que tal ocasión se presentase; pero este príncipe se mostró tan curioso y
preguntón sobre cada punto, que no se hubiese compadecido con la gratitud ni con las
buenas formas el que yo le negara cualquier explicación que pudiera darle. Aun siendo así,
debe permitírseme que diga en mi defensa que eludí hábilmente muchas de las preguntas y
di a cada extremo un giro mas favorable, con mucho, de lo que permitiría la estricta verdad,
pues siempre he tenido para mi país esta laudable parcialidad que Dionysius
Halicarnassensis recomendaba con tanta justicia al historiador. Oculté las flaquezas y
deformidades de mi madre patria y coloqué sus virtudes y belleza a la luz más conveniente
y ventajosa. Éste fue mi verdadero conato en cuantas conversaciones mantuve con aquel
poderoso monarca, aunque, por desdicha, tuvo mal éxito.
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Pero también ha de tenerse toda clase de excusas para un rey que vive por completo
apartado del resto del mundo, y, por consiguiente, tiene que estar en absoluto ignorante de
las maneras y las costumbres que deben prevalecer en otras naciones; falta de conocimiento
que siempre determinará numerosos prejuicios, y una cierta estrechez de pensamiento, de
que nosotros y los más civilizados países de Europa estamos enteramente libres. Y, sin
duda, sería contrario a la razón que se quisieran presentar las nociones de virtud y vicio de
un príncipe tan lejano como modelo para toda la Humanidad.
Para confirmar esto que acabo de decir, y mostrar además los desdichados efectos de
una educación limitada, referiré un episodio que apenas será creído. Con la esperanza de
congraciarme más con Su Majestad, le hablé de un descubrimiento, realizado hacía de
trescientos a cuatrocientos años, para fabricar una especie de polvo tal, que si en un montón
de él caía la chispa más pequeña todo se inflamaba, así fuese tan grande como una
montaña, y volaba por los aires, con ruido y estremecimiento mayores que los que un
trueno produjera. Le añadí que una cantidad de este polvo, ajustada en el interior de un tubo
de bronce o hierro proporcionada al tamaño, lanzaba una bola de hierro o plomo con tal
violencia y velocidad, que nada podía oponerse a su fuerza; que las balas grandes así
disparadas no sólo tenían poder para destruir de un golpe filas enteras de un ejército, sino
también para demoler las murallas más sólidas y hundir barcos con mil hombres dentro al
fondo del mar; y si se las unía con una cadena, dividían mástiles y aparejos, partían
centenares de cuerpos por la mitad y dejaban la desolación tras ellas. Añadí que nosotros
muchas veces llenábamos de este polvo largas bolas huecas de hierro y las lanzábamos por
medio de una máquina dentro de una ciudad a la que tuviésemos puesto sitio, y al caer
destrozaba los pavimentos, derribaba en ruinas las casas y estallaba, arrojando por todos
lados fragmentos que saltaban los sesos a quienes estuvieran cerca. Díjele además que yo
conocía muy bien los ingredientes, comunes y baratos; sabía hacer la composición y podía
dirigir a los trabajadores de Su Majestad en la tarea de construir aquellos tubos de un
tamaño proporcionado a todas las demás cosas del reino. Los mayores no tendrían que
exceder de cien pies de longitud, y veinte o treinta de estos tubos, cargados con la cantidad
adecuada de polvo y balas, podrían batir en pocas horas los muros de la ciudad más fuerte
de los dominios de Su Majestad, y aun destruir la metrópoli entera si alguna vez se
resistiera a cumplir sus órdenes absolutas. Humildemente ofrecí esto al rey como pequeño
tributo de agradecimiento por las muchas muestras que había recibido de su real favor y
protección.
El rey quedó horrorizado por la descripción que yo le había hecho de aquellas terribles
máquinas y por la proposición que le sometía. Se asombró de que tan impotente y miserable
insecto -son sus mismas palabras- pudiese sustentar ideas tan inhumanas y con la
familiaridad suficiente para no conmoverse ante las escenas de sangre y desolación que yo
había pintado como usuales efectos de aquellas máquinas destructoras, las cuales -dijohabría sido sin duda el primero en concebir algún genio maléfico enemigo de la
Humanidad. Por lo que a él mismo tocaba, aseguró que, aun cuando pocas cosas le
satisfacían tanto como los nuevos descubrimientos en las artes o en la Naturaleza, mejor
querría perder la mitad de su reino que no ser consabidor de este secreto, que me ordenaba,
si estimaba mi vida, no volver a mencionar nunca.
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¡Extraño efecto de los cortos principios y los horizontes limitados! ¡Un príncipe
adornado de todas las cualidades que inspiran estima, veneración y amor, de excelentes
partes, gran sabiduría y profundos estudios, dotado de admirables talentos para gobernar y
casi adorado por sus súbditos, dejando escapar, por un supremo escrúpulo, del cual no
podemos tener en Europa la menor idea, una oportunidad puesta en sus manos, y cuyo
aprovechamiento le hubiera hecho dueño absoluto de la vida, la libertad y la fortuna de sus
gentes! No digo esto con la más pequeña intención de disminuir las muchas virtudes de
aquel excelente rey, cuyos méritos, sin embargo, temo que habrán de quedar muy
mermados a los ojos del lector inglés con este motivo; pero juzgo que este defecto tiene por
origen la ignorancia de aquel pueblo, que todavía no ha reducido la política a una ciencia,
como en Europa han hecho ya entendimientos despiertos. Recuerdo muy bien que en una
conversación que mantuve con el rey un día, como yo le dijera que nosotros habíamos
escrito varios millares de libros sobre el arte de gobernar, él formó -en contra de lo que yo
pretendía- un concepto muy pobre de nuestra inteligencia. Declaró abiertamente que
detestaba, a la vez que despreciaba, todo misterio, refinamiento e intriga en un príncipe o en
un ministro. No podía comprender lo que designaba yo con el nombre de secreto de Estado,
siempre que no se tratase de algún enemigo o alguna nación rival. Reducía el conocimiento
del gobierno a límites estrechísimos de sentido común y razón, justicia y lenidad, diligencia
en rematar las causas civiles y criminales, con algunos otros tópicos sencillos que no
merecen ser consignados. Y afirmó que cualquiera que hiciese nacer dos espigas de grano o
dos briznas de hierba en el espacio de tierra en que naciera antes una, merecía más de la
Humanidad y hacía más esencial servicio a su país que toda la casta de políticos junta.
Los estudios de este pueblo son muy defectuosos, pues consisten únicamente en moral,
historia, poesía y matemáticas, aunque hay que reconocer que en estas materias descuella.
Pero la última se aplica tan sólo a aquello que puede ser útil en la vida, como es el progreso
de la agricultura y de las artes mecánicas; así que entre nosotros no merecía gran aprecio.
En cuanto a ideas trascendentales, abstracciones y trascendencias, jamás pude meterles en
la cabeza la más elemental concepción.
Ninguna ley de aquel país debe exceder en palabras el número de las letras del alfabeto,
que es allí de veintidós; pero, en verdad, son muy pocas las que alcanzan esta extensión.
Están redactadas con los términos más claros y sencillos, y aquellas gentes no son lo
bastante perspicaces para descubrir en ellas más de una interpretación, y escribir un
comentario a una ley es un crimen capital. En cuanto a los fallos en las causas civiles y los
procedimientos contra los criminales, tienen allí tan pocos precedentes, que mal podrían
jactarse de pericia ninguna en ellos.
Conocen el arte de la imprenta, como los chinos, desde tiempo inmemorial; pero sus
bibliotecas no son muy grandes. La del rey, considerada como la mayor, no excede de mil
volúmenes, colocados en una galería de doce mil pies de longitud, de la cual yo tenía
licencia para sacar los libros que deseara. El carpintero de la reina había ideado y
construído en una de las habitaciones de Glumdalclitch una especie de aparato de madera
de veinticinco pies de alto, formado como una escalera puesta en pie, cuyos peldaños tenían
cincuenta pies de largo; era, en fin, una escalera portátil, cuya parte inferior quedaba a unos
diez pies de la pared del cuarto. El libro que yo quería leer se apoyaba en la pared; subía yo
luego hasta el último peldaño de la escalera, y volviéndome hacia el libro empezaba por la
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parte superior de la página, y así continuaba, andando a la derecha y a la izquierda unos
diez pasos, según la longitud de las líneas, hasta que llegaba un poco más abajo del nivel de
mis ojos, y de este modo bajaba gradualmente hasta el final; luego subía de nuevo y
empezaba la otra página de la misma manera, e igualmente volvía la hoja, lo que podía
hacer fácilmente con las dos manos, porque era nada mas de gruesa y dura como un cartón,
y en los folios mayores no pasaba de dieciocho a veinte pies de largo.
El estilo de aquellas gentes es claro, masculino y cuidado, pero no florido, pues nada
evitan con tanto escrúpulo como multiplicar palabras innecesarias o emplear para el mismo
fin varias expresiones. He leído atentamente muchos de aquellos libros, especialmente de
historia y de moral. Entre los demás me divirtió mucho un pequeño tratado antiguo que
estaba siempre en el dormitorio de Glumdalclitch y pertenecía al aya de ésta: una dama de
alcurnia, grave y entrada en años, que mantenía estrecho comercio con los textos de moral
y devoción. El libro trata de la debilidad de la condición humana, y no goza de gran estima,
salvo entre las mujeres y el vulgo. Era, sin embargo, curioso para mí ver lo que un autor de
aquel país podía decir sobre tal materia. El escritor recorría todos los tópicos corrientes en
los moralistas europeos mostrando cuán diminuto, despreciable e indefenso animal es el
hombre por su propia naturaleza; cuán incapaz de defenderse por sí mismo de la
inclemencia del aire y de los ataques de las bestias feroces; cómo un ser le aventaja en
fuerza, otro en ligereza, un tercero en previsión, un cuarto en industria. Añadía que la
Naturaleza había degenerado en estas decadentes edades últimas del mundo y hoy sólo
producía pequeñas criaturas abortivas en comparación con las nacidas en los tiempos
antiguos. Decía que era lógico pensar no sólo que las especies de hombres eran en su origen
mucho mayores, sino también que en lejanas épocas debió de haber gigantes, así como la
tradición y la historia lo atestiguan y ha sido confirmado por los enormes huesos
desenterrados por casualidad en diversas partes del reino, y que pasan en mucho los de la
mermada raza del hombre de nuestros días. Argumentaba que las mismas leyes de la
Naturaleza exigían, sin dejar lugar a duda, que en un principio hubiésemos sido creados de
más alto y robusto talle, no tan sujetos a ser destruídos por cualquier pequeño accidente,
como el desprendimiento de una teja desde una casa, o el lanzamiento de una piedra por la
mano de un niño, o la caída en cualquier arroyuelo donde perecer ahogado. De esta índole
de razones sacaba el autor varias normas morales útiles para conducirse en la vida, pero que
no es necesario copiar aquí. Por mi parte, no pude dejar de reflexionar en lo universalmente
extendido que está el talento de hacer discursos de moral, o más bien de descontento y
condolencia por las contiendas que con la Naturaleza nos empeñamos en imaginar. Y creo
que con una seria averiguación quedaría evidenciado que esas contiendas son tan
infundadas por lo que toca a nosotros como por lo que toca a aquel pueblo.
En cuanto a cuestiones militares, se hace gala allí de que el ejército del rey consiste en
ciento setenta y seis mil infantes y treinta y dos mil caballos, si es que puede llamarse
ejército el formado por comerciantes en varias ciudades y por agricultores en los campos,
bajo el único mando de la nobleza y de las gentes principales, que no reciben paga ni
recompensa ninguna. Cierto que alcanzan bastante perfección en el ejército y observan muy
buena disciplina. Pero yo no veo en ello gran mérito; porque ¿cómo podría ser de otro
modo en un sitio donde cada campesino está bajo el mando del propio señor de las tierras y
cada ciudadano bajo el de un hombre principal de su misma edad elegido por votación, a la
manera de Venecia?
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He visto muchas veces a la milicia de Lorbrulgrud salir a ejercitarse en un gran campo
próximo a la ciudad, de unas veinte millas en cuadro. No eran en conjunto más de
veinticinco mil infantes y seis mil caballos; pero a mí me era imposible calcular el número
a causa del mucho terreno que ocupaban. Un jinete montado en un caballo de buena alzada
levantaba del suelo unos noventa pies. Yo he visto a todo aquel cuerpo de caballería sacar a
la voz de mando las espadas y blandirlas. La imaginación no puede concebir nada tan
grande, tan sorprendente, tan asombroso. Parecía como si diez mil llamaradas de
relámpagos fuesen lanzados a la vez de todo el ámbito de los cielos.
Tuve curiosidad de saber cómo este príncipe, a cuyos dominios no puede llegarse desde
ningún otro país, había podido pensar en ejércitos ni instruir a su pueblo en la práctica de la
disciplina militar. Pero pronto quedé informado, tanto por conversaciones que sostuve
como por las historias que leí; pues supe que por espacio de largas épocas aquel pueblo
había sufrido la enfermedad a que está sujeta toda la especie humana: la lucha frecuente de
la nobleza por el poder, del pueblo por la libertad y del rey por el dominio absoluto. Todo
lo cual, aunque felizmente moderado por las leyes de aquel reino, había sido violado a
veces por cada una de las tres partes y había provocado en una o varias ocasiones guerras
civiles. A la última puso término venturoso el abuelo de este príncipe con un
acomodamiento general, y la milicia, establecida entonces por común acuerdo, se ha
mantenido siempre dentro de su más estricto deber.
Capítulo 8
El rey y la reina hacen una excursión a las fronteras. -El autor les acompaña. -Muy
detallada relación del modo en que sale del país. -Regreso a Inglaterra.
Tenía yo siempre una firme confianza en que recobraría la libertad alguna vez, aunque
me era imposible conjeturar por qué medios, ni formar proyecto ninguno que tuviese
probabilidad de salir bien. El barco en que yo navegaba fue el único del que supiese que
hubiera llegado a la vista de aquellas costas, y el rey había dado rigurosas órdenes para que,
si algún otro apareciera, lo sacaran del agua y en un carro lo llevaran a Lorbrulgrud. Tenía
él grandes deseos de procurarme una mujer de mi mismo tamaño con quien pudiera
propagar la casta; pero yo creo que hubiese consentido morir antes que sufrir la desventura
de dejar una descendencia para ser enjaulada como canarios domésticos, y quizá alguna vez
vendida por todo el reino a las personas de condición, en calidad de rareza. Cierto que se
me trataba con mucha amabilidad y que era el favorito de unos poderosos reyes y el deleite
de toda la corte; pero todo ello bajo un pie que resultaba en desdoro de la dignidad humana.
Nunca podía olvidarme de los cariños domésticos que había dejado detrás de mí. Deseaba
estar entre gentes con quienes pudiese conversar en términos llanos y pasear por las calles y
los campos sin miedo a ser muerto de un pisotón, como una rana o un perrillo faldero. Pero
mi liberación vino más pronto de lo que yo esperaba y por caminos nada comunes. Relataré
fielmente la completa historia y las circunstancias de ella.
Llevaba ya dos años en aquel país, y hacia el principio del tercero, Glumdalclitch y yo
acompañábamos al rey y a la reina en un viaje a la costa Sur del reino. A mí me llevaban,
según costumbre, en mi caja de viaje, que, como ya he referido, era un muy cómodo
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gabinete de doce pies de anchura. Yo había mandado que me colgaran una hamaca con
cuerdas de seda sujetas a los cuatro ángulos superiores a fin de amortiguar los vaivenes
cuando un criado me llevaba delante de él en el caballo, como muchas veces solicité, y con
frecuencia dormía en ella cuando estábamos en camino. En el techo de mi gabinete,
justamente sobre el centro de la hamaca, abrió el carpintero por encargo mío un agujerito de
un pie cuadrado para que me entrara aire en tiempo caluroso mientras dormía, agujero que
yo cerraba y abría a voluntad con un tablero que se deslizaba por una muesca.
Cuando llegamos al término de nuestro viaje, el rey encontró de su gusto pasar unos días
en un palacio que tenía cerca de Flanfasnic, ciudad enclavada a unas dieciocho millas
inglesas del mar. Glumdalclitch y yo estábamos muy fatigados. Yo me había enfriado un
poco, y en cuanto a la pobre niña, estaba tan delicada, que no salía de su habitación. Yo
ansiaba ver el océano, que había de ser el único escenario de mi escapatoria, si era que
alguna vez llegaba. Fingía yo estar más enfermo de lo que estaba realmente y pedí licencia
para tomar el aire fresco del mar con un paje a quien yo apreciaba mucho y a quien algunas
veces me habían confiado. Nunca olvidaré con qué mala gana consintió Glumdalclitch, ni
el severo encargo que hizo al paje para que tuviese cuidado conmigo, al mismo tiempo que
se deshacía en lágrimas, como si tuviese algún presentimiento de lo que había de ocurrir. El
joven me llevó en mi caja durante una media hora de camino desde el palacio hacia las
rocas de la costa. Le ordené que me pusiera en el suelo, y levantando una de las vidrieras
miré melancólica y atentamente hacia el mar. No me encontraba bueno del todo y dije al
paje que iba a echar en la hamaca una siesta, que esperaba que me hiciese bien. Entré y el
muchacho cerró la ventana para preservarme del frío. Me dormí pronto, y todo lo que
puedo deducir es que mientras yo dormía, el paje, pensando que nada podría ocurrirme, iría
a buscar entre las rocas huevos de pájaros, pues antes le había visto desde la ventana coger
uno o dos de las hendeduras. Sea lo que fuere, me despertó de pronto un violento tirón del
anillo que tenía la caja en la parte superior para facilitar el transporte. Sentí mi caja
levantada por los aires a gran altura y luego llevada hacia adelante con velocidad
prodigiosa. La primera sacudida casi me lanzó de la hamaca; pero luego el movimiento se
hizo bastante suave. Grité varias veces tan alto como pude, pero no me sirvió de nada. Miré
hacia las ventanas y no vi sino nubes y cielo. Oía sobre mi cabeza un ruido como de batir
de alas, y entonces empecé a darme cuenta de la espantosa situación en que me veía: alguna
águila había cogido sin duda en el pico mi caja por la anilla con la intención de dejarla caer
sobre una peña, como una tortuga dentro de su concha, y sacar luego mi cuerpo y
devorarlo. Sabido es que la sagacidad y el olfato de esta ave le permiten descubrir su presa
a gran distancia y aunque esté más escondida que pudiera yo estar bajo una tabla de dos
pulgadas,
A poco advertí que el ruido y el aleteo aumentaban rápidamente, al tiempo que mi caja
era agitada de arriba abajo como poste de señales en un día de viento. Oí como si diesen de
puñadas al águila -pues estoy cierto de que tal debía de ser la que llevaba mi caja en el pico
cogida por la anilla-, y de pronto me sentí caer perpendicularmente por espaco de un
minuto y con tan increíble celeridad, que casi me faltó el aliento. Mi caída terminó en un
choque terrible contra un cuerpo blando, que sonó en mis oídos más fuerte que las cataratas
del Niágara; después quedé durante otro minuto en obscuridad completa, y luego mi caja
empezó a subir hasta una altura que me permitía ver la luz por la parte superior de las
ventanas. Me di cuenta entonces de que había caído en el mar. La caja, por el peso de mi
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cuerpo, de los objetos que en ella había y de las anchas láminas de hierro puestas como
refuerzo en las cuatro esquinas de la tapa y del fondo, flotaba sumergida más de cinco pies
en el agua. Supuse entonces y supongo ahora que el águila que se llevó mi caja en el pico se
vio perseguida por otras dos o tres y obligada a soltarme para defenderse de las que se
llamaban a la parte en la rapiña. Las planchas de hierro fijadas en el fondo de la caja, como
eran las más gruesas, impidieron el vuelco durante la caída y el destrozo contra la superficie
de las aguas.Las ensambladuras de la caja estaban bien ajustadas y la puerta no se volvía
sobre goznes, sino que subía y bajaba como una ventana corrediza; así, mi gabinete
quedaba tan bien cerrado, que entró muy poca agua. Con gran dificultad pude abandonar la
hamaca después de haberme aventurado a correr el tablero del techo dispuesto para dejar
entrada al aire, de que he hecho mención ya, pues me sentía casi asfixiado.
¡Cuántas veces deseé verme al lado de mi querida Glumdalclitch, de quien tanto me
había separado el espacio de una sola hora! Y debo decir que en medio de todas mis
desdichas no dejaba de entristecerme por mi pobre niñera y por el daño que de mi pérdida
pudiera venirle con el disgusto de la reina y el consiguiente arruinamiento de su fortuna.
Probablemente pocos viajeros se habían encontrado en dificultades y desventuras mayores
de las que yo sufrí en este trance, temiendo a cada momento que mi caja se estrellase e
hiciera pedazos o al menos se volcara con la primera ráfaga de aire. La simple rotura de un
cristal hubiera significado la muerte inmediata, y nada hubiese librado las ventanas a no
llevar el enrejado de alambre fuerte puesto por fuera a fin de evitar accidentes de viaje.
Veía yo filtrarse el agua por diversas hendeduras, aunque no eran muy grandes las goteras,
y traté de taparlas como pude. No podía levantar el techo de mi gabinete, lo que hubiera
hecho ciertamente, de serme posible, para sentarme encima, donde, cuando menos, hubiera
podido defenderme algunas horas más que encerrado en lo que podríamos llamar la bodega.
Por otro lado, si lograba evitar estos peligros un día o dos, ¿qué podía esperar sino una
miserable muerte de hambre y frío? Pasé cuatro horas en estas circunstancias aguardando y
deseando en verdad que cada momento fuese el último de mi vida.
Ya he referido al lector que en el lado de mi caja que no tenía ventana había dos fuertes
colgaderos, por los cuales el criado que me llevaba a caballo pasaba su cinto de correa que
se ceñía luego al cuerpo. Cuando estaba en aquella desconsoladora situación oí, o al menos
me pareció oír, en el lado de la caja donde estaban los colgaderos, una especie de ruido
como si rasparan; poco después experimenté la sensación de que empujaran o remolearan la
caja mar adelante, pues de vez en cuando sentía como un tirón que levantaba las olas cerca
del filo de las ventanas, dejándome casi en la obscuridad. Esto me dio alguna débil
esperanza de socorro, aunque no podía imaginar por dónde había de llegarme. Me decidí a
destornillar una de mis sillas, que iban sujetas al suelo; y habiendo logrado con gran
esfuerzo atornillarla nuevamente debajo de la corredera que antes había abierto, me subí en
la silla, y, con la boca lo más cerca que pude de la abertura, pedí socorro a grandes voces y
en todos los idiomas que conocía. Luego até el pañuelo a un bastón que de ordinario
llevaba, y pasándolo por el agujero, lo ondeé repetidamente, a fin de que si algún bote o
barco estuviera cerca pudiesen deducir los marinos que dentro de aquella caja estaba
encerrado un infeliz mortal.
No saqué provecho ninguno de nada de lo que hice. Pero yo advertía claramente que
empujaban mi gabinete; y al cabo de una hora, o más, el lado de la caja donde estaban los
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colgaderos y no había ventana chocó contra alguna cosa dura. Calculé que fuese una roca y
me vi más sacudido y agitado que me había visto hasta entonces. Oí claramente un ruido en
la tapa de mi gabinete, como el que hiciese un cable, y el roce de él al pasar por la anilla.
Luego me sentí levantado poco a poco, al menos tres pies de donde estaba. A esto saqué
nuevamente el pañuelo y el bastón, pidiendo auxilio hasta casi quedarme ronco, y en
respuesta oí un fuerte grito, repetido por tres veces, que me produjo transportes de alegría
que sólo podría concebir quien los hubiese experimentado iguales. Oí entonces pasos por
encima de mi cabeza y que alguien en voz alta y en lengua inglesa decía por el agujero que
si había alguna persona abajo, hablase. Respondí que yo era un inglés arrojado por la mala
suerte a la mayor calamidad que nunca sufriera humana criatura y rogué en los términos
más lastimeros que me sacasen del calabozo en que estaba. Replicó la voz que estaba a
salvo, porque mi caja estaba sujeta al barco suyo, y que inmediatamente llegaría el
carpintero y abriría un agujero en la cubierta lo bastante grande para poder sacarme.
Contesté que era innecesario y llevaría demasiado tiempo, y que no había que hacer más
sino que uno de la tripulación metiera el dedo por la anilla y llevase la caja del mar al barco
y luego al camarote del capitán.
Algunos, oyéndome hablar tan disparatadamente, pensaron que estaba loco; otros se
echaron a reír; pues era el caso que no me daba yo cuenta de que estaba ya entre gentes de
mi misma fuerza y estatura. Llegó el carpintero y en pocos minutos abrió con la sierra una
abertura de unos cuatro pies, por la que salí, y de allí me llevaron al barco en estado de
debilidad extremada.
Los marineros eran todo asombro y me hacían a millares preguntas que yo no tenía
maldita la gana de contestar. Estaba igualmente confundido a la vista de tantos pigmeos,
pues tales parecían a mis ojos, por tanto tiempo acostumbrado a los monstruosos objetos
que acababa de dejar. El capitán, Mr. Thomas Wilcocks, un digno y honrado habitante de
Shropshire, observando que yo estaba a punto de desmayarme me llevó a su camarote, me
dio un cordial que me confortara y me hizo acostar en su propio lecho, con la
recomendación de que descansara un poco, lo que bien había menester. Antes de dormirme
le di a conocer que en mi caja tenía moblaje de algún valor, que sería lástima que se
perdiese: una bonita hamaca, una hermosa cama de campaña, dos sillas, una mesa y un
escritorio; que el gabinete estaba tapizado y aun acolchado con seda y algodón, y que si
hacía que uno de la tripulación lo entrase en su camarote lo abriría y le enseñaría mis
muebles. El capitán, al oírme tales absurdos, pensó que yo deliraba. No obstante, me
prometió -supongo que para serenarme- que daría órdenes según mis deseos, y subiendo a
cubierta mandó a algunos hombres que entrasen en mi gabinete, de donde -según vi
después- sacaron todos los muebles y arrancaron todo el acolchado; pero las sillas, el
escritorio y la cama, como estaban atornillados al suelo, sufrieron gran daño por la
ignorancia de los marineros que los arrancaron por la fuerza. Quitaron después a golpes
algunas tablas para emplearlas en el barco, y cuando hubieron cogido todo lo que les vino
en gana, tiraron al mar el armatoste, que a causa de las numerosas brechas que le habían
abierto en el fondo y en los costados, se hundió rápidamente. Y por cierto que tuve a
ventura no haber sido espectador del estrago que hicieron, pues tengo la seguridad de que
me hubiera impresionado profundamente recordándome episodios que prefería olvidar.
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Dormí algunas horas, aunque intranquilizado continuamente con sueños que me
devolvían al país de donde acababa de salir y me representaban los riesgos de que había
escapado. Sin embargo, al despertar me sentí muy aliviado. Eran sobre las ocho de la noche
y el capitán mandó disponer la cena inmediatamente suponiendo que yo llevaría demasiado
tiempo en ayunas. Me habló con gran cortesía y observó que yo no tenía aspecto extraviado
ni hablaba sin fundamento, y cuando quedamos solos me pidió que le hiciese relación de mi
viaje y del accidente en virtud del cual me había visto flotando a la ventura en aquella
extraordinaria barca de madera. Me dijo que a eso de las doce del día estaba mirando con el
anteojo y la divisó a alguna distancia, y suponiendo que fuese una vela formó propósido de
acercarse -ya que no estaba muy apartado de su ruta-, con la esperanza de comprar algo de
galleta, que empezaba a faltarle. Al aproximarse descubrió su error, y entonces envió la
lancha para que averiguase lo que era. Sus hombres volvieron asustados, jurando que
habían visto una casa que nadaba; se rió de la simpleza y entró él mismo en el bote, dando a
sus hombres orden de que llevasen un cable fuerte con ellos. Aprovechando el tiempo de
calma que hacía, remó a mi alrededor varias veces y observó mis ventanas y los enrejados
de alambre que las protegían. Descubrió dos colgaderos en un costado, que era todo de
madera, sin paso ninguno para la luz. Entonces mandó a sus hombres remar hacia aquel
lado, y, atando el cable a uno de los colgaderos, les ordenó remolcar mi arca -como él
decía- en dirección al barco. Cuando estuvo allí dispuso que atasen otro cable a la anilla de
la tapa y que se guindase mi arca por medio de poleas, lo que entre todos los marineros no
lograron en más de dos o tres pies. Añadió que había visto mi bastón y mi pañuelo salir por
la abertura, y juzgó que algún desventurado debía de estar encerrado en el interior.
Le pregunté si él o la tripulación habían visto en los aires alguna gigantesca ave por el
tiempo en que echaron de ver la caja por primera vez. A ello me contestó que hablando de
este asunto con sus marineros, mientras yo dormía, dijo uno de ellos que había visto tres
águilas que volaban hacia el Norte; pero no hizo observación ninguna en cuanto a que
fuesen mayores del tamaño normal, lo cual supongo yo que ha de atribuirse a la gran altura
a que estaban. No acertaba el capitán a comprender la razón de mi pregunta; le interrogué
entonces a qué distancia de tierra calculaba que estaríamos. Me dijo que, según su cómputo
más exacto, estábamos por lo menos a cien leguas. Le aseguré que debía de estar
equivocado casi en una mitad, puesto que yo no había salido del país de que procedía más
de dos horas antes de mi caída en el mar. Con esto él empezó a creer nuevamente que mi
cabeza no estaba firme, lo cual me sugirió en cierto modo, y me aconsejó que me fuese a
acostar a un camarote que me había preparado. Le aseguré que su buen trato y compañía
me habían reconfortado mucho y que estaba tan en mi juicio como toda mi vida había
estado. Se puso serio entonces y me preguntó francamente si no estaría yo perturbado por el
sentimiento interior de algún enorme crimen que fuese la causa de que, por mandato de
algún príncipe, se me hubiera castigado poniéndome en aquella arca, al modo que en otros
países se ha lanzado a grandes criminales al mar en un barco agujereado, sin provisiones;
pues aunque sentiría haber recogido en su barco a hombre tan perverso, comprometería su
palabra de dejarme salvo en tierra en el primer puerto a que llegásemos. Añadió que habían
aumentado sus sospechas algunos razonamientos absurdos de todo punto que yo había
hecho a los marineros primero, y luego a él mismo, en relación con mi gabinete o caja, así
como mi conducta y mis miradas extrañas durante la cena.
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Le supliqué que tuviese paciencia para oírme referir mi historia, lo que hice
puntualmente, desde mi última salida de Inglaterra hasta el momento en que me encontró.
Y como la verdad siempre se abre camino en entendimientos racionales, este honrado y
digno caballero, que tenía sus puntas de instruido y un criterio excelente quedó en seguida
convencido de mi franqueza y veracidad. Pero para confirmar mejor cuanto le había dicho
le rogué que diese orden de que llevaran mi escritorio, cuya llave tenía yo en el bolsillo -
pues ya me había contado en qué modo habían los marinos usado de mi gabinete-. Lo abrí
en su presencia y le mostré la pequeña colección de curiosidades que yo había reunido en el
país de donde tan extrañamente me había libertado. Estaba el peine que yo había hecho con
cañones de la barba de Su Majestad, y otro del mismo material, pero sujeto a una cortadura
de uña del pulgar de Su Majestad la reina, que me servía como batidor. Había una colección
de agujas y alfileres de un pie a media yarda de longitud; cuatro aguijones de avispas como
tachuelas de carpintero; algunos cabellos de los que se le desprendían a la reina cuando la
peinaban; un anillo de oro que ella me regaló un día de la manera más delicada,
quitándoselo del dedo pequeño y pasándomelo por la cabeza a modo de collar. Rogué al
capitán que aceptase este anillo en correspondencia a sus amabilidades; pero rehusó en
absoluto. Le mostré un callo que había cortado con mis propias manos del pie de una dama
de honor; venía a tener el tamaño de una manzana de Kent y estaba tan duro que a mi
vuelta a Inglaterra lo hice ahuecar en forma de copa y lo monté en plata. Por último, le
invité a que mirase los calzones que llevaba puestos, y que estaban hechos con la piel de un
ratón.
No consintió en quedarse más que con un diente de un lacayo, que advertí que
examinaba con gran curiosidad y comprendí que tenía capricho por él. Lo recibió con
abundancia de palabras de agradecimiento, muchas más de las que tal chuchería pudiese
merecer. Se lo había sacado un cirujano ignorante a uno de los servidores de Glumdalclitch
que padecía dolor de muelas, pero estaba tan sano como cualquiera otro de su boca. Lo hice
limpiar y lo guardé en mi escritorio. Tenía como un pie de largo y cuatro pulgadas de
diámetro.
Quedó el capitán muy satisfecho de la sencilla relación que le hice, y me dijo que
confiaba en que a mi regreso a Inglaterra haría al mundo la merced de escribirla y
publicarla. Mi respuesta fue que, a mi juicio, teníamos ya demasiados libros de viaje, y
apenas sucedía nada en la época que no fuese extraordinario, de donde sospechaba yo que
algunos autores consultaban más que a la verdad, a su vanidad, a su interés o a la diversión
de los lectores ignorantes. Y añadí que en mi historia casi no habría otra cosa que
acontecimientos vulgares, sin aquellas ornamentales descripciones de extraños árboles,
plantas, pájaros y otros animales, o de las costumbres bárbaras y la idolatría de pueblos
salvajes, en que abundan la mayor parte de los escritores. No obstante, le di las gracias por
la buena opinión en que me tenía y le ofrecí pensar el asunto.
Una cosa dijo que le había llamado mucho la atención, y era oírme hablar tan alto, y me
preguntó si el rey o la reina de aquel país eran duros de oídos. Le contesté que me había
acostumbrado a ello por más de dos años, y que yo me admiraba no menos de su voz y la
de sus hombres, que me parecía solamente un murmullo, aunque la oía bastante bien.
Cuando yo hablaba en aquel país lo hacía en el tono que lo haría un hombre que desde la
calle hablase con otro a lo alto de un campanario, a menos que me tuviesen colocado sobre
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una mesa o en la mano de alguna persona. Le dije que también habla observado otra cosa, y
era que cuando al entrar en el barco se pusieron a mi alrededor todos los marinos, me
parecieron las más pequeñas e insignificantes criaturas que hubiese visto en la vida; pues a
buen seguro que mientras estuve en los dominios de aquel príncipe jamás consentí mirarme
a un espejo una vez que mis ojos se acostumbraron a objetos tan descomunales, porque la
comparación me inspiraba un lamentable concepto de mí mismo. Me dijo el capitán que
mientras cenábamos observó que yo lo miraba todo con una especie de asombro y que
muchas veces apenas pude contener la risa, lo que no sabía a qué atribuir, como no fuese a
algún barrunto de desequilibrio mentaI. Le respondí que era cierto; que me maravillaba de
cómo había podido contenerme viendo sus fuentes del tamaño de una moneda de tres
peniques, un pernil de puerco con que apenas había para un bocado, una taza más chica que
una cáscara de nuez, y así continué describiendo el resto de su menaje y sus provisiones en
parecidos términos. Pues he de advertir que aunque la reina me había encargado una
pequeña recámara de todas las cosas precisas para mí cuando estuve a su servicio, se había
apoderado de mis ideas completamente lo que por todas partes me rodeaba, y pasaba por
alto mi propia pequeñez, como es corriente en cada uno hacer con sus defectos. El capitán
comprendió perfectamente mis burlas, y alegremente contestó, empleando el antiguo
proverbio inglés, que sospechaba que mis ojos eran mayores que mi barriga, pues no había
notado que mi estómago estuviese con muchos ánimos, aunque había ayunado todo el día;
y prosiguiendo en su tono regocijado, aseguró que hubiese de muy buena gana dado cien
libras por ver mi gabinete en el pico del águila y después su caída en el mar desde tan
grande altura, lo que, sin duda, hubiera sido un espectáculo de lo más maravilloso, y su
descripción digna de ser transmitida a las edades venideras. El recuerdo de Faetón era tan
obvio, que no pudo privarse de aplicarlo, aunque yo no admiré mucho la ingeniosidad.
El capitán, que había estado en Tonquín, fue empujado a su regreso a Inglaterra hacia el
Nordeste, hasta los 44 grados de latitud y los 143 de longitud. Pero habiendo encontrado un
viento general dos días después de estar yo a bordo, navegamos al Sur largo tiempo, y
costeando Nueva Holanda guardamos nuestra ruta Oeste-sudoeste, y luego Sur-sudoeste
hasta que doblamos el Cabo de Buena Esperanza. La travesía fue muy próspera, y no
molestaré al lector con un diario de ella. El capitán hizo escala en uno o dos puertos y
mandó la lancha en busca de provisiones y agua dulce; pero yo no salí del barco hasta que
llegamos a Las Dunas, lo que sucedió el 3 de junio de 1706, nueve meses después de mi
escapatoria. Ofrecí dejar mis muebles en prenda del pago de mi viaje; pero el capitán
protestó que no consentiría en tomar un céntimo. Nos despedimos amablemente y le pedí
promesa de que iría a visitarme a mi casa de Recriff. Alquilé un caballo y un guía por cinco
chelines que pedí prestados al capitán.
Conforme iba de camino, viendo la pequeñez de las casas, los árboles, el ganado y las
personas, se me venía a las mientes mi estancia en Liliput. Tenía miedo de pisar a los
caminantes que tropezaba, y muchas veces les grité que se apartasen del camino,
impertinencia con que por poco hago que se rompan la cabeza dos o tres.
Cuando llegué a mi casa, por la que tuve que preguntar, un criado abrió la puerta y yo
me bajé para entrar, temeroso de darme en la cabeza. Mi mujer salió corriendo a besarme,
pero yo me agaché hasta más abajo de sus rodillas creyendo que de otro modo no podría
alcanzarme a la boca. Mi hija se puso de rodillas para que le diese mi bendición, pero yo no
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la vi hasta que se hubo levantado, hecho como estaba de tanto tiempo a dirigir la cabeza y
los ojos para mirar a más de sesenta pies, y luego fuí a levantarla cogiéndola con una mano
por la cintura. Miraba de arriba abajo a los criados y a dos o tres amigos que había en casa,
como si ellos fuesen pigmeos y yo un gigante. Dije a mi esposa que se había mostrado
económica en demasía, pues apreciaba que ella y su hija estaban consumidas de hambre. En
suma, me comporté de modo tan inexplicable, que todos fueron de la opinión que formó el
capitán al principio de verme y dieron por cierto que había perdido el juicio. Cito esto como
ejemplo de la gran fuerza de la costumbre y el prejuicio.
En poco tiempo llegué con mi familia y mis amigos a buena inteligencia; pero mi mujer
protestó que nunca volvería al mar en mi vida, aunque mi destino desgraciado dispuso de
modo que ella no pudo estorbarlo, como verá el lector más adelante. En tanto, doy aquí por
concluída la parte segunda de mis desventurados viajes.
Fin de la Segunda Parte
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Tercera parte
Un viaje a Laputa, Balnibarbi, Luggnagg, Glubbdubdrib y el Japón.
Capítulo 1
El autor sale en su tercer viaje y es cautivado por piratas. -La maldad de un holandés. -El
autor llega a una isla. -Es recibido en Laputa.
No llevaba en casa arriba de diez días, cuando el capitán William Robinson, de
Cornwall, comandante del Hope Well, sólido barco de trescientas toneladas, se presentó a
verme. Yo había sido ya médico en otro barco que él patroneaba, y navegado a la parte, con
un cuarto del negocio, durante una travesía a Levante. Me había tratado siempre más como
a hermano que como a subordinado, y, enterado de mi llegada, quiso hacerme una visita,
puramente de amistad por lo que pensé, ya que en ella sólo ocurrió lo que es natural
después de largas ausencias. Pero repetía sus visitas, expresando su satisfacción por
encontrarme con buena salud, preguntando si me había establecido ya por toda la vida y
añadiendo que proyectaba una travesía a las Indias orientales para dentro de dos meses;
viniendo, por último, a invitarme francamente, aunque con algunas disculpas, a que fuese
yo el médico del barco. Díjome que tendría otro médico a mis órdenes, aparte de nuestros
dos ayudantes; que mi salario sería doble de la paga corriente, y que, como sabía que mis
conocimientos, en cuestiones de mar por lo menos, igualaban los suyos, se avendría a
cualquier compromiso de seguir mi consejo en iguales términos que si compartiésemos el
mando.
Me dijo tantas amables cosas, y yo le conocía como hombre tan honrado, que no pude
rechazar su propuesta; tanto menos cuanto que el deseo de ver mundo seguía en mí tan vivo
como siempre. La única dificultad que quedaba era convencer a mi esposa, cuyo
consentimiento, sin embargo, alcancé al fin, con la perspectiva de ventajas que ella expuso
a los hijos.
Emprendimos el viaje el 5 de agosto de 1706, y llegamos a Fort St. George el 11 de abril
de 1707. Permanecimos allí tres semanas para descanso de la tripulación, de la cual había
algunos hombres enfermos. De allá fuimos a Tonquín, donde el capitán decidió seguir
algún tiempo, pues muchas de las mercancías que quería comprar no estaban listas, ni podía
esperar que quedasen despachadas en varios meses. En consecuencia, para compensar en
parte los gastos que había de hacer, compró una balandra y me dio autorización para
traficar mientras él concertaba sus negocios en Tonquín.
No habíamos navegado arriba de tres días, cuando se desencadenó una gran tempestad,
que nos arrastró cinco días al Nornordeste, y luego al Este; después de lo cual tuvimos
tiempo favorable, aunque todavía con viento bastante fuerte por el Oeste. En el décimo día
nos vimos perseguidos por dos barcos piratas, que no tardaron en alcanzarnos, pues la
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balandra iba tan cargada que navegaba muy despacio, y nosotros tampoco estábamos en
condiciones de defendernos.
Fuimos abordados casi a un tiempo por los dos piratas, que entraron ferozmente a la
cabeza de sus hombres; pero hallándonos postrados con las caras contra el suelo -lo que di
orden de hacer-, nos maniataron con gruesas cuerdas y, después de ponernos guardia,
marcharon a saquear la embarcación.
Advertí entre ellos a un holandés que parecía tener alguna autoridad, aunque no era
comandante de ninguno de los dos barcos. Notó él por nuestro aspecto que éramos ingleses,
y hablándonos atropelladamente en su propia lengua juró que nos atarían espalda con
espalda y nos arrojarían al mar. Yo hablaba holandés bastante regularmente; le dije quién
era y le rogué que, en consideración a que éramos cristianos y protestantes, de países
vecinos unidos por estrecha alianza, moviese a los capitanes a que usaran de piedad con
nosotros. Esto inflamó su cólera; repitió las amenazas y, volviéndose a sus compañeros,
habló con gran vehemencia, en idioma japonés, según supongo, empleando frecuentemente
la palabra cristianos.
El mayor de los dos barcos piratas iba mandado por un capitán japonés que hablaba el
holandés algo, pero muy imperfectamente. Se me acercó, y después de varias preguntas, a
las que contesté con gran humildad, dijo que no nos matarían. Hice al capitán una profunda
reverencia, y luego, volviéndome hacia el holandés, dije que lamentaba encontrar más
merced en un gentil que en un hermano cristiano. Pero pronto tuve motivo para
arrepentirme de estas palabras, pues aquel malvado sin alma, después de pretender en vano
persuadir a los capitanes de que debía arrojárseme al mar -en lo que ellos no quisieron
consentir después de la promesa que se me había hecho de no matarnos-, influyó, sin
embargo, lo suficiente para lograr que se me infligiese un castigo peor en todos los
humanos aspectos que la muerte misma. Mis hombres fueron enviados, en número igual, a
ambos barcos piratas, y mi balandra, tripulada por nuevas gentes. Por lo que a mí toca, se
dispuso que sería lanzado al mar, a la ventura, en una pequeña canoa con dos canaletes y
una vela y provisiones para cuatro días -éstas tuvo el capitán japonés la bondad de
duplicarlas de sus propios bastimentos-, sin permitir a nadie que me buscase. Bajé a la
canoa, mientras el holandés, de pie en la cubierta, me atormentaba con todas las
maldiciones y palabras injuriosas que su idioma puede dar de sí.
Como una hora antes de ver a los piratas había hecho yo observaciones y hallado que
estábamos a una latitud de 46º N. y una longitud de 183. Cuando estuve a alguna distancia
de los piratas descubrí con mi anteojo de bolsillo varias islas al Sudeste. Largué la vela con
el designio de llegar, aprovechando el viento suave que soplaba, a la más próxima de estas
islas, lo que conseguí en unas tres horas. Era toda peñascosa; encontré, no obstante, muchos
huevos de pájaros, y haciendo fuego prendí algunos brezos y algas secas y en ellos asé los
huevos. No tomé otra cena, resuelto a ahorrar cuantas provisiones pudiese. Pasé la noche al
abrigo de una roca, acostado sobre un poco de brezo, y dormí bastante bien.
Al día siguiente navegué a otra isla, y luego a una tercera y una cuarta, unas veces con la
vela y otras con los remos. Pero, a fin de no molestar al lector con una relación detallada de
mis desventuras, diré sólo que al quinto día llegué a la última isla que se me ofrecía a la
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vista, y que estaba situada al Sursudeste de la anterior. Estaba esta isla a mayor distancia de
la que yo calculaba, y no llegué a ella en menos de cinco horas. La rodeé casi del todo,
hasta que encontré un sitio conveniente para tomar tierra, y que era una pequeña caleta
como de tres veces la anchura de mi canoa. Encontré que la isla era toda peñascosa, con
sólo pequeñas manchas de césped y hierbas odoríferas. Saqué mis exiguas provisiones, y,
luego de haberme reconfortado, guardé el resto en una cueva, de las que había en gran
número. Cogí muchos huevos por las rocas y reuní una cierta cantidad de algas secas y
hierba agostada, que me proponía prender al día siguiente para con ella asar los huevos
como pudiera -pues llevaba conmigo pedernal, eslabón, mecha y espejo ustorio-. Descansé
toda la noche en la cueva donde había metido las provisiones. Fueron mi lecho las mismas
algas y hierbas secas que había cogido para hacer fuego. Dormí muy poco, pues la
intranquilidad de mi espíritu pudo más que mi cansancio y me tuvo despierto. Consideraba
cuán imposible me sería conservar la vida en sitio tan desolado y qué miserable fin había de
ser el mío. Con todo, me sentía tan indiferente y desalentado, que no tenía ánimo para
levantarme, y primero que reuní el suficiente para arrastrarme fuera de la cueva, el día era
muy entrado ya.
Paseé un rato entre las rocas; el cielo estaba raso completamente, y el sol quemaba de tal
modo, que me hizo desviar la cara de sus rayos; cuando, de repente, se hizo una obscuridad,
muy distinta, según me pareció, de la que se produce por la interposición de una nube. Me
volví y percibí un vasto cuerpo opaco entre el sol y yo, que se movía avanzando hacia la
isla. Juzgué que estaría a unas dos millas de altura, y ocultó el sol por seis o siete minutos;
pero, al modo que si me encontrase a la sombra de una montaña. no noté que el aire fuese
mucho más frío ni el cielo estuviese más obscuro. Conforme se acercaba al sitio en que
estaba yo, me fue pareciendo un cuerpo sólido, de fondo plano, liso y que brillaba con gran
intensidad al reflejarse el mar en él. Yo me hallaba de pie en una altura separada unas
doscientas yardas de la costa, y vi que este vasto cuerpo descendía casi hasta ponerse en la
misma línea horizontal que yo, a menos de una milla inglesa de distancia. Saqué mi anteojo
de bolsillo y pude claramente divisar multitud de gentes subiendo y bajando por los bordes,
que parecían estar en declive; pero lo que hicieran aquellas gentes no podía distinguirlo.
El natural cariño a la vida despertó en mi interior algunos movimientos de alegría, y me
veía pronto a acariciar la esperanza de que aquel suceso viniese de algún modo en mi ayuda
para librarme del lugar desolado y la triste situación en que me hallaba. Pero, al mismo
tiempo, difícilmente podrá concebir el lector mi asombro al contemplar una isla en el aire,
habitada por hombres que podían -por lo que aparentaba- hacerla subir o bajar, o ponerse en
movimiehto progresivo, a medida de su deseo. Pero, poco en disposición entonces de darme
a filosofías sobre este fenómeno, preferí más bien observar qué ruta tomaba la isla, que
parecía llevar quieta un rato. Al poco tiempo se acercó más, y pude distinguir los lados de
ella circundados de varias series de galerías y escaleras, con determinados intervalos, como
para bajar de unas a otras. En la galería inferior advertí que había algunas personas
pescando con caña y otras mirando. Agité la gorra -el sombrero se me había roto hacía
mucho tiempo- y el pañuelo hacia la isla; cuando se hubo acercado más aún, llamé y grité
con toda la fuerza de mis pulmones, y entonces vi, mirando atentamente, que se reunía
gentío en aquel lado que estaba enfrente de mí. Por el modo en que me señalaban y en que
me indicaban unos a otros conocí que me percibían claramente, aunque no daban respuesta
ninguna a mis voces. Después pude ver que cuatro o cinco hombres corrían
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apresuradamente escaleras arriba, a la parte superior de la isla, y desaparecían luego.
Supuse inmediatamente que iban a recibir órdenes de alguna persona con autoridad para
proceder en el caso.
Aumentó el número de gente, y en menos de media hora la isla se movió y elevó, de
modo que la galería más baja quedaba paralela a la altura en que me encontraba yo, y a
menos de cien yardas de distancia. Adopté entonces las actitudes más suplicantes y hablé
con los más humildes acentos, pero no obtuve respuesta. Quienes estaban más próximos,
frente por frente conmigo, parecían personas de distinción, a juzgar por sus trajes.
Conferenciaban gravemente unos con otros, mirándome con frecuencia. Por fin, uno de
ellos me gritó en un dialecto claro, agradable, suave, no muy diferente en sonido del
italiano; de consiguiente, yo contesté en este idioma, esperando, al menos que la cadencia
seria más grata a los oídos de quien se me dirigía. Aunque no nos entendimos, el
significado de mis palabras podía comprenderse fácilmente, pues la gente veía el apuro en
que me encontraba.
Me hicieron seña de que descendiese de la roca y avanzase a la playa, como lo hice; fue
colocada a conveniente altura la isla volante, cuyo borde quedó sobre mí; soltaron desde la
galería más baja una cadena con un asiento atado al extremo, en el cual me sujeté, y me
subieron por medio de poleas.
Capítulo 2
Descripción del genio y condición de los laputianos. Referencias de su cultura. -Del rey y
de su corte. -El recibimiento del autor en ella. -Motivo de los temores e inquietudes de los
habitantes. -Referencias acerca de las mujeres.
Al llegar arriba me rodeó muchedumbre de gentes; pero las que estaban más cerca
parecían de más calidad. Me consideraban con todas las muestras y expresiones a que el
asombro puede dar curso, y yo no debía de irles mucho en zaga, pues nunca hasta entonces
había visto una raza de mortales de semejantes figuras, trajes y continentes. Tenían
inclinada la cabeza, ya al lado derecho, ya al izquierdo; con un ojo miraban hacia adentro, y
con el otro, directamente al cenit. Sus ropajes exteriores estaban adornados con figuras de
soles, lunas y estrellas, mezcladas con otras de violines, flautas, arpas, trompetas, guitarras,
claves y muchos más instrumentos de música desconocidos en Europa. Distinguí,
repartidos entre la multitud, a muchos, vestidos de criados, que llevaban en la mano una
vejiga hinchada y atada, como especie de un mayal, a un bastoncillo corto. Dentro de estas
vejigas había unos cuantos guisantes secos o unas piedrecillas, según me dijeron más tarde.
Con ellas mosqueaban de vez en cuando la boca y las orejas de quienes estaban más
próximos, práctica cuyo alcance no pude por entonces comprender. A lo que parece, las
gentes aquellas tienen el entendimiento de tal modo enfrascado en profundas
especulaciones, que no pueden hablar ni escuchar los discursos ajenos si no se les hace
volver sobre sí con algún contacto externo sobre los órganos del habla y del oído. Por esta
razón, las personas que pueden costearlo tienen siempre al servicio de la familia un criado,
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que podríamos llamar, así como el instrumento, mosqueador -allí se llama climenole- y
nunca salen de casa ni hacen visitas sin él. La ocupación de este servidor es, cuando están
juntas dos o tres personas, golpear suavemente con la vejiga en la boca a aquella que debe
hablar, y en la oreja derecha a aquel o aquellos a quienes el que habla se dirige. Asimismo,
se dedica el mosqueador a asistir diligentemente a su señor en los paseos que da y, cuando
la ocasión llega, saludarle los ojos con un suave mosqueo, pues va siempre tan abstraído en
su meditación, que está en peligro manifiesto de caer en todo precipicio y embestir contra
todo poste, y en las calles, de ser lanzado o lanzar a otros de un empujón al arroyo.
Era preciso dar esta explicación al lector, sin la cual se hubiese visto tan desorientado
como yo, para comprender el proceder de estas gentes cuando me condujeron por las
escaleras hasta la parte superior de la isla y de allí al palacio real. Mientras subíamos
olvidaron numerosas veces lo que estaban haciendo, y me abandonaron a mí mismo, hasta
que les despertaron la memoria los respectivos mosqueadores, pues aparentaban absoluta
indiferencia a la vista de mi vestido y mi porte extranjero y ante los gritos del vulgo, cuyos
pensamientos y espíritu estaban más desembarazados.
Entramos, por fin, en el palacio, y luego en la sala de audiencia, donde vi al rey sentado
en su trono; a ambos lados le daban asistencia personas de principal calidad. Ante el trono
había una gran mesa llena de globos, esferas e instrumentos matemáticos de todas clases,
Su Majestad no hizo el menor caso de nosotros, aunque nuestra entrada no dejó de
acompañarse de ruido suficiente, al que contribuyeron todas las personas pertenecientes a la
corte. Pero él estaba entonces enfrascado en un problema, y hubimos de esperar lo menos
una hora a que lo resolviese. A cada lado suyo había un joven paje en pie, con sendos
mosqueadores en la mano, y cuando vieron que estaba ocioso, uno de ellos le golpeó
suavemente en la boca, y el otro en la oreja derecha, a lo cual se estremeció como hombre a
quien despertasen de pronto, y mirándome a mí y a la compañía que tenía en su presencia
recordó el motivo de nuestra llegada, de que ya le habían informado antes. Habló algunas
palabras, e inmediatamente un joven con un mosqueador se llegó a mi lado y me dio
suavemente en la oreja derecha; pero yo di a entender con las señas más claras que pude
que no necesitaba semejante instrumento, lo que, según supe después, hizo formar a Su
Majestad y a toda la corte tristísima opinión de mi inteligencia. El rey, por lo que pude
suponer, me hizo varias preguntas, y yo me dirigí a él en todos los idiomas que sabía.
Cuando se vio que yo no podía entender ni hacerme entender, se me condujo, por orden
suya, a una habitación de su palacio -sobresalía este príncipe entre todos sus predecesores
por su hospitalidad a los extranjeros-, y se designaron dos criados para mi servicio. Me
llevaron la comida, y cuatro personas de calidad, a quienes yo recordaba haber visto muy
cerca del rey, me hicieron el honor de comer conmigo. Nos sirvieron dos entradas, de tres
platos cada una. La primera fue un brazuelo de carnero cortado en triángulo equilátero, un
trozo de vaca en romboide y un pudín en cicloide. La segunda, dos patos, empaquetados en
forma de violín; salchichas y pudines imitando flautas y oboes, y un pecho de ternera en
figura de arpa. Los criados nos cortaron el pan en conos, cilindros, paralelogramos y otras
diferentes figuras matemáticas.
Mientras comíamos me tomé la libertad de preguntar los nombres de varias cosas en su
idioma, y aquellos nobles caballeros, con la ayuda de sus mosqueadores, se complacieron
en darme respuesta, con la esperanza de llenarme de admiración con sus habilidades, si
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alguna vez llegaba a conversar con ellos. Pronto pude pedir pan, de beber y todo lo demás
que necesitaba.
Después de la comida mis acompañantes se retiraron, y me fue enviada una persona, por
orden del rey, servida por su mosqueador. Llevaba consigo pluma, tinta y papel y tres o
cuatro libros, y por señas me hizo comprender que le enviaban para enseñarme el idioma.
Nos sentamos juntos durante cuatro horas, y en este espacio escribí gran número de
palabras en columnas, con las traducciones enfrente, y logré también aprender varias frases
cortas. Mi preceptor mandaba a uno de mis criados traer algún objeto, volverse, hacer una
inclinación, sentarse, levantarse, andar y cosas parecidas; y yo escribía la frase luego. Me
mostró también en uno de sus libros las figuras del Sol, la Luna y las estrellas, el zodíaco,
los trópicos y los círculos polares, juntos con las denominaciones de muchas figuras de
planos y sólidos. Me dio los nombres y las descripciones de todos los instrumentos
musicales y los términos generales del arte de tocar cada uno de ellos. Cuando se fue
dispuse todas las palabras, con sus significados, en orden alfabético. Y así, en pocos días,
con ayuda de mi fidelísima memoria, adquirí algunos conocimientos serios del lenguaje.
La palabra que yo traduzco por la isla volante o flotante es en el idioma original laputa,
de la cual no he podido saber nunca la verdadera etimología. Lap, en el lenguaje antiguo
fuera de uso, significa alto, y untuh, piloto; de donde dicen que, por corrupción, se deriva
laputa, de lapuntuh. Pero yo no estoy conforme con esta derivación, que se me antoja un
poco forzada.Me arriesgué a ofrecer a los eruditos de allá la suposición propia de que
laputa era quasi lapouted: de lap, que significa realmente el jugueteo de los rayos del sol
en el mar, y outed, ala. Lo cual, sin embargo, no quiero imponer, sino, simplemente,
someterlo al juicioso lector.
Aquellos a quienes el rey me había confiado, viendo lo mal vestido que me encontraba,
encargaron a un sastre que fuese a la mañana siguiente para tomarme medida de un traje.
Este operario hizo su oficio de modo muy diferente que los que se dedican al mismo tráfico
en Europa. Tomó primero mi altura con un cuadrante, y luego, con compases y reglas,
describió las dimensiones y contornos de todo mi cuerpo y lo trasladó todo al papel; y a los
seis días me llevó el traje, muy mal hecho y completamente desatinado de forma, por
haberle acontecido equivocar una cifra en el cálculo. Pero me sirvió de consuelo el observar
que estos accidentes eran frecuentísimos y muy poco tenidos en cuenta.
Durante mi reclusión por falta de ropa y por culpa de una indisposición, que me retuvo
algunos días más, aumenté grandemente mi diccionario; y cuando volví a la corte ya pude
entender muchas de las cosas que el rey habló y darle algún género de respuestas. Su
Majestad había dado orden de que la isla se moviese al Nordeste y por el Este hasta el
punto vertical sobre Lagado, metrópoli de todo el reino de abajo, asentado sobre tierra
firme, Estaba la metrópoli a unas noventa leguas de distancia, y nuestro viaje duró cuatro
días y medio. Yo no me daba cuenta lo más mínimo del movimiento progresivo de la isla
en el aire. La segunda mañana, a eso de las once, el rey mismo en persona y la nobleza, los
cortesanos y los funcionarios tomaron los instrumentos musicales de antemano dispuestos y
tocaron durante tres horas sin interrupción, de tal modo, que quedé atolondrado con el
ruido; y no pude imaginar a qué venía aquello hasta que me informó mi preceptor. Díjome
que los habitantes de aquella isla tenían los oídos adaptados a oír la música de las esferas,
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que sonaban siempre en épocas determinadas, y la corte estaba preparada para tomar parte
en el concierto, cada cual con el instrumento en que sobresalía.
En nuestro viaje a Lagado, la capital, Su Majestad ordenó que la isla se detuviese sobre
ciertos pueblos y ciudades, para recibir las peticiones de sus súbditos; y a este fin se
echaron varios bramantes con pesos pequeños a la punta. En estos bramantes ensartaron las
peticiones, que subieron rápidamente como los trozos de papel que ponen los escolares al
extremo de las cuerdas de sus cometas. A veces recibíamos vino y víveres de abajo, que se
guindaban por medio de poleas.
El conocimiento de las matemáticas que tenía yo me ayudó mucho en el aprendizaje de
aquella fraseología, que depende en gran parte de esta ciencia y de la música: y en esta
última tampoco era profano. Las ideas de aquel pueblo se refieren perpetuamente a líneas y
figuras. Si quieren, por ejemplo, alabar la belleza de una mujer, o de un animal cualquiera,
la describen con rombos, círculos, paralelogramos, elipses y otros términos geométricos, o
con palabras de arte sacadas de la música, que no es necesario repetir aquí. Encontré en la
cocina del rey toda clase de instrumentos matemáticos y músicos, en cuyas figuras cortan
los cuartos de res que se sirven a la mesa de Su Majestad.
Sus casas están muy mal construidas, con las paredes trazadas de modo que no se puede
encontrar un ángulo recto en una habitación. Débese este defecto al desprecio que tienen
allí por la geometría réctica, que juzgan mecánica y vulgar; y como las instrucciones que
dan son demasiado profundas para el intelecto de sus trabajadores, de ahí las
equivocaciones perpetuas. Aunque son aquellas gentes bastante diestras para manejar sobre
una hoja de papel, regla, lápiz y compás de división, sin embargo, en los actos corrientes y
en el modo de vivir yo no he visto pueblo más tosco, poco diestro y desmañado, ni tan
lerdo e indeciso en sus concepciones sobre todos los asuntos que no se refieran a
matemáticas y música. Son malos razonadores y dados, con gran vehemencia a la
contradicción, menos cuando aciertan a sustentar la opinión oportuna, lo que les sucede
muy rara vez. La imaginación, la fantasía y la inventiva les son por completo extrañas, y no
hay en su idioma palabras con qué expresar estas ideas; todo el círculo de sus pensamientos
y de su raciocinio está encerrado en las dos ciencias ya mencionadas.
Muchos de ellos, y especialmente los que se dedican a la parte astronómica, tienen gran
fe en la astrología judiciaria, aunque se avergüenzan de confesarlo en público. Pero lo que
principalmente admiré en ellos, y me pareció por completo inexplicable, fue la decidida
inclinación que les aprecié para la política, y que de continuo los tiene averiguando
negocios públicos, dando juicios sobre asuntos de Estado y disputando apasionadamente
sobre cada letra de un programa de partido. Cierto que yo había observado igual
disposición en la mayor parte de los matemáticos que he conocido en Europa, aunque
nunca pude descubrir la menor analogía entre las dos ciencias, a no ser que estas gentes
imaginen que, por el hecho de tener el círculo más pequeño tantos grados como el más
grande, la regulación y el gobierno del mundo no exigen más habilidades que el manejo y
volteo de una esfera terrestre. Pero me inclino más bien a pensar que esta condición nace de
un mal muy común en la naturaleza humana, que nos lleva a sentirnos en extremo curiosos
y afectados por asuntos con que nada tenemos que ver y para entender en los cuales
estamos lo menos adaptados posible por el estudio o por las naturales disposiciones.
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Aquella gente vive bajo constantes inquietudes, y no goza nunca un minuto de paz su
espíritu; pero sus confusiones proceden de causas que importan muy poco al resto de los
mortales. Sus recelos nacen de determinados cambios que temen en los cuerpos celestes.
Por ejemplo, que la Tierra, a causa de las continuas aproximaciones del Sol, debe, en el
curso de los tiempos, ser absorbida o engullida. Que la faz del Sol irá gradualmente
cubriéndose de una costra de sus propios efluvios y dejará de dar luz a la Tierra. Que el
mundo se libró por muy poco de un choque con la cola del último cometa, que le hubiese
reducido infaliblemente a cenizas, y que el próximo, que ellos han calculado para dentro de
treinta y un años, nos destruirá probablemente. Porque si en su perihelio se aproxima al Sol
más allá de cierto grado -lo que, por sus cálculos, tienen razones para temer-, desarrollará
un grado de calor diez mil veces más intenso que el de un hierro puesto al rojo, y al
apartarse del Sol llevará una cola inflamada de un millón y catorce millas de largo, y la
Tierra, si la atraviesa a una distancia de cien mil millas del núcleo o cuerpo principal del
cometa, deberá ser a su paso incendiada y reducida a cenizas; que el Sol, como gasta sus
rayos diariamente, sin recibir ningún alimento para suplirlos, acabará por consumirse y
aniquilarse totalmente; lo que vendrá acompañado de la destrucción de la Tierra y todos los
planetas que reciben la luz de él.
Están continuamente tan alarmados con el temor de estas y otras parecidas catástrofes
inminentes, que no pueden ni dormir tranquilos en sus lechos ni tener gusto para los
placeres y diversiones comunes de la vida. Si por la mañana se encuentran a un amigo, la
primera pregunta es por la salud del Sol, su aspecto al ponerse y al salir y las esperanzas
que pueden tenerse en cuanto a que evite el choque con el cometa que se acerca. Abordan
esta conversación con el mismo estado de ánimo que los niños muestran cuando se deleitan
oyendo cuentos terribles de espíritus y duendes, que escuchan con avidez y luego no se
atreven a ir a acostarse, de miedo.
Las mujeres de la isla están dotadas de gran vivacidad; desprecian a sus maridos y son
extremadamente aficionadas a los extranjeros. Siempre hay de éstos numero considerable
con los del continente de abajo, que esperan en la corte por asuntos de las diferentes
corporaciones y ciudades y por negocios particulares. En la isla son muy desdeñados,
porque carecen de los dones allí corrientes. Entre éstos buscan las damas sus galanes; pero
la molestia es justamente que proceden con demasiada holgura y seguridad, porque el
marido está siempre tan enfrascado en sus especulaciones, que la señora y el amante
pueden entregarse a las mayores familiaridades en su misma cara, con tal de que él tenga a
mano papel e instrumentos y no esté a su lado el mosqueador.
Las esposas y las hijas lamentan verse confinadas en la isla, aunque yo entiendo que es
el más delicioso paraje del mundo; y por más que allí viven en el mayor lujo y
magnificencia y tienen libertad para hacer lo que se les antoja, suspiran por ver el mundo y
participar en las diversiones de la metrópoli, lo que no les está permitido hacer sin una
especial licencia del rey. Y ésta no se alcanza fácilmente, porque la gente de calidad sabe
por frecuentes experiencias cuán difícil es persuadir a sus mujeres para que vuelvan de
abajo. Me contaron que una gran dama de la corte -que tenía varios hijos y estaba casada
con el primer ministro, el súbdito más rico del reino, hombre muy agraciado y enamorado
de ella y que vive en el más bello palacio de la isla- bajó a Lagado con el pretexto de su
salud; allí estuvo escondida varios meses, hasta que el rey mandó un auto para que fuese
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buscada, y la encontraron en un lóbrego figón, vestida de harapos y con las ropas
empeñadas para mantener a un lacayo viejo y feo que le pegaba todos los días, y en cuya
compañía estaba ella muy contra su voluntad. Pues bien: aunque su marido la recibió con
toda la amabilidad posible y sin hacerle el menor reproche, poco tiempo después se huyó
nuevamente abajo, con todas sus joyas, en busca del mismo galán, y no ha vuelto a saberse
de ella.
Quizá, para el lector, esto pase más bien por una historia europea o inglesa que no de un
país tan remoto. Pero debe pararse a meditar que los caprichos de las mujeres no están
limitados por frontera ni clima ninguno, y son más uniformes de lo que fácilmente pudiera
imaginarse.
En cosa de un mes había hecho yo un regular progreso en el idioma y podía contestar a
la mayoría de las preguntas del rey cuando tenía el honor de acompañarle. Su Majestad no
mostró nunca la menor curiosidad por enterarse de las leyes, el gobierno, la historia, la
religión ni las costumbres de los países en que yo había estado, sino que limitaba sus
preguntas al estado de las matemáticas y recibía las noticias que yo le daba con el mayor
desprecio e indiferencia, aunque su mosqueador le acariciaba frecuentemente por uno y
otro lado.
Capítulo 3
Un problema resuelto por la Filosofía y la Astronomía moderna. -Los grandes progresos
de los laputianos en la última. El método del rey para suprimir la insurrección.
Supliqué a este príncipe que me diese licencia para ver las curiosidades de la isla, y me
la concedió graciosamente, encomendando además a mi preceptor que me acompañase.
Deseaba principalmente conocer a qué causa, ya de arte, ya de la Naturaleza, debía sus
diversos movimientos; y de ello haré aquí un relato filosófico al lector.
La isla volante o flotante es exactamente circular; su diámetro, de 7.837 yardas, esto es,
unas cuatro millas y media, y contiene, por lo tanto, diez mil acres. Su grueso es de 300
yardas. El piso o superficie inferior que se presenta a quienes la ven desde abajo es una
plancha regular, lisa, de diamante, que tiene hasta unas 200 yardas de altura. Sobre ella
yacen los varios minerales en el orden corriente, y encima de todos hay una capa de
riquísima tierra, profunda de diez o doce pies. El declive de la superficie superior, de la
circunferencia al centro, es la causa natural de que todos los rocíos y lluvias que caen sobre
la isla sean conducidos formando pequeños riachuelos hacia el interior, donde vierten en
cuatro grandes estanques, cada uno como de media milla en redondo y 200 yardas distante
del centro. De estos estanques el Sol evapora continuamente el agua durante el día, lo que
impide que rebasen. Además, como el monarca tiene en su poder elevar la isla por encima
de la región de las nubes y los vapores, puede impedir la caída de rocíos y lluvias siempre
que le place, pues las nubes más altas no pasan de las dos millas, punto en que todos los
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naturalistas convienen; al menos, nunca se conoció que sucediese de otro modo en aquel
país.
En el centro de la isla hay un hueco de unas 50 yardas de diámetro, por donde los
astrónomos descienden a un gran aposento, de ahí llamado Flandona Gagnole, que vale
tanto como la Cueva del Astrónomo, situado a la profundidad de 100 yardas por bajo de la
superficie superior del diamante. En esta cueva hay veinte lámparas ardiendo
continuamente; las cuales, como el diamante refleja su luz, arrojan viva claridad a todos
lados. Se atesoran allí gran variedad de sextantes, cuadrantes, telescopios, astrolabios y
otros instrumentos astronómicos. Pero la mayor rareza, de la cual depende la suerte de la
isla, es un imán de tamaño prodigioso, parecido en la forma a una lanzadera de tejedor.
Tiene de longitud seis yardas, y por la parte más gruesa, lo menos tres yardas más en
redondo. Este imán está sostenido por un fortísimo eje de diamante que pasa por su centro,
sobre el cual juega, y está tan exactamente equilibrado, que la mano más débil puede
volverlo. Está rodeado de un cilindro hueco de diamante de cuatro pies de concavidad y
otros tantos de espesor en las paredes, y que forma una circunferencia de doce yardas de
diámetro, colocada horizontalmente y apoyada en ocho pies, asimismo de diamante, de seis
yardas de alto cada uno. En la parte interna de este aro, y en medio de ella, hay una muesca
de doce pulgadas de profundidad, donde los extremos del eje encajan y giran cuando es
preciso.
No hay fuerza que pueda sacar a esta piedra de su sitio, porque el aro y sus pies son de la
misma pieza que el cuerpo de diamante que constituye el fondo de la isla.
Por medio de este imán se hace a la isla bajar y subir y andar de un lado a otro. En
relación con la extensión de tierra que el monarca domina, la piedra está dotada por uno de
los lados de fuerza atractiva, y de fuerza repulsiva por el otro. Poniendo el imán derecho
por el extremo atrayente hacia la tierra, la isla desciende; pero cuando se dirige hacia abajo
el extremo repelente, la isla sube en sentido vertical. Cuando la piedra está en posición
oblicua, el movimiento de la isla es igualmente oblicuo, pues en este imán las fuerzas
actúan siempre en líneas paralelas a su dirección.
Por medio de este movimiento oblicuo se dirige la isla a las diferentes partes de los
dominios de Su Majestad. Para explicar esta forma de su marcha, supongamos que A B
representa una línea trazada a través de los dominios de Balnibarbi; c d, el imán, con su
extremo repelente d y su extremo atrayente c, y C, la isla. Dejando la piedra en la posición
c d, con el extremo repelente hacia abajo, la isla se elevará oblicuamente hacia D. Si al
llegar a D se vuelve la piedra sobre su eje, hasta que el extremo atrayente se dirija a E, la
isla marchará oblicuamente hacia E, donde, si la piedra se hiciese girar una vez más sobre
su eje, hasta colocarla en la dirección E F, con la punta repelente hacia abajo, la isla subirá
oblicuamente hacia F, desde donde, dirigiendo hacia G el extremo atrayente, la isla iría a G,
y de G a H, volviendo la piedra de modo que su extremo repelente apuntará hacia abajo.
Así, cambiando de posición la piedra siempre que es menester, se hace a la isla subir y
bajar alternativamente, y por medio de estos ascensos y descensos alternados -la oblicuidad
no es considerable- se traslada de un lado a otro de los dominios.
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Pero debe advertirse que esta isla no puede ir más allá de la extensión que tienen los
dominios de abajo ni subir a más de cuatro millas de altura. Lo que explican los astrónomos
-que han escrito extensos tratados sobre el imán- con las siguientes razones: La virtud
magnética no se extiende a más de cuatro millas de distancia, y el mineral que actúa sobre
la piedra desde las entrañas de la tierra y desde el mar no está difundido por todo el globo,
sino limitado a los dominios del rey; y fue cosa sencilla para un príncipe, a causa de la gran
ventaja de situación tan superior, reducir a la obediencia a todo el país que estuviese dentro
del radio de atracción de aquel imán.
Cuando se coloca la piedra paralela a la línea del horizonte, la isla queda quieta; pues en
tal caso los dos extremos del imán, a igual distancia de la tierra,con la misma fuerza, el uno
tirando hacia abajo, y el otro empujando hacia arriba, de lo que no puede resultar
movimiento ninguno.
Este imán está al cuidado de ciertos astrónomos, quienes, en las ocasiones, lo colocan en
la posición que el rey indica. Emplean aquellas gentes la mayor parte de su vida en
observar los cuerpos celestes, para lo que se sirven de anteojos que aventajan con mucho a
los nuestros; pues aunque sus grandes telescopios no exceden de tres pies, aumentan mucho
más que los de cien yardas que tenemos nosotros, y al mismo tiempo muestran las estrellas
con mayor claridad. Esta ventaja les ha permitido extender sus descubrimientos mucho más
allá que los astrónomos de Europa, pues han conseguido hacer un catálogo de diez mil
estrellas fijas, mientras el más extenso de los nuestros no contiene más de la tercera parte
de este número. Asimismo han descubierto dos estrellas menores o satélites que giran
alrededor de Marte, de las cuales la interior dista del centro del planeta primario
exactamente tres diámetros de éste, y la exterior, cinco; la primera hace una revolución en
el espacio de diez horas, y la última, en veintiuna y media; así que los cuadros de sus
tiempos periódicos están casi en igual proporción que los cubos de su distancia del centro
de Marte, lo que evidentemente indica que están sometidas a la misma ley de gravitación
que gobierna los demás cuerpos celestes.
Han observado noventa y tres cometas diferentes y calculado sus revoluciones con gran
exactitud. Si esto es verdad -y ellos lo afirman con gran confianza-, sería muy de desear que
se hiciesen públicas sus observaciones, con lo que la teoría de los cometas, hasta hoy muy
imperfecta y defectuosa, podría elevarse a la misma perfección que las demás partes de la
Astronomía.
El rey podría ser el príncipe más absoluto del Universo sólo con que pudiese obligar a
un ministerio a asociársele; pero como los ministros tienen abajo, en el continente, sus
haciendas y conocen que el oficio de favorito es de muy incierta conservación, no
consentirían nunca en esclavizar a su país.
Si acontece que alguna ciudad se alza en rebelión o en motín, se entrega a violentos
desórdenes o se niega a pagar el acostumbrado tributo, el rey tiene dos medios de reducirla
a la obediencia. El primero, y más suave, consiste en suspender la isla sobre la ciudad y las
tierras circundantes, con lo que quedan privadas de los beneficios del sol y de la lluvia, y
afligidos, en consecuencia, los habitantes, con carestías y epidemias. Y si el crimen lo
merece, al mismo tiempo se les arrojan grandes piedras, contra las que no tienen más
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defensa que zambullirse en cuevas y bodegas, mientras los tejados de sus casas se hunden,
destrozados. Pero si aún se obstinaran y llegasen a levantarse en insurrecciones, procede el
rey al último recurso; y es dejar caer la isla derechamente sobre sus cabezas, lo que
ocasiona universal destrucción, lo mismo de casas que de hombres. No obstante, es éste un
extremo a que el príncipe se ve arrastrado rara vez, y que no gusta de poner por obra, así
como sus ministros tampoco se atreven a aconsejarle una medida que los haría odiosos al
pueblo y sería gran daño para sus propias haciendas, que están abajo, ya que la isla es
posesión del rey.
Pero aun existe, ciertamente, otra razón de más peso para que los reyes de aquel país
hayan sido siempre contrarios a ejecutar acción tan terrible, a no ser en casos de extremada
necesidad. Si la ciudad que se pretende destruir tiene en su recinto elevadas rocas, como
por regla general acontece en las mayores poblaciones, que probablemente han escogido de
antemano esta situación con miras a evitar semejante catástrofe, o si abunda en altos
obeliscos o columnas de piedra, una caída rápida pondría en peligro el fondo o superficie
inferior de la Isla, que, aun cuando consiste, como ya he dicho, en un diamante entero de
doscientas yardas de espesor, podría suceder que se partiese con un choque demasiado
grande o saltase al aproximarse demasiado a los hogares de las casas de abajo, como a
menudo ocurre a los cortafuegos de nuestras chimeneas, sean de piedra o de hierro. El
pueblo sabe todo esto muy bien, y conoce hasta dónde puede llegar en su obstinación
cuando ve afectada su libertad o su fortuna. Y el rey, cuando la provocación alcanza el más
alto grado y más firmemente se determina a deshacer en escombros una ciudad, ordena que
la isla descienda con gran blandura, bajo pretexto de terneza para su pueblo, pero, en
realidad, por miedo de que se rompa el fondo de diamante, en cuyo caso es opinión de
todos los filósofos que el imán no podría seguir sosteniendo la isla y la masa entera se
vendría al suelo.
Por una ley fundamental del reino está prohibido al rey y a sus dos hijos mayores salir
de la isla, así como a la reina hasta que ha dado a luz.
Capítulo 4
El autor sale de Laputa, es conducido a Balnibarbi y llega a la metrópoli. -Descripción de
la metrópoli y de los campos circundantes. -El autor, hospitalariamente recibido por un
gran señor. -Sus conversaciones con este señor.
Aunque no puedo decir que me tratasen mal en esta isla, debo confesar que me sentía
muy preterido y aun algunos puntos despreciado; pues ni el príncipe ni el pueblo parecían
experimentar la menor curiosidad por rama ninguna de conocimiento, excepto las
matemáticas y la música, en que yo les era muy inferior, y por esta causa muy poco digno
de estima.
Por otra parte, como yo había visto todas las curiosidades de la isla, tenía ganas de salir
de ella, porque estaba aburrido hasta lo indecible de aquella gente. Verdad que sobresalían
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en las dos ciencias que tanto apreciaban y en que yo no soy del todo lego; pero a la vez
estaban de tal modo abstraídos y sumidos en sus especulaciones, que nunca me encontré
con tan desagradable compañía. Yo sólo hablé con mujeres, comerciantes, mosqueadores y
pajes de corte durante los dos meses de mi residencia allí; lo que sirvió para que se acabara
de despreciarme. Pero aquéllas eran las únicas gentes que me daban razonables respuestas.
Estudiando empeñadamente, había llegado a adquirir buen grado de conocimiento del
idioma; mas estaba aburrido de verme confinado en una isla donde tan poco favor
encontraba y resuelto a abandonarla en la primera oportunidad.
Había en la corte un gran señor, estrechamente emparentado con el rey y sólo por esta
causa tratado con respeto. Se le reconocía, universalmente como el señor más ignorante y
estúpido entre los hombres. Había prestado a la Corona servicios eminentes y tenía grandes
dotes naturales y adquiridos, realzados por la integridad y el honor, pero tan mal oído para
la música, que sus detractores contaban que muchas veces se le había visto llevar el compás
a contratiempo; y tampoco sus preceptores pudieron, sin extrema dificultad, enseñarle a
demostrar las más sencillas proposiciones de las matemáticas. Este caballero se dignaba
darme numerosas pruebas de su favor: me hizo en varias ocasiones el honor de su visita y
me pidió que le informase de los asuntos de Europa, las leyes y costumbres, maneras y
estudios de los varios países por que yo había viajado. Me escuchaba con gran atención y
hacía muy atinadas observaciones a todo lo que yo decía. Por su rango tenía dos
mosqueadores a su servicio, pero nunca los empleó sino en la corte y en las visitas de
ceremonia, y siempre los mandaba retirarse cuando estábamos los dos solos.
Supliqué a esta ilustre persona que intercediese en mi favor con Su Majestad para que
me permitiese partir; lo que cumplió, según se dignó decirme, con gran disgusto; pues, en
verdad, me había hecho varios ofrecimientos muy ventajosos, que yo, sin embargo,
rechacé, con expresiones de la más alta gratitud.
El 16 de febrero me despedí de Su Majestad y de la corte. El rey me hizo un regalo por
valor de unas doscientas libras inglesas, y mi protector su pariente, otro tanto, con más una
carta de recomendación para un amigo suyo de Lagado, la metrópoli. La isla estaba a la
sazón suspendida sobre una montaña situada a unas dos millas de la ciudad, y me bajaron
desde la galería inferior igual que me habían subido.
El continente, en la parte que está sujeta al monarca de la Isla Volante, se designa con el
nombre genérico de Balnibarbi, y la metrópoli, como antes dije, se llama Lagado.
Experimenté una pequeña satisfacción al encontrarme en tierra firme. Marché a la ciudad
sin cuidado ninguno, pues me encontraba vestido como uno de los naturales y suficiente
instruido para conversar con ellos. Pronto encontré la casa de aquella persona a quien iba
recomendado; presenté la carta de mi amigo el grande de la isla y fui recibido con gran
amabilidad. Este gran señor, cuyo nombre era Munodi, me hizo disponer una habitación en
su casa misma, donde permanecí durante mi estancia y fui tratado de la más hospitalaria
manera.
A la mañana siguiente de mi llegada me sacó en su coche a ver la ciudad, que viene a ser
la mitad que Londres, pero de casas muy extrañamente construidas y, las más, faltas de
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reparación. La gente va por las calles de prisa, con expresión aturdida, los ojos fijos y
generalmente vestida con andrajos. Pasamos por una o dos puertas y salimos unas tres
millas al campo, donde vi muchos obreros trabajando con herramientas de varias clases, sin
poder conjeturar yo a qué se dedicaban, pues no descubrí el menor rastro de grano ni de
hierba, por más que la tierra parecía excelente. No pude por menos de sorprenderme ante
estas extrañas apariencias de la ciudad y del campo, y me tomé la libertad de pedir a mi
guía que se sirviese explicarme qué significaban tantas cabezas, manos y semblantes
ocupados, lo mismo en los campos que en la ciudad, pues yo no alcanzaba a descubrir los
buenos efectos que producían; antes al contrario, yo no había visto nunca suelo tan
desdichadamente cultivado, casas tan mal hechas y ruinosas ni gente cuyo porte y traje
expresaran tanta miseria y necesidad.
El señor Munodi era persona de alto rango, que había sido varios años gobernador de
Lagado; pero por maquinaciones de ministros fue destituido como incapaz. Sin embargo, el
rey le trataba con gran cariño, teniéndole por hombre de buena intención, aunque de
entendimiento menos que escaso. Cuando hube hecho esta franca censura del país y de sus
habitantes no me dio otra respuesta sino que yo no llevaba entre ellos el tiempo suficiente
para formar un juicio, y que las diferentes naciones del mundo tienen costumbres diferentes
con otros tópicos en el mismo sentido. Pero cuando volvimos a su palacio me preguntó qué
tal me parecía el edificio, qué absurdos apreciaba y qué tenía que decir de la vestidura y el
aspecto de su servidumbre. Podía hacerlo con toda seguridad, ya que todo cuanto le rodeaba
era magnífico, correcto y agradable. Respondí que la prudencia, la calidad y la fortuna de
Su Excelencia le habían eximido de aquellos defectos que la insensatez y la indigencia
habían causado en los demás. Díjome que si quería ir con él a su casa de campo, situada a
veinte millas de distancia, y donde estaba su hacienda, habría más lugar para esta clase de
conversación. Contesté a Su Excelencia que estaba por entero a sus órdenes, y, en
consecuencia, partimos a la mañana siguiente.
Durante el viaje me hizo observar los diversos métodos empleados por los labradores en
el cultivo de sus tierras, lo que para mí resultaba completamente inexplicable, porque,
exceptuando poquísimos sitios, no podía distinguir una espiga de grano ni una brizna de
hierba. Pero a las tres horas de viaje, la escena cambió totalmente; entramos en una
hermosísima campiña: casas de labranza poco distanciadas entre sí y lindamente
construidas; sembrados, praderas y viñedos con sus cercas en torno. No recuerdo haber
visto más delicioso paraje. Su Excelencia advirtió que mi semblante se había despejado.
Díjome, con un suspiro, que allí empezaba su hacienda y todo seguiría lo mismo hasta que
llegáramos a su casa, y que sus conciudadanos le ridiculizaban y despreciaban por no llevar
mejor sus negocios y por dar al reino tan mal ejemplo; ejemplo que, sin embargo, sólo era
seguido por muy pocos, viejos, porfiados y débiles como él.
Llegamos, por fin, a la casa, que era, a la verdad, de muy noble estructura y edificada
según las mejores reglas de la arquitectura antigua. Los jardines, fuentes, paseos, avenidas
y arboledas estaban dispuestos con mucho conocimiento y gusto. Alabé debidamente
cuanto vi, de lo que Su Excelencia no hizo el menor caso, hasta que después de cenar, y
cuando no había con nosotros tercera persona, me dijo con expresión melancólica que temía
tener que derribar sus casas de la ciudad y del campo para reedificarlas según la moda
actual, y destruir todas sus plantaciones para hacer otras en la forma que el uso moderno
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exigía, y dar las mismas instrucciones a sus renteros, so pena de incurrir en censura por su
orgullo, singularidad, afectación, ignorancia y capricho, y quizá de aumentar el descontento
de Su Majestad. Añadió que la admiración que yo parecía sentir se acabaría, o disminuiría
al menos, cuando él me hubiese informado de algunos detalles de que probablemente no
habría oído hablar en la corte, porque allí la gente estaba demasiado sumida en sus
especulaciones para mirar lo que pasaba aquí abajo.
Todo su discurso vino a parar en lo siguiente:
Hacía unos cuarenta años subieron a Laputa, para resolver negocios, o simplemente por
diversión, ciertas personas que, después de cinco meses de permanencia, volvieron con un
conocimiento muy superficial de matemáticas, pero con la cabeza llena de volátiles
visiones adquiridas en aquella aérea región. Estas personas, a su regreso, empezaron a mirar
con disgusto el gobierno de todas las cosas de abajo y dieron en la ocurrencia de colocar
sobre nuevo pie: artes, ciencias, idiomas y oficios. A este fin se procuraron una patente real
para erigir una academia de arbitristas en Lagado; y de tal modo se extendió la fantasía
entre el pueblo, que no hay en el reino ciudad de alguna importancia que no cuente con una
de esas academias. En estos colegios los profesores discurren nuevos métodos y reglas de
agricultura y edificación y nuevos instrumentos y herramientas para todos los trabajos y
manufacturas. con los que ellos responden de que un hombre podrá hacer la tarea de diez,
un palacio ser construido en una semana con tan duraderos materiales que subsista
eternamente sin reparación, y todo fruto de la tierra llegar a madurez en la estación que nos
cumpla elegir y producir cien veces más que en el presente, con otros innumerables felices
ofrecimientos. El único inconveniente consiste en que todavía no se ha llevado ninguno de
estos proyectos a la perfección; y, en tanto, los campos están asolados, las casas en ruinas y
las gentes sin alimentos y sin vestido. Todo esto, en lugar de desalentarlos, los lleva con
cincuenta veces más violencia a persistir en sus proyectos, igualmente empujados ya por la
esperanza y la desesperación. Por lo que a él hacía referencia, no siendo hombre de ánimo
emprendedor, se había dado por contento con seguir los antiguos usos, vivir en las casas
que sus antecesores habían edificado y proceder como siempre procedió en todos los actos
de su vida, sin innovación ninguna. Algunas otras personas de calidad y principales habían
hecho lo mismo; pero se las miraba con ojos de desprecio y malevolencia, como enemigos
del arte, ignorantes y perjudiciales a la república, que ponen su comodidad y pereza por
encima del progreso general de su país.
Agregó Su Señoría que no quería con nuevos detalles privarme del placer que
seguramente tendría en ver la Gran Academia, donde había resuelto llevarme. Sólo me
llamó la atención sobre un edificio ruinoso situado en la ladera de una montaña que a obra
de tres millas se veía, y acerca del cual me dio la explicación siguiente: Tenía él una aceña
muy buena a media milla de su casa movida por la corriente de un gran río y suficiente para
su familia, así como para un gran número de sus renteros. Hacía unos siete años fue a verle
una junta de aquellos arbitristas con la proposición de que destruyese su molino y levantase
otro en la ladera de aquella montaña, en cuya larga cresta se abriría un largo canal para
depósito de agua que se elevaría por cañerías y máquinas, a fin de mover el molino, porque
el viento y el aire de las alturas agitaban el agua y la hacían más propia para la moción, y
porque el agua, bajando por un declive, movería la aceña con la mitad de la corriente de un
río cuyo curso estuviese más a nivel. Me dijo que no estando muy a bien con la corte, e
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instado por muchos de sus amigos, se allanó a la propuesta; y después de emplear cien
hombres durante dos años, la obra se había frustrado y los arbitristas se habían ido, dejando
toda la vergüenza sobre él, que tenía que aguantar las burlas desde entonces, a hacer con
otros el mismo experimento, con iguales promesas de triunfo y con igual desengaño.
A los pocos días volvimos a la ciudad, y Su Excelencia, teniendo en cuenta la mala fama
que en la Academia tenía, no quiso ir conmigo, pero me recomendó a un amigo suyo para
que me acompañase en la visita. Mi buen señor se dignó presentarme como gran admirador
de proyectos y persona de mucha curiosidad y fácil a la creencia, para lo que, en verdad, no
le faltaba del todo razón, pues yo había sido también algo arbitrista en mis días de juventud.
Capítulo 5
Se permite al autor visitar la Gran Academia de Lagado.
-Extensa descripción de la
Academia.
-Las artes a que se dedican los profesores.
Esta Academia no está formada por un solo edificio, sino por una serie de varias casas, a
ambos lados de la calle, que, habiéndose inutilizado, fueron compradas y dedicadas a este
fin. Me recibió el conserje con mucha amabilidad y fuí a la Academia durante muchos días.
En cada habitación había uno o más arbitristas, y creo quedarme corto calculando las
habitaciones en quinientas.
El primer hombre que vi era de consumido aspecto, con manos y cara renegridas, la
barba y el pelo largos, desgarrado y chamuscado por diversas partes. Traje, camisa y piel,
todo era del mismo color. Llevaba ocho años estudiando un proyecto para extraer rayos de
sol de los pepinos, que debían ser metidos en redomas herméticamente cerradas y selladas,
para sacarlos a caldear el aire en veranos crudos e inclementes. Me dijo que no tenía duda
de que en ocho años más podría surtir los jardines del gobernador de rayos de sol a precio
módico; pero se lamentaba del escaso almacén que tenía y me rogó que le diese alguna
cosa, en calidad de estímulo al ingenio; tanto más, cUniversidad de Chile
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instado por muchos de sus amigos, se allanó a la propuesta; y después de emplear cien
hombres durante dos años, la obra se había frustrado y los arbitristas se habían ido, dejando
toda la vergüenza sobre él, que tenía que aguantar las burlas desde entonces, a hacer con
otros el mismo experimento, con iguales promesas de triunfo y con igual desengaño.
A los pocos días volvimos a la ciudad, y Su Excelencia, teniendo en cuenta la mala fama
que en la Academia tenía, no quiso ir conmigo, pero me recomendó a un amigo suyo para
que me acompañase en la visita. Mi buen señor se dignó presentarme como gran admirador
de proyectos y persona de mucha curiosidad y fácil a la creencia, para lo que, en verdad, no
le faltaba del todo razón, pues yo había sido también algo arbitrista en mis días de juventud.
Capítulo 5
Se permite al autor visitar la Gran Academia de Lagado. -Extensa descripción de la
Academia. -Las artes a que se dedican los profesores.
Esta Academia no está formada por un solo edificio, sino por una serie de varias casas, a
ambos lados de la calle, que, habiéndose inutilizado, fueron compradas y dedicadas a este
fin. Me recibió el conserje con mucha amabilidad y fuí a la Academia durante muchos días.
En cada habitación había uno o más arbitristas, y creo quedarme corto calculando las
habitaciones en quinientas.
El primer hombre que vi era de consumido aspecto, con manos y cara renegridas, la
barba y el pelo largos, desgarrado y chamuscado por diversas partes. Traje, camisa y piel,
todo era del mismo color. Llevaba ocho años estudiando un proyecto para extraer rayos de
sol de los pepinos, que debían ser metidos en redomas herméticamente cerradas y selladas,
para sacarlos a caldear el aire en veranos crudos e inclementes. Me dijo que no tenía duda
de que en ocho años más podría surtir los jardines del gobernador de rayos de sol a precio
módico; pero se lamentaba del escaso almacén que tenía y me rogó que le diese alguna
cosa, en calidad de estímulo al ingenio; tanto más, c
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Había un hombre, ciego de nacimiento, que tenía varios discípulos de su misma
condición y los dedicaba a mezclar colores para pintar, y que su maestro les había enseñado
a distinguir por el tacto y el olfato. Fue en verdad desgracia mía encontrarlos en aquella
ocasión no muy diestros en sus lecciones, y aun al mismo profesor le acontecía equivocarse
generalmente. Este artista cuenta en el más alto grado con el estímulo y la estima de toda la
hermandad.
En otra habitación me complació grandemente encontrarme con un arbitrista que había
descubierto un plan para arar la tierra por medio de puercos, a fin de ahorrar los gastos de
aperos, ganado y labor. El método es éste: en un acre de terreno se entierra, a seis pulgadas
de distancia entre sí, cierta cantidad de bellotas, dátiles, castañas y otros frutos o verduras
de que tanto gustan estos animales. Luego se sueltan dentro del campo seiscientos o más de
ellos, que a los pocos días habrán hozado todo el terreno en busca de comida y dejádolo
dispuesto para la siembra. Cierto que la experiencia ha mostrado que la molestia y el gasto
son muy grandes y la cosecha poca o nula; sin embargo, no se duda que este invento es
susceptible de gran progreso.
Entré en otra habitación, en que de las paredes y del techo colgaban telarañas todo
alrededor, excepto un estrecho paso para que el artista entrara y saliera. Al entrar yo me
gritó que no descompusiese sus tejidos. Se lamentó de la fatal equivocación en que el
mundo había estado tanto tiempo al emplear gusanos de seda, cuando tenemos tantísimos
insectos domésticos que infinitamente aventajan a esos gusanos, porque saben tejer lo
mismo que hilar. Díjome luego que empleando arañas, el gasto de teñir las sedas se
ahorraría totalmente; de lo que me convenció por completo cuando me enseñó un enorme
número de moscas de los colores más hermosos, con las que alimentaba a sus arañas, al
tiempo que me aseguraba que las telas tomaban de ellas el tinte. Y como las tenía de todos
los matices, confiaba en satisfacer el gusto de todo el mundo tan pronto como pudiese
encontrar para las moscas un alimento, a base de ciertos aceites, gomas y otra materia
aglutinante, adecuado para dar fuerza y consistencia a los hilos.
Vi un astrónomo que había echado sobre sí la tarea de colocar un reloj de sol sobre la
veleta mayor de la Casa Ayuntamiento, ajustando los movimientos anuales y diurnos de la
Tierra y el Sol de modo que se correspondiesen y coincidieran con los cambios accidentales
del viento. Visité muchas habitaciones más; pero no he de molestar al lector con todas las
rarezas que vi, en gracia a la brevedad.
Hasta entonces había visto tan sólo uno de los lados de la Academia, pues el otro estaba
asignado a los propagadores del estudio especulativo, de quienes diré algo cuando haya
dado a conocer a otro ilustre personaje, llamado entre ellos el artista universal. Éste nos dijo
que durante treinta años había dedicado sus pensamientos al progreso de la vida humana.
Tenía dos grandes aposentos llenos de maravillosas rarezas y cincuenta hombres
trabajando. Unos condensaban aire para convertirlo en una substancia tangible dura,
extrayendo el nitro y colando las partículas acuosas o fluidas; otros ablandaban mármol
para almohadas y acericos; otros petrificaban los cascos a un caballo vivo para impedir que
se despease. El mismo artista en persona hallábase ocupado a la sazón en dos grandes
proyectos: el primero, sembrar en arena los hollejos del grano, donde afirmaba estar
contenida la verdadera virtud seminal, como demostró con varios experimentos que yo no
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fuí bastante inteligente para comprender. Era el otro impedir, por medio de una cierta
composición de gomas minerales y vegetales, aplicada externamente, que les creciera la
lana a dos corderitos, y esperaba, en un plazo de tiempo razonable, propagar la raza de
corderos desnudos por todo el reino.
Pasamos a dar una vuelta por la otra parte de la Academia, donde, como ya he dicho, se
alojan los arbitristas de estudios especulativos.
El primer profesor que vi estaba en una habitación muy grande rodeado por cuarenta
alumnos. Después de cambiar saludos, como observase que yo consideraba con atención un
tablero que ocupaba la mayor parte del largo y del ancho de la habitación, dijo que quizá
me asombrase de verle entregado a un proyecto para hacer progresar el conocimiento
especulativo por medio de operaciones prácticas y mecánicas; pero pronto comprendería el
mundo su utilidad, y se alababa de que pensamiento más elevado y noble jamás había
nacido en cabeza humana. Todos sabemos cuán laborioso es el método corriente para llegar
a poseer artes y ciencias; pues bien: gracias a su invento, la persona más ignorante, por un
precio módico y con un pequeño trabajo corporal, puede escribir libros de filosofía, poesía,
política, leyes, matemáticas y teología, sin que para nada necesite el auxilio del talento ni
del estudio.
Me llevó luego al tablero, que rodeaban por todas partes los alumnos formando filas.
Tenía veinte pies en cuadro y estaba colocado en medio de la habitación. La superficie
estaba constituida por varios trozos de madera del tamaño de un dedo próximamente,
aunque algo mayores unos que otros. Todos estaban ensartados juntos en alambres
delgados. Estos trozos de madera estaban por todos lados cubiertos de papel pegado a ellos;
y sobre estos papeles aparecían escritas todas las palabras del idioma en sus varios modos,
tiempos y declinaciones, pero sin orden ninguno. Díjome el profesor que atendiese, porque
iba a enseñarme el funcionamiento de su aparato. Los discípulos, a una orden suya, echaron
mano a unos mangos de hierro que había alrededor del borde del tablero, en número de
cuarenta, y, dándoles una vuelta rápida, toda la disposición de las palabras quedó cambiada
totalmente. Mandó luego a treinta y seis de los muchachos que leyesen despacio las
diversas líneas tales como habían quedado en el tablero, y cuando encontraban tres o cuatro
palabras juntas que podían formar parte de una sentencia las dictaban a los cuatro restantes,
que servían de escribientes. Repitióse el trabajo tres veces o cuatro, y cada una, en virtud de
la disposición de la máquina, las palabras se mudaban a otro sitio al dar vuelta los
cuadrados de madera.
Durante seis horas diarias se dedicaban los jóvenes estudiantes a esta tarea, y el profesor
me mostró varios volúmenes en gran folio, ya reunidos en sentencias cortadas, que pensaba
enlazar, para, sacándola de ellas, ofrecer al mundo una obra completa de todas las ciencias
y artes, la cual podría mejorarse y facilitarse en gran modo con que el público crease un
fondo para construir y utilizar quinientos de aquellos tableros en Lagado, obligando a los
directores a contribuir a la obra común con sus colecciones respectivas.
Me aseguró que había dedicado a este invento toda su inteligencia desde su juventud, y
que había agotado el vocabulario completo en su tablero y hecho un serio cálculo de la
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proporción general que en los libros existe entre el número de artículos, nombres, verbos y
demás partes de la oración.
Expresé mi más humilde reconocimiento a aquella ilustre persona por haberse mostrado
de tal modo comunicativa y le prometí que si alguna vez tenía la dicha de regresar a mi país
le haría la justicia de proclamarle único inventor de aquel aparato maravilloso, cuya forma
y combinación le rogué que delinease en un papel, Y aparecen en la figura de esta página.
Le dije que, aunque en Europa los sabios tenían la costumbre de robarse los inventos unos a
otros, y de este modo lograban cuando menos la ventaja de que se discutiese cuál era el
verdadero autor, tomaría yo tales precauciones, que él solo disfrutase el honor íntegro, sin
que viniera a mermárselo ningún rival.
Fuimos luego a la escuela de idiomas, donde tres profesores celebraban consulta sobre el
modo de mejorar el de su país.
El primer proyecto consistía en hacer más corto el discurso, dejando a los polisílabos
una sílaba nada más, y prescindiendo de verbos y participios; pues, en realidad, todas las
cosas imaginables son nombres y nada más que nombres.
El otro proyecto era un plan para abolir por completo todas las palabras, cualesquiera
que fuesen; y se defendía como una gran ventaja, tanto respecto de la salud como de la
brevedad. Es evidente que cada palabra que hablamos supone, en cierto grado, una
disminución de nuestros pulmones por corrosión, y, por lo tanto, contribuye a acortarnos la
vida; en consecuencia, se ideó que, siendo las palabras simplemente los nombres de las
cosas, sería más conveniente que cada persona llevase consigo todas aquellas cosas de que
fuese necesario hablar en el asunto especial sobre que había de discurrir. Y este invento se
hubiese implantado, ciertamente, con gran comodidad y ahorro de salud para los
individuos, de no haber las mujeres, en consorcio con el vulgo y los ignorantes, amenazado
con alzarse en rebelión si no se les dejaba en libertad de hablar con la lengua, al modo de
sus antepasados; que a tales extremos llegó siempre el vulgo en su enemiga por la ciencia.
Sin embargo, muchos de los más sabios y eruditos se adhirieron al nuevo método de
expresarse por medio de cosas: lo que presenta como único inconveniente el de que cuando
un hombre se ocupa en grandes y diversos asuntos se ve obligado, en proporción, a llevar a
espaldas un gran talego de cosas, a menos que pueda pagar uno o dos robustos criados que
le asistan. Yo he visto muchas veces a dos de estos sabios, casi abrumados por el peso de
sus fardos, como van nuestros buhoneros, encontrarse en la calle, echar la carga a tierra,
abrir los talegos y conversar durante una hora; y luego, meter los utensilios, ayudarse
mutuamente a reasumir la carga y despedirse.
Mas para conversaciones cortas, un hombre puede llevar los necesarios utensilios en los
bolsillos o debajo del brazo, y en su casa no puede faltarle lo que precise. Así, en la
estancia donde se reúnen quienes practican este arte hay siempre a mano todas las cosas
indispensables para alimentar este género artificial de conversaciones.
Otra ventaja que se buscaba con este invento era que sirviese como idioma universal
para todas las naciones civilizadas, cuyos muebles y útiles son, por regla general, iguales o
tan parecidos, que puede comprenderse fácilmente cuál es su destino. Y de este modo los
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embajadores estarían en condiciones de tratar con príncipes o ministros de Estado
extranjeros para quienes su lengua fuese por completo desconocida.
Estuve en la escuela de matemáticas, donde el maestro enseñaba a los discípulos por un
método que nunca hubiéramos imaginado en Europa. Se escribían la proposición y la
demostración en una oblea delgada, con tinta compuesta de un colorante cefálico. El
estudiante tenía que tragarse esto en ayunas y no tomar durante los tres días siguientes más
que pan y agua. Cuando se digería la oblea, el colorante subía al cerebro llevando la
proposición. Pero el éxito no ha respondido aún a lo que se esperaba; en parte, por algún
error en la composición o en la dosis, y en parte, por la perversidad de los muchachos a
quienes resultan de tal modo nauseabundas aquellas bolitas, que generalmente las disimulan
en la boca y las disparan a lo alto antes de que puedan operar. Y tampoco ha podido
persuadírseles hasta ahora de que practiquen la larga abstinencia que requiere la
prescripción.
Capítulo 6
Siguen las referencias sobre la Academia. -El autor propone algunas mejoras, que son
recibidas con todo honor.
En la escuela de arbitristas políticos pasé mal rato. Los profesores parecían, a mi juicio,
haber perdido el suyo; era una escena que me pone triste siempre que la recuerdo. Aquellas
pobres gentes presentaban planes para persuadir a los monarcas de que escogieran los
favoritos en razón de su sabiduría, capacidad y virtud; enseñaran a los ministros a consultar
el bien común; recompensaran el mérito, las grandes aptitudes y los servicios eminentes;
instruyeran a los príncipes en el conocimiento de que su verdadero interés es aquel que se
asienta sobre los mismos cimientos que el de su pueblo; escogieran para los empleos a las
personas capacitadas para desempeñarlos; con otras extrañas imposibles quimeras que
nunca pasaron por cabeza humana, y confirmaron mi vieja observación de que no hay cosa
tan irracional y extravagante que no haya sido sostenida como verdad alguna vez por un
filósofo.
Pero, no obstante, he de hacer a aquella parte de la Academia la justicia de reconocer
que no todos eran tan visionarios. Había un ingeniosísimo doctor que parecía perfectamente
versado en la naturaleza y el arte del gobierno. Este ilustre personaje había dedicado sus
estudios con gran provecho a descubrir remedios eficaces para todas las enfermedades y
corrupciones a que están sujetas las varias índoles de administración pública por los vicios
y flaquezas de quienes gobiernan, así como por las licencias de quienes deben obedecer.
Por ejemplo: puesto que todos los escritores y pensadores han convenido en que hay una
estrecha y universal semejanza entre el cuerpo natural y el político, nada puede haber más
evidente que la necesidad de preservar la salud de ambos y curar sus enfermedades con las
mismas recetas. Es sabido que los senados y grandes consejos se ven con frecuencia
molestados por humores redundantes, hirvientes y viciados; por numerosas enfermedades
de la cabeza y más del corazón; por fuertes convulsiones y por graves contracciones de los
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nervios y tendones de ambas manos, pero especialmente de la derecha; por hipocondrías,
flatos, vértigos y delirios; por tumores escrofulosos llenos de fétida materia purulenta; por
inmundos eructos espumosos, por hambre canina, por indigestiones y por muchas otras
dolencias que no hay para qué nombrar. En su consecuencia, proponía este doctor que al
reunirse un senado asistieran determinados médicos a las sesiones de los tres primeros días,
y al terminarse el debate diario tomaran el pulso a todos los senadores. Después de maduras
consideraciones y consultas sobre la naturaleza de las diversas enfermedades debían volver
al cuarto día al senado, acompañados de sus boticarios, provistos de los apropiados
medicamentos, y antes de que los miembros se reuniesen, administrarles a todos lenitivos,
aperitivos, abstergentes, corrosivos, restringentes, paliativos, laxantes, cefalálgicos,
ictéricos, apoflemáticos y acústicos, según cada caso lo requiriera. Y teniendo en cuenta la
operación que los medicamentos hicieren, repetirlos, alterarlos o admitir a los miembros en
la siguiente sesión. Este proyecto no supondría gasto grande para el país, y, en mi concepto,
sería de gran eficacia para despachar los asuntos en aquellos en que el senado comparte en
algún modo el poder legislativo para lograr la unanimidad, acortar los debates, abrir unas
pocas bocas que hoy están cerradas, cerrar muchas más que hoy están abiertas, moderar la
petulancia de la juventud, corregir la terquedad de los viejos, despabilar a los tontos y
sosegar a los descocados.
Además, como es general la queja de que los favoritos de príncipes padecen de muy
flaca memoria, proponía el mismo doctor que aquel que estuviese al servicio de un primer
ministro, después de haberle dado conocimiento de los asuntos con la mayor brevedad y las
más sencillas palabras posibles, diese al tal un tirón de narices o un puntapié en el vientre, o
le pisase los callos, o le tirase tres veces de las orejas, o le pasase con un alfiler los calzones
y algunos puntos más, o le pellizcase en un brazo hasta acardenárselo, a fin de evitar el
olvido; operación que debía repetir todos los días cuando el ministro se levantara, hasta que
el asunto se hiciese o fuera totalmente rechazado.
Igualmente pretendía que a todo senador del gran consejo de un país, una vez que
hubiese dado su opinión y argüído en defensa de ella, se le obligase a votar justamente en
sentido contrario; pues si esto se hiciera, el resultado conduciría infaliblemente al bien
público.
Presentaba un invento maravilloso para reconciliar a los partidos de un Estado cuando se
mostrasen violentos. El método es éste: tomar cien adalides de cada partido; disponerlos
por parejas, acoplando a los que tuviesen la cabeza de tamaño más parecido; hacer luego
que dos buenos operadores asierren los occipucios de cada pareja al mismo tiempo, de
modo que los cerebros queden divididos igualmente, y cambiar los occipucios de esta
manera aserrados, aplicando cada uno a la cabeza del contrario. Ciertamente, se ve que la
operación exige bastante exactitud; pero el profesor nos aseguró que si se realizaba con
destreza, la curación sería infalible. Y lo razonaba así: los dos medios cerebros llevados a
debatir la cuestión entre sí en el espacio de un cráneo llegarían pronto a una inteligencia y
producirían aquella moderación y regularidad de pensamiento tan de desear en las cabezas
de quienes imaginan haber venido al mundo para guardar y gobernar su movimiento. Y en
cuanto a la diferencia que en cantidad o en calidad pudiera existir entre los cerebros de
quienes están al frente de las facciones, nos aseguró el doctor, basado en sus
conocimientos, que era una cosa insignificante de todo punto.
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Oí un acalorado debate entre dos profesores que discutían los caminos y procedimientos
más cómodos y eficaces para allegar recursos de dinero sin oprimir a los súbditos.
Afirmaba el primero que el método más justo era establecer un impuesto sobre los vicios y
la necedad, debiendo fijar, según los medios más perfectos, la cantidad por que cada uno
hubiera de contribuir un jurado de sus vecinos. El segundo era de opinión abiertamente
contraria, y quería imponer tributo a aquellas cualidades del cuerpo y de la inteligencia en
las cuales basan principalmente los hombres su valor; la cuota sería mayor o menor, según
los grados de superioridad, y su determinación quedaría por entero a la conciencia de cada
uno. El impuesto más alto pesaría sobre los hombres que se ven particularmente
favorecidos por el sexo contrario, y la tasa estaría de acuerdo con el número y la naturaleza
de los favores que hubiesen recibido, lo que los interesados mismos serían llamados a
atestiguar. El talento, el valor y la cortesía debían ser asimismo fuertemente gravados, y el
cobro, igualmente fundado en la palabra que diese cada persona respecto de la cantidad que
poseyera. Pero el honor, la justicia, la prudencia y el estudio no habían de ser gravados en
absoluto, pues son cualidades de índole tan singular, que nadie se las reconoce a su vecino
ni en sí mismo las estima.
Se proponía que las mujeres contribuyeran según su belleza y su gracia para vestir; para
lo cual, como con los hombres se hacía, tendrían el privilegio de ser clasificadas según su
criterio propio. Pero no se tasarían la constancia, la castidad, la bondad ni el buen sentido,
porque no compensarían el gasto de la recaudación.
Para que no se apartasen los senadores del interés de la Corona se proponía que se
rifaran entre ellos los empleos, después de jurar y garantizar todos que votarían con la
corte, tanto si ganaban como si perdían, reservando a los que perdiesen el derecho, a su vez,
de rifarse la vacante próxima. Así se mantendrían la esperanza y la expectación y nadie
podría quejarse de promesas incumplidas, ya que sus desengaños serían por entero
imputables a la Fortuna, cuyas espaldas son más anchas y robustas que las de un ministerio.
Otro profesor me mostró un largo escrito con instrucciones para descubrir conjuras y
conspiraciones contra el Gobierno. Estaba todo él redactado con gran agudeza y contenía
muchas observaciones a la par curiosas y útiles para los políticos; pero, a mi juicio no era
completo. Así me permití decírselo al autor, con el ofrecimiento de proporcionarle, si lo
tenía a bien, algunas adiciones. Recibió mi propuesta mucho más complacido de lo que es
uso entre escritores, y especialmente entre los de la cuerda arbitrista, y manifestó que
recibiría con mucho gusto los informes que quisiera darle.
Le hablé de que en el reino de Tribnia, llamado por los naturales Langden, donde pasé
algún tiempo durante mis viajes, la inmensa mayoría del pueblo está constituída en cierto
modo por husmeadores, testigos, espías, delatores, acusadores, cómplices que denuncian
los delitos y juradores, con sus varios instrumentos subordinados; y todos ellos, atenidos a
la bandera, la conducta y la paga de ministros y diputados suyos. En aquel reino son las
conjuras, por regla general, obra de aquellas personas que se proponen dar realce a sus
facultades de profundos políticos, prestar nuevo vigor a una administración decrépita,
extinguir o distraer el general descontento, llenarse los bolsillos con secuestros y
confiscaciones y elevar o hundir el concepto del crédito público, según cumpla mejor a sus
intereses particulares. Se conviene y determina primero entre ellos qué persona sospechosa
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deberá ser acusada de conjura y en seguida se tiene cuidado especial en apoderarse de sus
cartas y papeles y encadenar a los criminales. Estos papeles se entregan a una cuadrilla de
artistas muy diestros en descubrir significados misteriosos en los vocablos, las sílabas y las
cartas. Por ejemplo: pueden descubrir que una bandada de gansos significa un senado; un
perro cojo, un invasor; la plaga, un cuerpo de ejército; un milano, un primer ministro; la
gota, una alta dignidad eclesiástica; una horca, un secretario de Estado; una criba, una dama
de corte; una escoba, una revolución; una ratonera, un empleo; un pozo sin fondo, un
tesoro; una sentina, una corte; un gorro y unos cascabeles, un favorito; una caña rota, un
tribunal de justicia; un tonel vacío, un general; una llaga supurando, la Administración.
Por si este método fracasa, tienen otros dos más eficaces, llamados por los que entre
aquellas gentes se tienen como instruídos, acrósticos y anagramas. Con el primero pueden
descifrar significados políticos en todas las letras iniciales: así, N significa conjura; B,
regimiento de caballería; L, una flota en el mar. Con el segundo, trasponiendo las letras del
alfabeto en cualquier papel sospechoso, pueden dejar al descubierto los más profundos
designios de un partido disgustado. Así, por ejemplo, si yo escribo a un amigo una carta
que a nuestro hermano Tom acaban de salirle almorranas, un descifrador hábil descubrirá
que las mismas letras que componen esta sentencia pueden analizarse en las palabras
siguientes: resistir- hay una conspiración dentro del país- el viaje (1). Y éste es el método
anagramático.
El profesor me expresó su gran reconocimiento por haberle comunicado estas
observaciones y me prometió hacer honorífica mención de mí en su tratado.
Y como no encontraba en esta ciudad nada que me invitase a más dilatada permanencia,
empecé a pensar en volverme a mi país.
Capítulo 7
El autor sale de Lagado y llega a Maldonado. -No hay barco listo. -Hace un corto viaje a
Glubbdrubdrib. -Cómo le recibió el gobernador.
El continente de que forma parte este reino se extiende, según tengo razones para creer,
al Este de la región desconocida de América situada al Oeste de California y al Norte del
océano Pacífico, que no se encuentra a más de ciento cincuenta millas de Lagado. Esta
ciudad tiene un buen puerto y mucho comercio con la gran isla de Luggnagg, situada en el
Noroeste, a unos 29 grados de latitud Norte y a 140 de longitud. Esta isla de Luggnagg está
al Sudeste y a unas cien leguas de distancia del Japón. Existe una estrecha alianza entre el
emperador japonés y el rey de Luggnagg, que ofrece frecuentes ocasiones de navegar de
una isla a otra; en consecuencia, determiné dirigir el viaje en ese sentido para mi regreso a
Europa. Alquilé un guía con dos mulas para que me enseñase el camino y trasladar mi
reducido equipaje. Me despedí de mi noble protector, que tanto me había favorecido y que
me hizo un generoso presente a mi partida.
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No me ocurrió en el viaje aventura ni incidente digno de mención. Cuando llegué al
puerto de Maldodano -que tal es su nombre- no había ningún barco destinado para
Luggnagg, ni era probable que lo hubiese en algún tiempo. Pronto hice algunos
conocimientos y fui hospitalariamente recibido. Un distinguido caballero me dijo que, pues
los barcos destinados para Luggnagg no estarían listos antes de un mes, podría yo encontrar
agradable esparcimiento en una excursion a la pequeña isla de Glubbdrubdrib, situada unas
cinco leguas al Sudoeste. Se ofreció con un amigo suyo para acompañarme y asimismo
para proporcionarme una pequeña embarcación adecuada a la travesía.
Glubbdrubdrib, interpretando la palabra con la mayor exactitud posible, viene a
significar la isla de los hechiceros o de los mágicos. Es como una tercera parte de la isla de
White y en extremo fértil; está gobernada por el jefe de una cierta tribu en que todos son
mágicos. Los matrimonios se verifican solamente entre individuos de la tribu, y el más
viejo es por sucesión príncipe o gobernador. Este príncipe tiene un hermoso palacio y un
parque de tres mil acres aproximadamente, rodeado de un muro de piedra tallada de veinte
pies de altura. En este parque hay pequeños cercados para ganados, mies y jardinería.
Sirven y dan asistencia al gobernador y a su familia criados de una especie en cierto
modo extraordinaria. Su habilidad en la nigromancia concede a este gobernador el poder de
resucitar a quien quiere y encargarle de su servicio por veinticuatro horas, pero no más
tiempo; así como tampoco puede llamar a la misma persona otra vez antes de transcurridos
tres meses, salvo en ocasiones muy excepcionales.
Cuando llegamos a la isla -lo que aconteció sobre las once de la mañana- uno de los
caballeros que me acompañaban fue a ver al gobernador y le rogó que permitiese visitarle a
un extranjero que iba con el propósito de tener el honor de ponerse al servicio de Su Alteza.
Le fue concedido inmediatamente, y los tres pasamos por la puerta del palacio entre dos
filas de guardias armados y vestidos a usanza muy antigua y con no sé qué en sus rostros,
que hizo estremecer mis carnes con un horror que no puedo expresar. Atravesamos varias
habitaciones entre servidores de la misma catadura, alineados a un lado y otro, como en el
caso anterior, hasta que llegamos a la sala de audiencia, donde, luego de hacer tres
profundas cortesías y contestar algunas preguntas generales, nos fue permitido tomar
asiento en tres banquillos próximos a la grada inferior del trono de Su Alteza. Comprendía
el gobernador el idioma de Balnibarbi, aunque era distinto del de su isla. Me pidió que le
diese alguna cuenta de mis viajes, y para demostrarme que sería tratado sin ceremonia
mandó retirarse a sus cortesanos moviendo un dedo, a lo cual, con gran asombro mío, se
desvanecieron en un instante como las visiones de un sueño cuando nos despiertan de
repente. Tardé en volver en mí buen rato, hasta que el gobernador me dio seguridades de
que no recibiría daño ninguno; y viendo que mis compañeros, a quienes otras muchas veces
había recibido del mismo modo no aparentaban el menor cuidado, empecé a cobrar valor, e
hice a Su Alteza un relato somero de mis diferentes aventuras, aunque no sin algún
sobresalto ni sin mirar frecuentemente detrás de mí al sitio donde antes había visto aquellos
espectros domésticos. Tuve la honra de comer con el gobernador entre una nueva cuadrilla
de duendes que nos traían las viandas y nos servían la mesa. Ya en aquella ocasión me sentí
menos aterrorizado que por la mañana. Seguí allí hasta la caída de la tarde, pero supliqué
humildemente a Su Alteza que me excusara de aceptar su invitación de alojarme en el
palacio. Mis dos amigos y yo nos hospedamos en una casa particular de la ciudad próxima,
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que es la capital de esta pequeña isla, y a la mañana siguiente volvimos a ponernos a las
órdenes del gobernador en cumplimiento de lo que se dignó mandarnos.
De este modo continuamos en la isla diez días; las más horas de ellos, con el
gobernador, y por la noche en nuestro alojamiento. Pronto me familiaricé con la vista de los
espíritus, hasta el punto de que a la tercera o cuarta vez ya no me causabanimpresión
ninguna, o, si tenía aún algunos recelos, la curiosidad los superaba. Su Alteza el gobernador
me ordenó que llamase de entre los muertos a cualesquiera personas cuyos nombres se me
ocurriesen y en el número que se me antojase, desde el principio del mundo hasta el tiempo
presente, y les mandase responder a las preguntas que tuviera a bien dirigirles, con la
condición de que mis preguntas habían de reducirse al periodo de los tiempos en que
vivieron. Y agregó que una cosa en que podía confiar era en que me dirían la verdad
indudablemente, pues el mentir era un talento sin aplicación ninguna en el mundo interior.
Expresé a Su Alteza mi más humilde reconocimiento por tan gran favor. Estábamos en
un aposento desde donde se descubría una bella perspectiva del parque. Y como mi primera
inclinación me llevara a admirar escenas de pompa y magnificencia, pedí ver a Alejandro el
Grande a la cabeza de su ejército inmediatamente después de la batalla de Arbela; lo cual, a
un movimiento que hizo con un dedo el gobernador, se apareció inmediatamente en un gran
campo al pie de la ventana en que estábamos nosotros. Alejandro fue llamado a la
habitación; con grandes trabajos pude entender su griego, que se parecía muy poco al que
yo sé. Me aseguró por su honor que no había muerto envenenado, sino de una fiebre a
consecuencia de beber con exceso.
Luego vi a Aníbal pasando los Alpes, quien me dijo que no tenía una gota de vinagre en
su campo. Vi a César y a Pompeyo, a la cabeza de sus tropas, dispuestos para acometerse.
Vi al primero en su último gran triunfo. Pedí que se apareciese ante mí el Senado de Roma
en una gran cámara, y en otra, frente por frente, una Junta representativa moderna. Se me
antojó el primero una asamblea de héroes y semidioses, y la otra, una colección de
buhoneros, raterillos, salteadores de caminos y rufianes.
El gobernador, a ruego mío, hizo seña para que avanzasen hacia nosotros César y Bruto.
Sentí súbitamente profunda veneración a la vista de Bruto, en cuyo semblante todas las
facciones revelaban la más consumada virtud, la más grande intrepidez, firmeza de
entendimiento, el más verdadero amor a su país y general benevolencia para la especie
humana. Observé con gran satisfacción que estas dos personas estaban en estrecha
inteligencia, y César me confesó francamente que no igualaban con mucho las mayores
hazañas de su vida a la gloria de habérsela quitado. Tuve el honor de conversar largamente
con Bruto, y me dijo que sus antecesores, Junius, Sócrates, Epaminondas, Catón el joven,
sir Thomas Moore y él estaban juntos a perpetuidad; sextunvirato al que entre todas las
edades del mundo no pueden añadir un séptimo nombre.
Sería fatigosa para el lector la referencia del gran número de gentes esclarecidas que
fueron llamadas para satisfacer el deseo insaciable de ver ante mí el mundo en las diversas
edades de la antigüedad. Satisfice mis ojos particularmente mirando a los asesinos de
tiranos y usurpadores y a los restauradores de la libertad de naciones oprimidas y
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agraviadas. Pero me es imposible expresar la satisfacción que en el ánimo experimenté de
modo que pueda resultar conveniente recreo para el lector.
Capítulo 8
Siguen las referencias acerca de Glubbdrubdrib. -Corrección de la historia antigua y
moderna.
Deseando ver a aquellos antiguos que gozan de mayor renombre por su entendimiento y
estudio, destiné un día completo a este propósito. Solicité que se apareciesen Homero y
Aristóteles a la cabeza de todos sus comentadores; pero éstos eran tan numerosos, que
varios cientos de ellos tuvieron que esperar en el patio y en las habitaciones exteriores del
palacio. Conocí y pude distinguir a ambos héroes a primera vista, no sólo entre la multitud,
sino también a uno de otro. Homero era el más alto y hermoso de los dos, caminaba muy
derecho para su edad y tenía los ojos más vivos y penetrantes que he contemplado en mi
vida. Aristóteles marchaba muy inclinado y apoyándose en un báculo; era de cara delgada,
pelo lacio y fino y su voz hueca. Aprecié en seguida que ambos eran perfectamente
extraños al resto de la compañía y nunca habían visto a aquellas personas ni oído hablar de
ellas hasta aquel momento, y un espíritu cuyo nombre no diré me susurró al oído que estos
comentadores se mantenían siempre en el mundo interior en los parajes más apartados de
aquellos que ocupaban sus inspiradores, a causa del sentimiento de vergüenza y de culpa
que les producía haber desfigurado tan horriblementepara la posteridad la significación de
aquellos autores. Hice la presentación de Dídimo y Eustathio a Homero, recomendándole
que los tratase mejor de lo que quizá merecían, pues él al instante descubrió que habían
pretendido encajar un genio en el espíritu de un poeta. Pero Aristóteles no pudo guardar
calma ante la cuenta que le di de quiénes eran Escoto y Ramus al tiempo que los
presentaba, y les preguntó si todos los demás de la tribu eran tan zotes como ellos.
Pedí después al gobernador que llamase a Descartes y a Gassendi, a quienes hice que
explicaran sus sistemas de Aristóteles. Este gran filósofo reconoció francamente sus errores
en filosofía natural, debidos a que en muchas cosas había tenido que proceder por
conjeturas, como todos los hombres, y observó que Gassendi -que había hecho la doctrina
de Epicuro todo lo agradable que había podido- y los vórtices de Descartes estaban
igualmente desacreditados. Predijo la misma suerte a la atracción, de que los eruditos de
hoy son tan ardientes partidarios. Añadió que los nuevos sistemas naturales no son sino
nuevas modas, llamadas a variar con los siglos; y aun aquellos cuya demostración se
pretende asentar sobre principios matemáticos florecerán solamente un corto espacio de
tiempo y caerán en la indiferencia cuando les llegue la hora.
Empleé cinco días en conversar con muchos otros sabios antiguos. Vi a la mayor parte
de los primeros emperadores romanos. Conseguí del gobernador que llamase a los
cocineros de Heliogábalo para que nos hicieran una comida; pero no pudieron demostrarnos
toda su habilidad por falta de materiales. Un esclavo de Agesilao nos hizo un caldo
espartano; pero me fue imposible llevarme a la boca la segunda cucharada.
Jonathan Swift: Viajes de Gulliver
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Los dos caballeros que me habían llevado a la isla tenían que regresar en un plazo de
tres días, urgentemente solicitados por sus negocios, y empleé ese tiempo en ver a algunos
de los muertos modernos que más importantes papeles habían desempeñado durante los dos
o tres siglos últimos en nuestro país y en otros de Europa. Admirador siempre de las viejas
familias ilustres, rogué al gobernador que llamase a una docena o dos de reyes con sus
antecesores, guardando el orden debido, de ocho o nueve generaciones. Pero mi desengaño
fue inesperado y cruel, pues en lugar de una larga comitiva ornada de diademas reales, vi en
una familia dos violinistas, tres bien parecidos palaciegos y un prelado italiano; y en otra,
un barbero, un abad y dos cardenales. Siento demasiada veneración hacia las testas
coronadas para detenerme más en punto tan delicado.
Pero por lo que hace a los condes, marqueses, duques, etc., no fue tan allá mi escrúpulo,
y confieso que no sin placer seguí el rastro de los rasgos particulares que distinguen a
ciertas alcurnias desde sus orígenes. Pude descubrir claramente de dónde le viene a tal
familia una barbilla pronunciada; por qué tal otra ha abundado en pícaros durante dos
generaciones y en necios durante dos más; por qué le aconteció a una tercera perder en
entendimiento, y a una cuarta hacerse toda ella petardistas; de dónde lo que dice Polidoro
Virgilio de cierta casa: Nec vir fortis, nec femina casta. Y, en fin, de qué modo la crueldad,
la mentira y la cobardía han llegado a ser características por las que se distingue a
determinadas familias tanto como por su escudo de armas. Y no me asombré, ciertamente,
de todo esto cuando vi tal interrupción, de descendencias con pajes, lacayos, ayudas de
cámara, cocheros, monteros, violinistas, jugadores, capitanes y rateros.
Quedé disgustado muy particularmente de la historia moderna; pues habiendo
examinado con detenimiento a las personas de mayor nombre en las cortes de los príncipes
durante los últimos cien años, descubrí cómo escritores prostituidos han extraviado al
mundo hasta hacerle atribuir las mayores hazañas de la guerra a los cobardes, los más
sabios consejos a los necios, sinceridad a los aduladores, virtud romana a los traidores a su
país, piedad a los ateos, veracidad a los espías; cuántas personas inocentes y meritísimas
han sido condenadas a muerte o destierro por secretas influencias de grandes ministros
sobre corrompidos jueces y por la maldad de los bandos; cuántos villanos se han visto
exaltados a los más altos puestos de confianza, poder, dignidad y provecho; cuán grande es
la parte que en los actos y acontecimientos de cortes, consejos y senados puede imputarse a
parásitos y bufones. ¡Qué bajo concepto formé de la sabiduría y la integridad humana
cuando estuve realmente enterado de cuáles son los resortes y motivos de las grandes
empresas y revoluciones del mundo, y cuáles los despreciables accidentes a que deben su
victoria!
Allí descubrí la malicia y la ignorancia de quienes se hacen pasar por escritores de
anécdotas o historia secreta y envían a docenas reyes a la tumba con una copa de veneno,
repiten conversaciones celebradas por un príncipe y un ministro principal sin presencia de
testigo ninguno, abren los escritorios y los pensamientos de embajadores y secretarios de
Estado y tienen la desgracia continua de equivocarse. Allí descubrí las verdaderas causas de
muchos grandes sucesos que han sorprendido al mundo. Un general confesó en mi
presencia que alcanzó una victoria, simplemente, por la fuerza de la cobardía y del mal
comportamiento; y un almirante, que por no tener la inteligencia necesaria derrotó al
enemigo, a quien pretendía vender la flota. Tres reyes me aseguraron que en sus reinados
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respectivos jamás prefirieron a persona alguna de mérito, salvo por error o por deslealtad de
algún ministro en quien confiaban, ni lo harían si vivieran otra vez; y me daban como razón
poderosa la de que el trono real no podía sostenerse sin corrupción, porque ese carácter
positivo, firme y tenaz que la virtud comunica a los hombres era un obstáculo perpetuo para
los asuntos públicos.
Tuve la curiosidad de averiguar, con ciertas mañas, por qué métodos habían llegado
muchos a procurarse altos títulos de honor y crecidísimas haciendas. Limité mis
averiguaciones a una época muy moderna, sin rozar, no obstante, los tiempos presentes,
porque quise estar seguro de no ofender ni aun a los extranjeros -pues supongo que no
necesito decir a los lectores que en lo que vengo diciendo no trato en lo más mínimo de
mirar por mi país-; fueron llamadas en gran número personas interesadas, y con un muy
ligero examen descubrí tal escena de infamia, que no puedo pensar en ella sin cierto dolor.
El perjurio, la opresión, la subordinación, el fraude, la alcahuetería y flaquezas análogas
figuraban entre las artes más excusables de que tuvieron que hacer mención, y para ellas
tuve, como era de juicio, la debida indulgencia; pero cuando confesaron algunos que debían
su engrandecimiento y bienestar al vicio, otros a haber traicionado a su país o a su príncipe,
quién a envenamientos, cuántos más a haber corrompido la justicia para aniquilar al
inocente, mi impresión fue tal, que espero ser perdonado si estos descubrimientos me
inclinan un poco a rebajar la profunda veneración con que mi natural me lleva a tratar a las
personas de alto rango, a cuya sublime dignidad debemos el mayor respeto nosotros sus
inferiores. Había encontrado frecuentemente en mis lecturas mención de algunos grandes
servicios hechos a los príncipes y a los estados, y quise ver a las personas que los hubiesen
rendido. Preguntéles, y me dijeron que sus nombres no estaban en la memoria de nadie, si
se exceptuaban unos cuantos que nos presentaba la Historia como correspondientes a los
bribones y traidores más viles. Por lo que hacía a los demás llamados, yo no había oído
nunca hablar de ellos; todos se presentaron con miradas de abatimiento y vestidos con los
más miserables trajes. La mayor parte me dijeron que habían muerto en la pobreza y la
desventura, y los demás, que en un cadalso o en una horca.
Había, entre otros, un individuo cuyo caso parecía un poco singular. A su lado tenía un
joven como de dieciocho años. Me dijo que durante muchos había sido comandante de un
barco, y que en la batalla de Accio tuvo la buena fortuna de romper la línea principal de
batalla del enemigo, hundir a éste tres de sus barcos principales y apresar otro, lo que vino a
ser la sola causa de la huída de Antonio y de la victoria que se siguió. El joven que tenía a
su lado, su hijo único, encontró la muerte en la batalla. Añádió que, creyendo tener algún
mérito a su favor, cuando terminó la guerra fue a Roma y solicitó de la corte de Augusto ser
elevado al mando de un navío mayor cuyo comandante había sido muerto; pero sin tener
para nada en cuenta sus pretensiones, se dio el mando a un joven que nunca había visto el
mar, hijo de una tal Libertina, que estaba al servicio de una de las concubinas del
emperador. De vuelta a su embarcación, se le acusó de abandono de su deber y se dio el
barco a un paje favorito de Publícola, el vicealmirante; en vista de lo cual, él se retiró a una
menguada heredad a gran distancia de Roma, donde terminó su vida. Tal curiosidad me
vino por conocer la verdad de esta historia, que pedí que fuese llamado Agripa, almirante
en aquella batalla. Apareció y confirmó todo el relato, pero mucho más en ventaja del
capitán, cuya modestia había atenuado y ocultado gran parte de su mérito.
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Me maravillé de ver a qué altura y con cuánta rapidez había llegado la corrupción de
aquel imperio por la fuerza de los excesos tan tempranamente introducidos; y ello me hizo
sorprender menos ante casos paralelos que se dan en otros países donde por largo tiempo
han reinado vicios de toda índole y donde todo encomio, asi como todo botín, ha sido
monopolizado por el comandante jefe, que quizá tenía menos derecho que nadie a uno y a
otro.
Como todas las personas llamadas se aparecían exactamente como fueron en el mundo,
no podía yo dejar de hacer tristes reflexiones al observar cuánto ha degenerado entre
nosotros la especie humana en los últimos cien años. Llegué al extremo de pedir que se
exhortase a aparecer a algunos labradores ingleses del viejo cuño, en un tiempo tan famosos
por la sencillez de sus costumbres, sus alimentos y sus trajes; por la rectitud de su conducta,
por su verdadero espíritu de libertad, por su valor y por su cariño a la patria. No puedo
menos de conmoverme al comparar los vivos con los muertos y considerar cómo todas
aquellas virtudes naturales las prostituyeron por una moneda los nietos de quienes las
ostentaron, vendiendo sus votos, amañando las elecciones y, con ello, adquiriendo todos los
vicios y toda la corrupción que en una corte sea dado aprender.
Capítulo 9
El autor regresa a Maldonado. -Se embarca para el reino de Luggnagg. -El autor,
reducido a prisión.- La corte envía a buscarle. -Modo en que fue recibido.- La gran
benevolencia del rey para sus súbditos.
Llegado el día de nuestra marcha, me despedí de Su Alteza el gobernador de
Glubbdrubdrib y regresé con mis dos acompañantes a Maldonado, donde a la semana de
espera hubo un barco listo para Luggnagg. Los dos caballeros y algunos más llevaron su
generosidad y cortesía hasta proporcionarme algunas provisiones y despedirme a bordo.
Tardamos en la travesía un mes. Nos alcanzó una violenta tempestad, y tuvimos que tomar
rumbo al Oeste para encontrar el viento general, que sopla más de sesenta leguas. El 21 de
abril de 1708 llegábamos a Río Clumegnig, puerto situado al sudeste de Luggnagg.
Echamos el ancla a una legua de la ciudad e hicimos señas de que se acercase un práctico.
En menos de media hora vinieron dos a bordo y nos llevaron por entre rocas y bajíos muy
peligrosos a una concha donde podía fondear una flota a salvo y que estaba como a un largo
de cable de la muralla de la ciudad.
Algunos de nuestros marineros, fuese por traición o por inadvertencia, habían enterado a
los prácticos de que yo era extranjero y viajero de alguna cuenta, de lo cual informaron
éstos al oficial de la aduana que me examinó muy detenidamente al saltar a tierra. Este
oficial me habló en el idioma de Balnibarbi, que, por razón del mucho comercio, conoce en
aquella ciudad casi todo el mundo, especialmente los marinos y los empleados de aduanas.
Le di breve cuenta de algunos detalles, haciendo mi relación tan especiosa y sólida como
pude; pero creí necesario ocultar mi nacionalidad, cambiándomela por la de holandés,
porque tenía propósito de ir al Japón y sabía que los holandeses eran los únicos europeos a
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quienes se admite en aquel reino. De suerte que dije al oficial que, habiendo naufragado en
la costa de Balnibarbi y estrelládose la embarcación contra una roca, me recibieron en
Laputa, la isla volante -de la que él había oído hablar con frecuencia-, e intentaba a la hora
presente llegar al Japón, para de allí regresar a mi país cuando se me ofreciera oportunidad.
El oficial me dijo que había de quedar preso hasta que él recibiese órdenes de la corte,
adonde escribiría inmediatamente, y que esperaba recibir respuesta en quince días. Me
llevaron a un cómodo alojamiento y me pusieron centinela a la puerta; sin embargo, tenía el
desahogo de un hermoso jardín y me trataban con bastante humanidad, aparte de correr a
cargo del rey mi mantenimiento. Me visitaron varias personas, llevadas principalmente de
su curiosidad, porque se cundió que llegaba de países muy remotos de que no habían oído
hablar nunca.
Asalarié en calidad de intérprete a un joven que había ido en el mismo barco; era natural
de Luggnagg, pero había vivido varios años en Maldonado y era consumado maestro en
ambas lenguas. Con su ayuda pude mantener conversación con quienes acudían a visitarme,
aunque ésta consistía sólo en sus preguntas y mis contestaciones.
En el tiempo esperado, aproximadamente, llegó el despacho de la corte. Contenía una
cédula para que me llevasen con mi acompañamiento a Traldragdubb o Trildrogdrib -pues
de ambas maneras se pronuncia, según creo recordar-, guardado por una partida de diez
hombres de a caballo. Todo mi acompañamiento se reducía al pobre muchacho que me
servía de intérprete, y a quien pude persuadir de que quedase a mi servicio; y gracias a mis
humildes súplicas se nos dio a cada uno una mula para el camino. Se despachó a un
mensajero media jornada delante de nosotros para que diese al rey noticia de mi próxima
llegada y rogar a Su Majestad que se dignase señalar el día y la hora en que hubiera de
tener la graciosa complacencia de permitirme el honor de lamer el polvo de delante de su
escabel. Éste es el estilo de la corte y, según tuve ocasión de apreciar, algo más que una
simple fórmula, pues al ser recibido dos días después de mi llegada se me ordenó
arrastrarme sobre el vientre y lamer el suelo conforme avanzase; pero teniendo en cuenta
que era extranjero, se había cuidado de limpiar el piso de tal suerte, que el polvo no
resultaba muy molesto. Sin embargo, ésta era una gracia especial, sólo dispensada a
personas del más alto rango cuando solicitaban audiencia. Es más: algunas veces, cuando la
persona que ha de ser recibida tiene poderosos enemigos en la corte, se esparce polvo en el
suelo de propósito; y yo he visto un gran señor con la boca de tal modo atracada, que
cuando se hubo arrastrado hasta la distancia conveniente del trono no pudo hablar una
palabra siquiera. Y lo peor es que no hay remedio, porque es delito capital en quienes son
admitidos a audiencia escupir o limpiarse la boca en presencia de Su Majestad.
He aquí otra costumbre con la que no puedo mostrarme del todo conforme: cuando el
rey determina dar muerte a alguno de sus nobles de suave e indulgente manera, manda que
sea esparcido por el suelo cierto polvo obscuro de mortífera composición, y que
infaliblemente mata a quien lo lame en el término de veinticuatro horas. Pero, haciendo
justicia a la gran clemencia de este príncipe y al cuidado que tiene con la vida de sus
súbditos -en lo que sería muy de desear que le imitasen los de Europa-, ha de decirse en su
honor que hay dada severa orden para que después de cada ejecución de éstas se frieguen
bien las partes del suelo inficionadas, y si los criados se descuidasen correrían el peligro de
incurrir en el real desagrado. Yo mismo oí al rey dar instrucciones para que se azotase a
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uno de sus pajes porque, correspondiéndole ocuparse de la limpieza del suelo después de
una ejecución, dejó de hacerlo por mala voluntad, y efecto de esta negligencia, un joven
caballero en quien se fundaban grandes esperanzas, al ser recibido en audiencia fue
desgraciadamente envenenado, sin que en aquella ocasión estuviese en el ánimo del rey
quitarle la vida. Pero este buen príncipe era tan benévolo, que perdonó los azotes al pobre
paje bajo la promesa de que no volvería a hacerlo sin órdenes especiales.
Dejando esta digresión: cuando me había arrastrado hasta cuatro yardas del trono, me
enderecé dulcemente sobre las rodillas, y luego, golpeando siete veces con la frente en el
suelo, pronuncié las siguientes palabras, que me habían enseñado la noche antes: Ickpling
gloffthrobb squut seruri Clihiop mlashnalt zwin tnodbalkuffh slhiophad gurdlubh asht. Éste
es el cumplimiento establecido por las leyes del país para todas las personas admitidas a la
presencia del rey. Puede trasladarse al español de este modo: «Pueda Vuestra Celeste
Majestad sobrevivir al sol once meses y medio.» A esto, el rey me dio una respuesta que no
pude entender, pero a la que repliqué conforme a la instrucción recibida: Fluft drin yalerick
dwuldom prastrad mirpush, que puntualmente significa: «Mi lengua está en la boca de mi
amigo.» Con esta expresión di a comprender que suplicaba licencia para que mi intérprete
pasara; el joven de que ya he hecho mención fue, en consecuencia, introducido, y con su
intervención respondí a cuantas preguntas quiso hacerme Su Majestad en más de una hora.
Yo hablaba en lengua balnibarba y mi intérprete traducía el sentido a la de Luggnagg.
Le sirvió de mucho agrado al rey mi compañía y ordenó a su bliffmarklub, o sea su gran
chambelán, que se me habilitase en palacio un alojamiento para mí y mi intérprete, con una
asignación diaria para la mesa y una gran bolsa de oro para mis gastos ordinarios.
Capítulo 10
Elogio de los lugguaggianos. -Detalle y descripción de los struldbrugs, con numerosas
pláticas entre el autor y varias personas eminentes acerca de este asunto.
Los luggnaggianos son gente amable y generosa, y aunque no dejan de participar algo
del orgullo que es peculiar a todos los países orientales, se muestran corteses con los
extranjeros, especialmente con aquellos a quienes favorece la corte. Hice amistad con
personas del mejor tono, y, siempre acompañado de mi intérprete, tuve con ellas
conversaciones no desagradables.
Un día, hallándome en muy buena compañía, me preguntó una persona de calidad si
había visto a alguno de los struldbrugs, que quiere decir inmortales. Dije que no, y le
supliqué que me explicase qué significaba tal nombre aplicado a una criatura mortal.
Hízome saber que de vez en cuando, aunque muy raramente, acontecía nacer en una familia
un niño con una mancha circular roja en la frente, encima de la ceja izquierda, lo que era
infalible señal de que no moriría nunca. La mancha, por la descripción que hizo, era como
el círculo de una moneda de plata de tres peniques, pero con el tiempo se agrandaba y
cambiaba de color. Así, a los doce años se haría verde, y de este color continuaba hasta los
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veinticinco, en que se tornaba azul obscuro; a los cuarenta y cinco se volvía negra como el
carbón y del tamaño de un chelín inglés, y ya no sufría nunca más alteraciones. Dijo que
estos nacimientos eran tan raros, que no creía que hubiese más de mil ciento struldbrugs de
ambos sexos en todo el reino, de los cuales calculaban que estarían en la metrópoli
cincuenta, y que figuraba entre el resto una niña nacida hacia unos tres años. Estos
productos no eran privativos de familia ninguna, sino simple efecto del azar, y los hijos de
los mismos struldbrugs eran mortales, como el común de las gentes.
Reconozco francamente que al oír esta historia me asaltó satisfacción inefable; y como
ocurriese que la persona que me la había referido conociera el idioma balnibarbo, que yo
hablaba muy bien, no pude contenerme, y prorrumpí en expresiones un poco extravagantes
quizá. Exclamaba yo en aquel rapto: «¡Nación feliz ésta, en que cada nacido tiene al menos
una contingencia de ser inmortal! ¡Pueblo feliz, que disfruta tantos vivos ejemplos de viejas
virtudes y tiene maestros que le instruyan en la sabiduría de pretéritas edades! ¡Pero
felicísimos sobre toda comparación estos excelentes struldbrugs, que, nacidos aparte de la
calamidad universal que pesa sobre la naturaleza humana, gozan de entendimientos libres y
despejados, no sometidos a la carga y depresión de espíritu causada por el continuo temor
de muerte!» Manifesté mi admiración de no haber visto en la corte ninguna de estas
personas ilustres; la mancha negra en la frente era distinción tan notable, que no era fácil
que yo hubiese dejado de advertirla, y, por otra parte, era imposible que un príncipe de tan
gran juicio no se sirviese de buen número de tan sabios y capaces consejeros. Sin embargo,
quizá la virtud de aquellos reverendos sabios era demasiado austera para la corrupción y las
costumbres libertinas de la corte; y a menudo nos muestra la experiencia que los jóvenes
son demasiado tercos y volubles para dejarse guiar por los sobrios consejos de los ancianos.
De un modo u otro, estaba resuelto, tan pronto como el rey se dignase permitirme el acceso
a su real persona y en la primera ocasión, a exponerle mi opinión sobre este asunto con toda
franqueza y por extenso, con la ayuda de mi intérprete. Y, se dignase tomar mi consejo o
no, a una cosa estaba decidido; y era que, habiéndome ofrecido frecuentemente Su
Majestad establecimiento en el país, aceptaría con grandísima gratitud la oferta y pasaría
allí mi vida en conversación con aquellos seres superiores de struldbrugs si se dignaban
admitirme a su lado.
El caballero a quien se dirigía mi discurso, en razón a que, como ya he advertido,
hablaba el idioma de Balnibarbi, me dijo, con esa especie de sonrisa que generalmente
procede de piedad por la ignorancia, que tenía a grandísima ventura cualquier ocasión que
me indujese a quedarme en su compañía, y me pidió licencia para explicar a la compañía lo
que yo había hablado. Se la di, y hablaron buen rato en su idioma, del que yo no entendía ni
sílaba, así como tampoco podía descubrir en sus rostros la impresión que mi discurso les
causaba. Después de un breve silencio díjome la misma persona que sus amigos y míos -
que así creyó conveniente expresarse- estaban muy satisfechos de las discretas
observaciones que había hecho yo sobre la gran dicha y las grandes ventajas de la vida
inmortal, y deseaban saber de manera detallada qué norma de vida me hubiese yo trazado si
hubiera sido mi suerte nacer struldbrug.
Respondí que era fácil ser elocuente sobre asunto tan rico y agradable, especialmente
para mí, que con frecuencia me había divertido con visiones de lo que haría si fuese rey,
general o gran señor; y, por lo que hacía al caso, muchas veces había reconocido de un cabo
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a otro el sistema que habría de seguir para emplearme y pasar el tiempo si tuviese la
seguridad de vivir eternamente.
Si hubiese sido mi suerte venir al mundo struldbrug, por lo que se me alcanza de mi
propia felicidad al considerar la diferencia entre la vida y la muerte, me hubiese resuelto, en
primer término y por cualesquiera métodos y artes, a procurarme riquezas. Puedo esperar
razonablemente que, por medio del ahorro y de la buena administración, en doscientos años
sería el hombre más acaudalado del reino. En segundo lugar, me aplicaría desde los
primeros años de mi juventud al estudio de las artes y las ciencias, con lo que llegaría en
cierto tiempo a aventajar a todos en erudición. Por último, registraría cuidadosamente todo
acto y todo acontecimiento de consecuencia que se produjese en la vida pública, y pintaría
con imparcialidad los caracteres de las dinastías de príncipes y de los grandes ministros de
Estado, con observaciones propias sobre cada punto. Escribiría exactamente los varios
cambios de costumbres, idiomas, modas en el vestido, en la comida y en las diversiones.
Con estas adquisiciones, sería un tesoro viviente de conocimiento y sabiduría, y la nación
me tendría, ciertamente, por un oráculo.
No me casaría después de los sesenta años, sino que viviría en prácticas de caridad,
aunque siempre dentro de la economía. Me entretendría en formar y dirigir los
entendimientos de jóvenes que prometiesen buen fruto, convenciéndoles, basado en mis
propios recuerdos, experiencias y observaciones, robustecidos por ejemplos numerosos, de
la utilidad de la virtud en la vida pública y privada. Pero mi preferencia y mis constantes
compañeros estarían en un grupo de mis propios hermanos en inmortalidad, entre los cuales
escogería una docena, desde los más ancianos hasta mis contemporáneos. Sí alguno de ellos
careciese de medios de fortuna, yo le asistiría con alojamientos cómodos, instalados en
torno de mis propiedades, y siempre sentaría a mi mesa a varios de ellos, mezclando sólo
algunos de los de mayor mérito de entre vosotros los mortales, a quienes perdería,
endurecido por lo dilatado del tiempo, con poco o ningún disgusto, para tratar después lo
mismo a su posteridad; justamente como un hombre encuentra diversion en el sucederse
anual de los claveles y tulipanes de su jardín, sin lamentar la pérdida de los que marchitó el
año precedente.
Estos struldbrugs y yo nos comunicaríamos mutuamente nuestros recuerdos y
observaciones a través del curso de los tiempos; anotaríamos las diversas gradaciones por
que la corrupción se desliza en el mundo y la atajaríamos en todos sus pasos, dando a la
Humanidad constante aviso e instrucción; lo que, unido a la poderosa influencia de nuestro
propio ejemplo, evitaría probablemente la continua degeneración de la naturaleza humana,
de que con tanta justicia se han quejado todas las edades.
Añádanse a esto los placeres de ver las varias revoluciones de estados e imperios, los
cambios del mundo inferior y superior, antiguas ciudades en ruinas y pueblos obscuros
convertirse en sedes de reyes; famosos ríos reducidos a someros arroyos; el océano dejar
unas playas en seco e invadir otras; el descubrimiento de muchos países todavía
desconocidos; infestar la barbarie las más refinadas naciones y civilizarse las más bárbaras.
Vería yo entonces el descubrimiento de la longitud, del movimiento perpetuo y de la
medicina universal, y muchos más grandes inventos, llegados a la más acabada perfección.
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¡Qué maravillosos descubrimientos haríamos en astronomía si pudiésemos sobrevivir a
nuestras predicciones y confirmarlas, observando la marcha y el regreso de los cometas,
con los cambios de movimiento del sol, la luna y las estrellas!
Me extendí sobre otros muchos tópicos que fácilmente me inspiraba el deseo de vida sin
fin y de felicidad terrena. Cuando hube terminado el total de mi discurso y, como la vez
anterior, fue traducido al resto de la compañía, sostuvieron entre ellos, en el idioma del
país, animada charla, no sin algunas risas a mi costa. Por último, el caballero que había sido
mi intérprete me dijo que los demás le habían pedido que me disuadiese de algunos errores
en que había caído por la debilidad común en la humana naturaleza, y que, por esto mismo,
no eran del todo imputables a mí. Hablóme de que esta raza de struldbrugs era privativa de
su país, pues no existían tales gentes en Balnibarbi ni en el Japón, reinos ambos en que él
había tenido el honor de ser embajador de Su Majestad y donde había encontrado a los
naturales muy poco dispuestos a creer en la posibilidad del hecho; y del asombro que yo
mostré cuando por vez primera me habló del asunto se desprendía que para mí era cosa
totalmente nueva y apenas digna de crédito. En los dos reinos antes citados, donde durante
su residencia había conversado mucho, encontró que una vida larga era el deseo y el anhelo
universal de la Humanidad. Quien tenía un pie en la tumba, era seguro que afianzaba el otro
lo más firmemente posible; el mas viejo tenía aún esperanza de vivir un día más, y miraba
la muerte como el más grave de los males, del cual la Naturaleza le impulsaba a apartarse
siempre. Sólo en esta isla de Luggnagg era menos ardiente el apetito de vivir, a causa del
constante ejemplo que los struldbrugs ofrecían a la vista.
El sistema de vida que yo imaginaba era, por lo que me dijo, irracional e injusto, porque
suponía una perpetuidad de juventud, salud y vigor que ningún hombre podía ser tan
insensato que esperase, por muy extravagantes que fuesen sus deseos. La cuestión, por
tanto, no era si un hombre prefería estar siempre en lo mejor de su juventud, acompañada
de salud y prosperidad, sino cómo le iría en una vida eterna con las desventajas corrientes
que la edad avanzada trae consigo. Aunque pocos hombres confiesen sus deseos de ser
inmortales bajo tan duras condiciones, era indudable que en los dos reinos antes
mencionados de Balnibarbi y del Japón él halló que todos deseaban alejar la muerte algún
tiempo más, que se llegase lo más tarde posible siempre, y por excepción oyó hablar de
algún hombre que muriese voluntariamente, a no ser que a ello le impulsase un gran
extremo de aflicción o de tortura. Y apelaba a mí para que dijese si no había observado la
misma disposición general en los países por que había viajado y aun en mí mismo.
Después de este prefacio me dio detallada cuenta de cómo viven los struIdbrugs allí.
Díjome que ordinariamente se conducían como mortales hasta que tenían unos treinta años,
y luego, gradualmente, iban tornándose melancólicos y abatidos, más cada vez, hasta llegar
a los ochenta. Sabía esto por propia confesión, aunque, por otra parte, como en cada época
no nacían arriba de dos o tres de tal especie, era escaso número para formar con sus
confesiones un juicio general. Cuando llegaban a los ochenta años, edad considerada en el
país como el término de la vida, no sólo tenían todas las extravagancias y flaquezas de los
otros viejos, sino muchas más, nacidas de la perspectiva horrible de no morir nunca. No
sólo eran tercos, enojadizos, avaros, ásperos vanidosos y charlatanes, sino incapaces de
amistad y acabados para todo natural afecto, que nunca iba má allá de sus nietos. La envidia
y los deseos impotentes constituían sus pasiones predominantes. Pero los objetos que
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parecían excitar en envidia en primer término eran los vicios más propios de la juventud y
la muerte de los viejos. Pensando en los primeros, se encontraban apartados de toda
posibilidad de placer, y cuando veían un funeral se lamentaban y afligían de que los otros
llegaran a un puerto de descanso al que ellos no podían tener esperanza de arribar nunca.
No guardan memoria sino de aquello que aprendieron y observaron en su juventud, y para
eso, muy imperfectamente; y por lo que a la verdad o a los detalles de cualquier
acontecimiento se refiere, es más seguro confiar en las tradiciones comunes que en sus más
firmes recuerdos. Los menos miserables parecen los que caen en la chochez y pierden
enteramente la memoria; éstos encuentran más piedad y ayuda porque carecen de las malas
cualidades en que abundan los otros.
Si sucede que un struldbrug se casa con una mujer de su misma condición, el
matrimonio queda disuelto, por merced del reino, tan pronto como el más joven de los dos
llega a los ochenta años, pues estima la ley, razonable indulgencia, no doblar la miseria de
aquellos que sin culpa alguna de su parte están condenados a perpetua permanencia en el
mundo con la carga de una esposa.
Tan pronto como han cumplido los ochenta años se les considera legalmente como
muertos; sus haciendas pasan a los herederos, dejándoles sólo una pequeña porción para su
subsistencia, y los pobres son mantenidos a cargo del común. Pasado este término quedan
incapacitados para todo empleo de confianza o de utilidad; no pueden comprar tierras ni
hacer contratos de arriendo, ni se les permite ser testigos en ninguna causa civil ni criminal,
aunque sea para la determinación de linderos y confines.
A los noventa años se les caen los dientes y el pelo. A esta edad han perdido el paladar,
y comen y beben lo que tienen sin gusto, sin apetito. Las enfermedades que padecían siguen
sin aumento ni disminución. Cuando hablan olvidan las denominaciones corrientes de las
cosas y los nombres de las personas, aun de aquellas que son sus más íntimos amigos y sus
más cercanos parientes. Por la misma razón no pueden divertirse leyendo, ya que la
memoria no puede sostener su atención del principio al fin de una sentencia, y este defecto
les priva de la única diversión a que sin él podrían entregarse.
Como el idioma del país está en continua mudanza, los struldbrugs de una época no
entienden a los de otra, ni tampoco pueden, pasados los doscientos años, mantener una
conversación que exceda de unas cuantas palabras corrientes con sus vecinos los mortales,
y así, padecen la desventaja de vivir como extranjeros en su país.
Tal fue la cuenta que me dieron acerca de los struldbrugs, por lo que puedo recordar.
Después vi a cinco o seis de edades diferentes, que en varias veces me llevaron algunos de
mis amigos; pero aunque les manifestaron que yo era un gran viajero y había visto todo el
mundo, no tuvieron la curiosidad de hacerme la más pequeña pregunta. Sólo me rogaron
que les diese «slumskudask», o sea un pequeño recuerdo, lo que constituye una manera
modesta de mendigar burlando la ley, que se lo prohibe rigurosamente, puesto que son
atendidos por el país, aunque con una muy pequeña asignación por cierto.
La gente de todas clases los desprecia y los odia. Su nacimiento se considera siniestro y
se anota muy atentamente; así, puede saberse la edad de cada uno consultando los registros;
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pero éstos no se llevan hace más que mil años, o, al menos, han sido destruídos por el
tiempo o por desórdenes públicos. Mas el procedimiento usual de calcular la edad que
tienen es preguntarles de qué reyes o grandes personajes recuerdan, y luego consultar la
historia, pues, infaliblemente, el último príncipe que tienen en la memoria no empezó a
reinar después de haber cumplido ellos los ochenta años.
Constituían el espectáculo más doloroso que he contemplado en mi vida, y las mujeres,
más aún que los hombres. Sobre las deformidades naturales en la vejez extrema, adquirían
una cadavérica palidez, más acentuada cuantos más años tenían, de que no puede darse idea
con palabras. Entre media docena distinguí en seguida cuál era la más vieja, aunque no se
llevaban unas de otras arriba de un siglo o dos.
El lector podrá con facilidad creer que, a causa de lo que acababa de mirar y oír, menguó
mucho mi apetito de vivir eternamente. Me avergoncé muy de veras de las agradables
ilusiones que había concebido, y pensé que no había tirano capaz de inventar una muerte en
que yo no me precipitase con gusto huyendo de tal vida. Supo el rey todo lo pasado entre
mis amigos y yo, e hizo de mí gran donaire. Díjome que sería de desear que enviase a mi
país una pareja de struldbrugs para armar a nuestras gentes contra el miedo a la muerte.
Pero esto, a lo que parece, está prohibido por las leyes fundamentales del reino; de otro
modo, hubiese echado sobre mí con gusto el precio y la molestia de transportarlos.
Tuve que convenir en que las leyes de aquel reino relativas a los struldbrugs estaban
fundadas en las más sólidas razones, y que las mismas dictaría cualquier otro país en
análogas circunstancias. De otra manera, como la avaricia es la necesaria consecuencia de
la vejez, aquellos inmortales acabarían con el tiempo por ser propietarios de toda la nación
y monopolizar el poder civil, lo que, por falta de disposiciones para administrar, terminaría
en la ruina del común.
Capítulo 11
El autor abandona Luggnagg y embarca para el Japón. -Desde allí regresa a Amsterdam
en un barco holandés, y desde Amsterdam, a Inglaterra.
Pensé que este relato sobre los struldbrugs podía ser de algún interés para el lector,
porque me parece que se sale de lo acostumbrado; al menos, yo no recuerdo haber visto
nada semejante en ningún libro de viajes de los que han llegado a mis manos. Y si me
equivoco, sírvame de excusa que es necesario muchas veces a los viajeros que describen el
mismo país coincidir en el detenimiento sobre ciertos particulares, sin por ello merecer la
censura de haber tomado o copiado de los que antes escribieron.
Hay, ciertamente, constante comercio entre aquel reino y el gran imperio del Japón, y es
muy probable que los autores japoneses hayan dado a conocer en algún modo a los
struldbrugs; pero mi estancia en el Japón fue tan corta y yo desconocía el lenguaje tan por
completo, que no estaba capacitado para hacer investigación ninguna. Confío, sin embargo,
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en que los holandeses, noticiosos de esto, tendrán curiosidad y méritos suficientes para
suplir mis faltas.
Su Majestad, que muchas veces me había instado para que aceptase un empleo en la
corte, viéndome absolutamente decidido a volverme a mi país natal, se dignó concederme
licencia para partir y me honró recomendándome en una carta de su propia mano al
emperador del Japón. Asimismo me hizo un presente de cuatrocientas cuarenta y cuatro
monedas grandes de oro -esta nación se perece por los números que se leen igual cualquiera
que sea el lado por que se comience- y un diamante rojo que vendí en Inglaterra por mil
cien libras.
El 6 de mayo de 1709 me despedí solemnemente de Su Majestad y de todos mis amigos.
Este príncipe me dispensó la gracia de mandar que una guardia me condujese a
Glanguenstald, puerto real situado en la parte Sudoeste de la isla. A los seis días encontré
navío que me llevase al Japón, y tardé en el viaje quince días. Desembarcamos en el
pequeño puerto llamado Jamoschi, situado en la parte Sudeste del Japón; la ciudad cae al
Oeste, donde hay un estrecho angosto que conduce por el Norte a un largo brazo de mar en
cuya parte Noroeste se asienta Yedo, la metrópoli. Al desembarcar mostré a los oficiales de
la aduana la carta del rey de Luggnagg para Su Majestad Imperial. Conocían perfectamente
el sello, que era de grande como la palma de mi mano, y cuya impresión representaba a un
rey levantando del suelo a un mendigo lisiado. Los magistrados de la ciudad, sabedores de
que llevaba tal carta sobre mí, me recibieron como a un ministro público; pusieron a mi
disposición carruajes y servidumbre y pagaron mis gastos hasta Yedo, donde fuí recibido en
audiencia. Entregué mi carta, que fue abierta con gran ceremonia, y hablé al emperador por
mediación de un intérprete, el cual me dijo, de orden de Su Majestad, que cualquier cosa
que pidiese me sería concedida por amor de su real hermano de Luggnagg. Este intérprete
se dedicaba a negociar con los holandeses; de mi aspecto dedujo inmediatamente que yo era
europeo y repitió las órdenes de Su Majestad en bajo holandés, que hablaba a la perfección.
Respondí -como de antemano había pensado- que era un comerciante holandés que había
naufragado en un país muy remoto, de donde por mar y tierra había llegado a Luggnagg, y
allí embarcado para el Japón, país en el que sabía que mis compatriotas realizaban
frecuente comercio. Esperaba tener ocasión de regresar con algunos de ellos a Europa, y, de
consiguiente, suplicaba del real favor orden para que me condujesen salvo a Nangasac. A
esto agregué la petición de que, en gracia a mi protector el rey de Luggnagg, permitiese Su
Majestad que se me dispensara de la ceremonia de hollar el crucifijo, impuesta a mis
compatriotas, pues yo había caído en aquel reino por mis desventuras y no con intención
ninguna de traficar. El emperador, cuando le hubieron traducido esta última demanda, se
mostró un poco sorprendido y dijo que creía que era el primero de mis compatriotas que
había tenido jamás escrúpulo en este punto; tanto que empezaba a dudar si era holandés o
no y a sospechar que más bien había de ser cristiano. Sin embargo, ante las razones que le
daba, y principalmente para obligar al rey de Luggnagg con una muestra excepcional de su
favor, consentía en esta rareza de mi genio; pero el asunto debía llevarse con mucho tiento
y sus oficiales recibirían orden de dejarme pasar como por olvido, pues me aseguró que si
mis compatriotas los holandeses llegaran a descubrir el secreto, me degollarían de fijo en la
travesía. Volví a darle gracias, valiéndome del intérprete, por tan excepcional favor; y como
en aquel punto y hora se ponían en marcha algunas tropas para Nangasac, el comandante
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recibió orden de conducirme allá en salvo, con particulares instrucciones respecto del
negocio del crucifijo.
El 9 de junio de 1709 llegué a Nangasac, después de muy larga y molesta travesía.
Pronto caí en la compañía de unos marineros holandeses pertenecientes al Amboyna, de
Amsterdam, sólido barco de cuatrocientas cincuenta toneladas. Yo había vivido mucho
tiempo en Holanda, con ocasión de hallarme estudiando en Leyden y hablaba bien el
holandés. Los marinos supieron pronto de dónde llegaba y mostraron curiosidad por
averiguar mis viajes y mi vida. Les conté una historia tan corta y verosímil como pude, pero
ocultando la mayor parte. Conocía muchas personas en Holanda y pude inventarme
nombres para mis padres, de quienes dije que eran gente obscura de la provincia de
Gelderland. Hubiera podido pagar al capitán -un tal Teodoro Vangrult- lo que me hubiese
pedido por el viaje a Holanda; pero enterado él de que yo era cirujano, se conformó con la
mitad del precio corriente a cambio de que le prestase los servicios de mi profesión. Antes
de embarcar me preguntaron muchas veces algunos de los tripulantes si había cumplido la
ceremonia a que ya he hecho referencia. Evadí la respuesta diciendo en términos vagos que
había satisfecho al emperador y a la corte en todo lo preciso. Sin embargo, un bribonazo
paje de escoba se acercó a un oficial y, apuntándome con el dedo, díjole que yo no había
aún hollado el crucifijo; pero el otro, ya advertido para dejarme pasar, dio al tunante veinte
latigazos en las espaldas con un bambú; después de lo cual no volvió a molestarme nadie
con tales preguntas.
No me sucedió en esta travesía nada digno de mención. Navegamos con buen viento
hasta el Cabo de Buena Esperanza, donde sólo nos detuvimos para hacer aguada. El 16 de
abril llegamos salvos a Amsterdam, sin más pérdidas que tres hombres por enfermedad
durante el viaje y otro que cayó al mar desde el palo de trinquete, no lejos de la costa de
Guinea. En Amsterdam embarqué poco después para Inglaterra en un pequeño navío
perteneciente a este país.
El 10 de abril de 1710 entramos en las Dunas. Desembarqué a la mañana siguiente, y de
nuevo vi mi tierra natal, después de una ausencia de cinco años y seis meses justos. Marché
directamente a Redriff, adonde llegué el mismo día, a las dos de la tarde, y encontré a mi
mujer y familia en buena salud.
Fin de la Tercera Parte
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Viajes de Gulliver
Cuarta parte
Un viaje al país de los Houyhnhnms
Capítulo 1
El autor parte como capitán de un navío. -Sus hombres se conjuran contra él y le
encierran largo tiempo en su camarote. -Le desembarcan en un país desconocido.
Se interna en el país. -Descripción de los «yahoos», extraña clase de animales. -El
autor se encuentra con dos «houyhnhnms».
Permanecí en casa, con mi mujer y mis hijos, por espacio de cinco meses, en muy feliz
estado, sin duda, con sólo que yo hubiese aprendido a saber cuándo estaba bien. Dejé a mi
pobre esposa embarazada y acepté un ventajoso ofrecimiento que se me hizo para ser
capitán del Adventure, sólido barco mercante de trescientas cincuenta toneladas. Conocía
bien el arte de navegar, y, hallándome cansado del cargo de médico de a bordo -que de
todos modos podía ejercer llegada la ocasión-, tomé en mi barco a un inteligente joven de
mi mismo oficio, de nombre Robert Purefoy. Nos hicimos a la vela en Portsmouth el día 2
de agosto de 1710; el 14 nos encontramos en Tenerife con el capitán Pocock, de Brístol,
que iba a la bahía de Campeche a cortar palo de tinte. El 16 le separó de nosotros una
tempestad; a mi regreso supe que el barco se fue a pique y sólo se salvó un paje. El capitán
Pocock era un hombre honrado y un buen marino, pero terco con exceso en sus opiniones, y
ésta fue la causa de su fin, como ha sido la del de tantos otros. Si hubiese seguido mi
consejo, a estas horas estaría sano y salvo con su familia, en su casa, igual como lo estoy
yo.
Murieron en mi barco varios hombres de calenturas, hasta el punto de que tuve que
reclutar gente en las islas Barbada y Leeward, donde toqué por instrucción de los
comerciantes que me habían comisionado; pero pronto tuve ocasión de arrepentirme, pues
supe que la mayor parte de los reclutados habían sido filibusteros. Llevaba yo a bordo
cincuenta manos, y mis órdenes eran comerciar con los indios en el mar del Sur y hacer los
descubrimientos que pudiese. Los bribones que había recogido me corrompieron a los
demás hombres y todos ellos se conjuraron para apoderarse del barco y hacerme prisionero,
lo que realizaron una mañana irrumpiendo en mi camarote, atándome de pies y manos y
amenazándome con lanzarme al mar si se me ocurría moverme. Les dije que era su
prisionero y obedecería. Me hicieron jurarlo y después me desataron, dejándome sujeto
solamente por un pie con una cadena, cerca de mi cama, y me pusieron a la puerta un
certinela con el fusil cargado y orden de matarme de un tiro si pretendía escapar. Me
bajaron de comer y beber y se apoderaron del gobierno del barco. Su designio era hacerse
piratas y saquear a los españoles, lo que no podían emprender hasta tener más gente.
Determinaron vender primero las mercancías que llevaba el buque e ir luego a Madagascar
para reclutar hombres, pues varios de ellos habían muerto durante mi prisión. Navegaron
muchas semanas y traficaron con los indios; pero yo ignoraba el rumbo que seguían,
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reducido estrechamente como estaba a mi camarote, sin más esperanza que morir
asesinado, conforme a las frecuentes amenazas de que era objeto.
El día 9 de mayo de 1711, un tal James Welch bajó a mi camarote y me dijo que había
recibido del capitán orden de desembarcarme. Discutí con él, pero en vano; ni siquiera
quiso decirme quién era su nuevo capitán. Me forzó a entrar en la lancha, después de
permitirme ponerme mi traje mejor, que estaba nuevo, y coger un atadijo de ropa blanca;
pero no armas, salvo mi alfanje. Y fueron tan amables, que no me registraron los bolsillos,
donde yo me había guardado todo el dinero que tenía y algunas cosillas de mi uso.
Remaron obra de una legua y me desembarcaron en una playa. Les supliqué que me dijesen
qué país era aquél; todos me juraron que lo ignoraban tanto como yo; sólo sabían que su
capitán -como ellos decían- había resuelto, después de vender la carga, deshacerse de mí en
el primer punto donde descubriesen tierra. Se apartaron en seguida, recomendándome que
me apresurase para que la marea no me alcanzara, y de este modo se despidieron de mí.
En esta lamentable situación avancé y pronto pisé tierra firme; me senté en un montón
de arena para descansar y pensar cuál sería mi mejor partido. Cuando hube descansado un
poco me interné en el país, resuelto a entregarme a los primeros salvajes que encontrara y
comprar mi vida con algunos brazaletes, anillos de vidrio y otras chucherías de las que
generalmente llevan los marinos en esta clase de viajes, y yo conservaba algunas conmigo.
Cortaban la tierra largas filas de árboles, no plantados con regularidad, sino nacidos
naturalmente; había hierba en gran cantidad y varios campos de avena. Andaba yo con gran
precaución, temeroso de verme sorprendido o herido de pronto por una flecha que me
disparasen por detrás o por un lado. Entré en un camino muy trillado donde se veían
numerosas pisadas humanas, algunas de vacas, y de caballos muchas más. Por fin descubrí
varios animales en un campo y uno o dos de la misma especie subidos en árboles. Su facha
irregular y disforme me inquietó bastante, hasta tal punto, que me tumbé detrás de una
espesura para examinarlos mejor. La circunstancia de venir algunos hacia el sitio en que yo
yacía me dio ocasión de apreciar su forma exactamente. Tenían la cabeza y el pecho
cubierto de espeso pelambre, rizado en unos y laso en otros; sus barbas eran de cabra, y
largos mechones de pelo les caían por los lomos y les cubrían la parte anterior de las patas y
los pies; pero el resto del cuerpo lo tenían desnudo y me dejaba verles la piel, de un color
amarillento obscuro. No tenían cola y solían sentarse y tumbarse; con frecuencia se
sostenían en los pies traseros. Trepaban a los árboles más altos con prontitud de ardilla,
para lo cual contaban con grandes garras abiertas en las cuatro extremidades, ganchudas y
de puntas afiladas. A menudo daban brincos, botes y saltos con prodigiosa agilidad. Las
hembras no eran tan grandes como los machos; tenían en la cabeza pelo largo y laso, pero
ninguno en la cara, ni más que una especie de vello en el resto del cuerpo. El pelo era en
ambos sexos de varios colores: moreno, rojo, negro, amarillo. En conjunto, nunca vi en mis
viajes animal tan desagradable ni que me inspirase tan honda repugnancia. Así, creyendo
haber visto bastante, lleno de desprecio y aversión, me levanté y seguí el camino con la
esperanza de que me llevase a la cabaña de algún indio. No había andado mucho cuando
encontré que me cerraba el camino y venía directamente hacia mí uno de los animales que
he descrito. El horrible monstruo, al verme, torció repetidamente todas las facciones de su
cara y quedó mirándome fijamente, como a algo que no hubiese visto en su vida; y luego,
acercándoseme más, levantó la pata delantera, no sé si llevado de curiosidad o de malas
intenciones. Yo saqué mi alfanje y le di un buen golpe de plano, no atreviéndome a darle
con el filo por si los habitantes se enconaban contra mí al saber que había muerto o dejado
inútil a una pieza de su ganado. Cuando la bestia sintió el golpe se hizo atrás y rugió tan
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fuerte, que una manada de cuarenta, lo menos, se vino en tropel sobre mí desde el campo
inmediato, aullando y haciendo gestos horribles; pero yo corrí al tronco de un árbol, y
guardándome con él la espalda los contuve a distancia blandiendo el alfanje
En medio de este apuro, vi que todos echaban a correr de repente con la mayor
velocidad de que eran capaces; con lo cual yo me arriesgué a separarme del árbol y seguir
el camino, admirado de qué podría haber sido lo que los asustase de tal modo. Pero mirando
hacia mi siniestra mano vi un caballo que marchaba por el campo reposadamente, y que,
visto antes-que por mí por mis perseguidores, era la causa de su huida. El caballo se
estremeció un poco cuando llegó cerca de mí, pero se recobró pronto y me miró cara a cara
con manifiestos signos de asombro; me inspeccionó las manos y los pies dando varias
vueltas a mi alrededor. Quise continuar mi marcha; pero él se atravesó en mi camino,
aunque con actitud muy apacible y sin intención alguna de violencia en ningún momento.
Permanecimos un rato mirándonos con atención; por fin, me atreví a alargar la mano hacia
su cuello con propósito de acariciarle, empleando el sistema y el silbido de los jockeys
cuando se preparan a montar un caballo que no conocen. Pero este animal pareció recibir
con desdén mis atenciones; movió la cabeza y arqueó las cejas, al tiempo que levantaba
suavemente la mano derecha como si quisiera desviar la mía. Después relinchó tres o cuatro
veces, pero con cadencias tan distintas, que casi empecé a pensar que estaba hablándose a sí
mismo en algún idioma propio.
Cuando en éstas nos hallábamos él y yo, llegó otro caballo, el cual se acercó al primero
con muy ceremoniosas maneras, y ambos chocaron suavemente entre sí el casco derecho
delantero, al tiempo que relinchaban por turno varias veces y cambiando el tono, que casi
parecía articulado. Se apartaron unos pasos como para conferenciar, y pasearon uno al lado
del otro, yendo y viniendo al modo de personas que deliberasen sobre algún asunto de
cuenta, pero volviendo la vista frecuentemente hacia mí como para vigilar que no me
escapara. Yo estaba asombrado de ver semejantes acciones y conducta en bestias
irracionales, y tuve para mí que si los habitantes de aquella tierra estaban dotados de un
grado proporcional de entendimiento habrían de ser las gentes más sabias que pudieran
encontrarse en el mundo. Este pensamiento me procuró tanto alivio, que resolví seguir
adelante hasta encontrar alguna casa o aldea, o tropezar a alguno de los naturales, dejando a
los dos caballos que discurriesen juntos cuanto quisieran. Pero el primero, que por cierto
era rucio rodado, al ver que me escapaba, me relinchó de manera tan expresiva, que me
imaginé entender lo que quería decirme. En vista de ello me volví y me acerqué a él para
esperar sus ulteriores órdenes, ocultando mi temor cuanto me era posible, pues empezaba a
darme algún cuidado cómo podría terminar aquella aventura. Y el lector creerá sin trabajo
que no me encontraba muy a gusto en tal situación.
Los dos caballos se me aproximaron y me miraron la cara y las manos con gran interés.
El rucio restregó mi sombrero todo alrededor con el casco derecho y lo descompuso de tal
modo, que tuve que arreglarlo, para lo cual me lo quité, volviendo a ponérmelo luego. A él
y a su compañero -que era bayo obscuro- pareció causarles esto gran sorpresa; el último
tocó la vuelta de mi casaca, y al encontrarse con que me colgaban suelta por encima,
hicieron los dos grandes extremos de asombro. Me acarició la mano derecha con señales de
admirar la suavidad y el color, pero me la apretó tan fuertemente entre el casco y la
cuartilla, que me arrancó un grito; desde entonces me tocaron con toda la dulzura posible.
Les producían perplejidad enorme mis zapatos y medias, que palparon muchas veces,
relinchándose uno a otro y haciendo diversos gestos no desemejantes de los que hiciera un
filósofo que intentara explicarse algún fenómeno nuevo y difícil de entender.
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En suma: el proceder de aquellos animales era tan ordenado y racional, tan agudo y
discreto, que, por último, concluí que habían de ser mágicos que con ciertos fines se
hubieran metamorfoseado y que, encontrando a un extranjero en su camino, hubiesen
querido holgarse con él, o quizá que realmente se sorprendieran a la vista de un hombre tan
diferente, por su traje, su semblante y su tez, de los que era probable que hubiese en clima
tan remoto. Tomando fundamento de estas razones, me aventuré a dirigirme a ellos en la
manera siguiente: «Caballeros: si sois encantadores, como tengo serios motivos para
suponer, entenderéis todos los idiomas; de consiguiente, me permito comunicar a vuestras
señorías que yo soy un pobre inglés afligido, lanzado por mis desventuras a vuestra playa; y
rogar que uno de los dos me deje ir en su lomo, como si fuese un caballo verdadero, hasta
alguna casa o aldea donde pueda ser remediado. Y en pago de este favor yo os regalaré este
cuchillo y este brazalete.» Y los saqué del bolsillo al mismo tiempo. Los dos animales
guardaron silencio mientras yo hablaba, con muestra de escucharme muy atentamente; y
cuando hube terminado relincharon repetidamente cada uno, dirigiéndose al otro, como si
mantuviesen una seria conversación. Observé con toda claridad que su lenguaje expresaba
muy bien las pasiones, y las palabras hubiesen podido reducirse sin gran trabajo a un
alfabeto más fácilmente que el chino.
Pude distinguir frecuentemente la palabra yahoo, que los dos repitieron varias veces; y
aunque me fuera imposible conjeturar lo que significaba, mientras los dos caballos estaban
entregados a su conversación, yo intenté ejercitar en mi lengua esa palabra; y tan pronto
como callaron pronuncié yahoo descaradamente, en voz alta e imitando al mismo tiempo lo
mejor que supe el relincho de un caballo. Los dos quedaron visiblemente sorprendidos, y el
rucio repitió la misma palabra dos veces, como si quisiera enseñarme la pronunciación
correcta; yo la imité después lo mejor que pude, y aprecié que progresaba perceptiblemente,
aunque muy lejos todavía de todo grado de perfección. Luego el bayo me puso a prueba
con una segunda palabra mucho más dura de pronunciar, pero que reducida a la ortografía
inglesa pudiera deletrearse así: houyhnhnm. No fuí con ésta tan afortunado como con la
anterior; pero después de dos o tres ensayos más di con ella, y los dos caballos se mostraron
muy admirados de mi capacidad.
Luego de cambiar nuevos discursos, que yo calculé referirse a mí, los dos amigos se
despidieron con el mismo cumplimiento de chocar los cascos, y el rucio me hizo señas de
que marchase delante de él, lo que juzgué prudente hacer en tanto que encontraba un más
conveniente director. Se me ocurrió aflojar el paso, y él me gritó: Hhuun, hhuun; adiviné
el sentido, y dile a entender como pude que estaba cansado y no podía andar más de prisa,
con lo cual se paró un rato para dejarme descansar.
Capítulo 2
El autor, conducido por un houyhnhnm a su casa. -Descripción de la casa. -
Recibimiento al autor. -La comida de los houyhnhnms. -El autor, apurado por falta
de alimento, es socorrido al fin. -Su régimen alimenticio en este país.
Al cabo de unas tres millas de marcha llegamos a una especie de gran edificio, hecho de
troncos clavados en el suelo y atravesados encima; el techo era bajo y estaba cubierto de
paja. Empecé a sentir cierto alivio y saqué algunas chucherías de las que los viajeros suelen
llevar como regalos a los salvajes de las Indias de América y de otros puntos, con la
esperanza de que pudieran servir de acicate a las gentes de aquella casa para recibirme
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amablemente. El caballo me hizo seña de que pasara yo delante; entré en una estancia
grande con piso de arcilla lustrada y un enrejado con heno y un pesebre, que se extendían a
todo lo largo de una de las paredes. Había tres jacas y dos yeguas no comiendo, mas
algunas sentadas sobre los corvejones, lo que me produjo gran asombro. Pero lo que me
asombró más fue ver que las otras estaban dedicadas a trabajos domésticos. Su aspecto era
el de ganado corriente; sin embargo, lo que veía confirmó mi primer juicio de que un
pueblo que llegaba a civilizar hasta tal punto brutos irracionales, por fuerza había de
exceder en sabiduría a todas las naciones del mundo. El rucio entró detrás de mí y evitó así
cualquier mal trato de que los otros hubieran podido hacerme víctima. Les relinchó varias
veces con tono autoritario y fue respondido.
Más allá de esta habitación había otras tres que comprendían todo el largo de la casa, a
las cuales se pasaba por tres puertas, dispuestas una enfrente de otra, como en un
rompimiento. Atravesamos la segunda con dirección a la tercera; aquí el rucio entró
delante, haciéndome con la cabeza seña de que esperara. Aguardé en la segunda estancia y
dispuse mis presentes para el dueño y la dueña de la casa; consistían en dos cuchillos, tres
brazaletes de perlas falsas, un pequeño anteojo Y un collar le cuentas. El caballo relinchó
tres o cuatro veces, y yo esperaba oír en respuesta una voz humana; pero no advertí más
que contestaciones en el mismo dialecto, diferentes sólo en ser una o dos, algo mas agudas
y penetrantes. Comenzaba yo a pensar que aquella casa debía pertenecer a alguna persona
de mucha nota en el país, ya que tanta ceremonia había que usar antes de que se me
concediese audiencia. Pero iba más allá de mis alcances que un hombre de calidad
estuviese servido solamente por caballos. Llegué a temer que se me hubiera turbado el
juicio a fuerza de sufrimientos y desdichas; hice por serenarme y miré en torno mío por la
estancia en que me habían dejado solo. Estaba amueblada como la primera, aunque de
modo más elegante. Me froté los ojos, pero persistían los mismos objetos. Me pellizqué los
brazos y los costados para despertarme, creyendo que todo era un sueño. Por fin deduje, sin
lugar a duda, que todas aquellas apariencias no podían ser otra cosa que obra de magia y
nigromancia. Pero no tuve tiempo de llevar más adelante mis reflexiones, porque el caballo
rucio apareció en la puerta y me hizo seña de que le siguiese al tercer aposento, donde vi
una muy hermosa yegua en compañía de un potro y de una cría pequeña, sentados todos
sobre las ancas en esteras de paja no desmañadamente hechas y perfectamente limpias y
aseadas.
A poco de entrar yo, se levantó la yegua de su estera, acercóse a mí y, luego de haberme
examinado muy cuidadosamente las manos y la cara, me dirigió una mirada de desprecio;
volvióse luego al caballo y oí que entrambos repetían la palabra yahoo frecuentemente,
palabra cuyo significado no comprendía yo aún, a pesar de ser la primera que había
aprendido a pronunciar. Pero pronto quedé mejor enterado, para eterna mortificación mía;
pues el caballo, haciéndome signo con la cabeza y repitiendo la palabra hhuun, hhuun,
como había hecho en el camino, y yo comprendía significar que le acompañase, me sacó a
una especie de patio, donde se levantaba otro edificio, a alguna distancia de la casa. En él
entramos, y vi tres de aquellos detestables animales que habían sido mi primer encuentro
después de tomar tierra, comiendo raíces y carne de algunos animales: asno y perros, según
supe después, y a las veces una vaca muerta por accidente o enfermedad. Estaban atados
por el cuello a una viga con fuertes mimbres; sujetaban la comida entre las garras de las
patas delanteras y la destrozaban con los dientes.
El caballo amo mandó a una jaca alazana, que era uno de los criados, que desatase al
mayor de aquellos animales y lo sacase al patio. Nos pusieron juntos a la bestia y a mí, y
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amo y criado compararon diligentemente nuestra fisonomía, repitiendo muchas veces,
conforme lo hacían, la palabra yahoo. Es imposible pintar el horror y el asombro que sentí
cuando aprecié en aquel animal abominable una perfecta figura humana. Cierto que el
rostro era ancho y achatado, la nariz hundida, los labios gruesos y la boca grande; pero
estas diferencias son comunes a todas las naciones salvajes, donde las facciones de la cara
se desfiguran por dejar los naturales a sus hijos que se arrastren contra el suelo o por
llevarlos a la espalda con las caras aplastadas contra los hombros de la madre. Las patas
delanteras del yahoo no se diferenciaban de mis manos sino en la longitud de las uñas; la
aspereza y obscuridad de las palmas y lo peludo de los dorsos. Las mismas semejanzas con
las mismas diferencias había entre nuestros pies, cosa que yo sabía perfectamente, pero no
los caballos, a causa de mis zapatos y medias; las mismas entre todas las partes de nuestros
cuerpos, excepto por lo que toca al pelambre y el color que ya he descrito anteriormente.
Lo que parecía causar gran perplejidad a los dos caballos era ver el resto de mi cuerpo
tan diferente del de un yahoo, lo que yo tenía que agradecer a mi vestido, aunque ellos no
tuviesen del hecho la menor idea. El potro alazán me ofreció una raíz, sujetándola, según su
modo y conforme a lo descrito en el lugar oportuno, entre el casco y la cuartilla; yo la tomé
en la mano, y después de olerla se la devolví con toda la corrección que pude. Sacó de la
covacha del yahoo un trozo de carne de burro, tan maloliente que me hizo apartar la cara
con repugnancia; se la arrojó entonces al yahoo, que la devoró ansiosamente. Me presentó
luego un manojo de heno y una cerneja llena de avena; pero yo moví la cabeza en señal de
que ninguna de las dos cosas era comida propia para mí. Y muy de veras me asaltó el temor
de morirme de hambre si no acertaba a encontrar algún ser de mi misma especie, pues por
lo que hacía a aquellos inmundos yahoos, aunque por aquel tiempo había pocos amantes de
la Humanidad más ardientes que yo, confieso que no vi nunca un ser sensible tan detestable
en todos los aspectos; y durante toda mi estancia en aquel país, cuanto más me acercaba a
ellos, más aborrecibles se me hacían. Deduciéndolo así el caballo amo de mi
comportamiento, envió nuevamente al yahoo a su covacha. Luego se llevó el casco
delantero a la boca, lo cual me sorprendió mucho, aunque lo hizo fácilmente y con
movimiento que parecía perfectamente natural, e hizo asimismo otras señas encaminadas a
que yo dijese qué comería. Pero yo no podía responderle de modo que me entendiera, ni
aunque me hubiese entendido veía la posibilidad de que allá se encontrase alimento para
mí. Cuando estábamos en éstas vi pasar cerca una vaca; apunté hacia ella y expresé el deseo
de que me permitiese ir a ordeñarla. La cosa surtió su efecto, pues el caballo me llevó otra
vez a la casa y mandó a una yegua criada que abriese una pieza, donde había buen repuesto
de leche en vasijas de barro y de madera, dispuestas muy ordenada y limpiamente. La
yegua me dio un gran bol lleno, del que yo bebí con muy buena gana, y me sentí muy
restaurado.
A eso de las doce del día vi venir hacia la casa una especie de vehículo arrastrado, como
un trineo, por cuatro yahoos. Iba en él un hermoso caballo viejo, que parecía de calidad; se
apeó apoyándose en los cuartos traseros, pues un accidente le tenía herida una pata
delantera. Venía a comer con nuestro caballo, que le recibió con gran cortesía. Comieron en
la mejor estancia y tuvieron de segundo plato avena cocida con leche, que el caballo viejo
comió caliente, y los demás, en frío. Habían dispuesto los pesebres circularmente en medio
de la pieza y dividídolos en varios compartimientos, y alrededor se habían sentado sobre las
ancas en montones de paja. En el centro había un enrejado de madera lleno de heno, con
ángulos correspondientes a cada partición del pesebre; así, que cada caballo o yegua comía
de su propio heno y su propia mezcla de avena y leche, con mucha limpieza y regularidad.
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Las jacas y las crías observaban conducta muy respetuosa, y el dueño y la dueña se
deshacían en amables extremos con su huésped. El rucio me mandó que me pusiera a su
lado, y él y su amigo tuvieron larga conversación referente a mí, según pude conocer en que
el invitado me miraba con frecuencia y en la frecuente repetición de la palabra yahoo.
Se me ocurrió ponerme los guantes, lo que pareció sorprender grandemente al rucio
amo, que mostraba con señales de asombro lo que yo me había hecho en las patas
delanteras; llevó a ellas el casco tres o cuatro veces, como dándome a entender que las
volviese a su forma primitiva, lo que hice quitándome los guantes y guardándomelos en el
bolsillo. Esto determinó nueva charla, y pude apreciar que la compañía estaba contenta con
mi conducta, de lo que no tardé en tocar los buenos efectos. Me mandaron decir las pocas
palabras que sabía, y mientras comían, el amo me enseñó los nombres de la avena, la leche,
el fuego, el agua y otras cosas. Pude pronunciarlos inmediatamente detrás de él, pues desde
mi juventud tengo gran facilidad para aprender idiomas.
Cuando la comida terminó, el caballo amo me llevó aparte y con señas y palabras me dio
a comprender el cuidado con que le tenía que yo no hubiese comido nada. Avena, en su
lengua, se dice hluunh. Pronuncié esta palabra dos o tres veces; pues aunque al principio
rechacé la avena, lo pensé mejor y calculé que podría discurrir modo de hacer con ella una
especie de pan que, sumado a la leche, bastase para conservarme la vida hasta que pudiera
escapar a otro país y unirme a individuos de mi especie. El caballo ordenó inmediatamente
a una yegua blanca, criada de su propia familia, que me llevase una buena cantidad de
avena en una especie de bandeja de madera. La calenté al fuego lo mejor que pude hasta
que se desprendieron las cáscaras, que me ingenié para separar del grano; molí y majé éste
entre dos piedras, y luego, echando agua, hice una especie de pasta o torta que tosté al
fuego y comí caliente con leche. Al principio me pareció una comida muy insípida, aunque
es bastante corriente en muchos puntos de Europa; pero con el tiempo fue haciéndoseme
más tolerable; y como a menudo me había visto reducido en mi vida a alimentarme con
dificultad, no era aquélla la primera vez que experimentaba cuán poco basta para satisfacer
a la naturaleza. Y no puedo por menos de advertir que mientras estuve en aquella isla no
sufrí una hora de enfermedad. Es verdad que algunas veces logré atrapar un conejo con
lazos hechos de cabellos de yahoo, y con frecuencia cogía hierbas saludables, que hervía, o
comía como ensaladas, con mi pan. Y aun a las veces, como excepción, hacía un poco de
manteca y bebía el suero. Al principio sufría mucho por la falta de sal, pero pronto me hizo
a ella la costumbre, y estoy seguro de que el uso frecuente de la sal entre nosotros es un
efecto de la sensualidad, y se introdujo en un principio como excitante para beber, menos
cuando es preciso para la preservación de carnes en largos viajes o en sitios apartadísimos
de los grandes mercados. Porque yo no he observado en animal ninguno, salvo en el
hombre, tal afición; y por lo que a mí se refiere, cuando salí de aquel país, pasó bastante
tiempo primero que pudiese sufrir el gusto de la sal en nada de lo que comía.
Cuando fue anocheciendo, el caballo amo mando que se dispusiera un sitio para
albergarme; estaba a sólo seis yardas de la casa y separado del establo de los yahoos. Llevé
allí un poco de paja, me tapé con mis ropas y dormí profundamente. Pero al poco tiempo
me acomodé mejor, como el lector verá más adelante, al tratar circunstancialmente mi
modo de vivir.
Capítulo 3
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Aplicación del autor para aprender el idioma. -El houyhnhnm su amo le ayuda a
enseñarle. -Cómo es el lenguaje. -Varios houyhnhnms de calidad acuden, movidos
por la curiosidad, a ver al autor. -Éste hace a su amo un corto relato de su viaje.
Mi principal tarea consistía en aprender el idioma, que mi amo -pues así le llamaré de
aquí en adelante- y sus hijos y todos los criados de la casa tenían gran interés en enseñarme,
pues consideraban un prodigio que una bestia descubriese tales disposiciones de criatura
racional. Yo apuntaba a las cosas y preguntaba los nombres, que escribía en mi libro de
notas cuando estaba solo, y corregía mi mal acento pidiendo a los de la familia que los
pronunciasen a menudo. En esta ocupación se mostraba siempre solícito conmigo un potro
alazán perteneciente a la categoría de los más humildes criados.
Pronuncian, al hablar, con la nariz y con la garganta, y su lenguaje se parece más al alto
holandés o alemán que a ningún otro de los europeos que conozco, aunque es mucho más
gracioso y expresivo. El emperador Carlos V hizo casi la misma observación cuando dijo
que si tuviese que hablar a su caballo lo haría en alto holandés.
La curiosidad y la impaciencia de mi amo eran tales, que dedicaba muchas de sus horas
de ocio a instruirme. Estaba convencido, según más tarde me dijo, de que yo era un yahoo;
pero mi facilidad de aprender, mi cortesía y mi limpieza le asombraban, como cualidades
opuestas por entero a la condición de aquellos animales. Mis ropas le sumían en la mayor
perplejidad, y muchas veces se preguntaba a sí mismo si serían parte de mi cuerpo; mas yo
no me las quitaba nunca hasta que la familia se había dormido y me las ponía antes de que
se despertase por la mañana. Mi amo tenía vehementes deseos de saber de dónde procedía
yo, cómo había adquirido aquellas apariencias de razón que descubría en todas mis
acciones, y, en fin, de oir mi historia de mis propios labios, lo que él esperaba que podría
hacer pronto, gracias a mis grandes progresos en la pronunciación de sus palabras y frases.
Para ayudar a mi memoria, buscaba la equivalencia de lo que aprendía en el alfabeto inglés
y escribía las palabras con sus traducciones. Después de algún tiempo me atreví a hacer
esto en presencia de mi amo. Me costó gran trabajo explicarle lo que hacía, pues los
habitantes de aquel país no tienen la menor idea de libros ni literaturas.
Al cabo de unas diez semanas podía entender la mayor parte de las preguntas, y en tres
meses darle pasaderas respuestas. Mi amo tenía curiosidad extrema por saber de qué parte
del país había llegado y cómo me habían enseñado a imitar a un ser racional, pues se había
observado que los yahoos -a quienes veía que me asemejaba exactamente en la cabeza, las
manos y la cara, que eran lo solo visible-, que presentaban alguna apariencia de astucia y la
más decidida inclinación al mal, eran los animales más difíciles de educar. Le contesté que
había llegado, a través de los mares, de un sitio lejano, con muchos otros de mi misma
especie, en una como gran artesa, hecha de troncos de árboles; que mis compañeros me
habían forzado a desembarcar en aquella costa y luego abandonádome a mi suerte. No sin
dificultad, y ayudándome con señas, pude lograr que me entendiese. Me contestó que por
fuerza estaba equivocado, o decía la cosa que no era -pues en su idioma no tiene palabra
para expresar la mentira o la falsedad-. Sabía muy bien él que era imposible que hubiese un
país más allá del mar, así como que un grupo de animales pudiese mover una artesa de
madera sobre el mar según les viniese en gana. Tenía la seguridad de que ningún
houyhnhnm existente podría hacer tal artesa ni confiar en que yahoos lo hiciesen.
La palabra houyhnhnm, en su lengua, significa caballo, y por su etimología, la
perfección de la Naturaleza. Dije a mi amo que me encontraba en gran apuro para
expresarme; pero adelantaría lo más de prisa que pudiese, y esperaba poder decirle
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maravillas en breve plazo. Se dignó encargar a su propia yegua, sus potros, sus crías y los
criados de la casa que aprovecharan todas las ocasiones de enseñarme, y todos los días se
imponía él igual trabajo durante dos o tres horas. Varios caballos y yeguas de calidad del
vecindario venían con frecuencia a nuestra casa, atraídos por la fama de un yahoo
maravilloso que hablaba como un houyhnhnm y parecía descubrir en sus palabras y actos
ciertos destellos de razón. Se encantaban de hablar conmigo; me hacían preguntas, a las que
yo daba las respuestas que me era posible. Con circunstancias tan favorables, hice tales
progresos, que a los cinco meses de mi llegada entendía todo lo que decían y me expresaba
bastante bien.
Los houyhnhnms que acudieron a visitar a mi amo llevados de la intención de averiguar
y de hablar conmigo, apenas se determinaban a creer que yo fuese un yahoo verdadero,
porque veían cubierto mi cuerpo de manera distinta que el de los demás de mi clase. Se
asombraban de verme sin los pelos y la piel que eran naturales, salvo en la cabeza, la cara y
las manos; pero un accidente ocurrido quince días antes me había obligado a descubrir a mi
amo este secreto.
Ya he dicho al lector que por las noches, cuando la familia se había ido a la cama, era mi
costumbre desnudarme y taparme con las ropas. Ocurrió que una mañana temprano mi amo
envió a buscarme al potro alazán que era su ayuda de cámara; cuando entró, yo dormía
profundamente, con las ropas caídas por un lado y la camisa más arriba de la cintura. Me
desperté al ruido que produjo y observé que me daba el recado con alguna turbación,
después de lo cual se volvió con mi amo, a quien, con gran susto, dio confusa cuenta de lo
que había visto. Así lo comprendí, pues al acudir tan pronto como estuve vestido a ponerme
al servicio de su señoría, me preguntó qué significaba lo que su criado acababa de decirle, y
añadió que yo no era cuando dormía la misma cosa que parecía en las demás ocasiones, y
que su ayuda de cámara le aseguraba que yo era en parte blanco, en parte amarillo, o al
menos no tan blanco, y en parte moreno.
Hasta entonces yo había guardado el secreto de mi vestido para distinguirme todo lo
posible de la maldita raza de los yahoos; pero en adelante era inútil querer hacerlo.
Además, pensaba yo que mis zapatos y mis ropas, que estaban ya en mediano uso,
quedarían pronto inservibles y tendrían que ser substituídos por algún invento a base de piel
de yahoo o de otros animales, por donde el secreto vendría a ser conocido. Dije a mi amo,
en consecuencia, que, en el país de donde yo procedía, los de mi especie llevaban siempre
cubierto el cuerpo con el pelo de ciertos animales, preparado con arreglo a determinado
arte, así por decencia como por guardarse de las inclemencias del aire caliente o frío, de lo
cual podría convencerle inmediatamente por lo que a mí tocaba si tenía a bien mandármelo.
Con esto, me desabotoné la casaca y me la quité. Lo mismo hice con el chaleco, y también
con los zapatos, las medias y los calzones.
Mi amo observó toda la acción con muestras de gran curiosidad y asombro. Tomó todas
mis prendas, una por una, en la cuartilla, y las examinó muy diligente. Me tentó el cuerpo
con gran dulzura y me miró todo alrededor varias veces, después de lo cual dijo que estaba
claro que yo era un yahoo perfecto, pero que me diferenciaba mucho del resto de la especie
en la suavidad y blancura de la piel, la falta de pelo en varias partes del cuerpo, la forma y
cortedad de mis garras traseras y delanteras y mi empeño en andar siempre sobre las patas
de atrás. No quiso ver más, y me dio licencia para volver a vestirme, pues ya estaba yo
tiritando de frío.
Le expresé el disgusto que me causaba oírle designarme tan a menudo con el nombre de
yahoo, repugnante animal, por el que sentía el odio y el desprecio más absolutos. Le
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supliqué que se abstuviera de aplicarme aquella palabra y diese la misma orden a su familia
y a los amigos a quienes permitía visitarme. Igualmente le encarecí qué guardase para sí y
no comunicase a nadie más el secreto de llevar yo tapado el cuerpo con una cubierta
postiza, al menos mientras me durasen las ropas que tenía; pues en cuanto al potro alazán,
su ayuda de cámara, podía su señoría ordenarle que no descubriera lo que había visto.
Mi amo consintió en todo muy graciosamente, y así el secreto se mantuvo hasta que
comenzaron a inutilizarse mis ropas, las cuales hube de substituir con invenciones diversas
de que más tarde hablaré. Mientras esto sucedía, mi amo me excitaba a que siguiera
aprendiendo el idioma a toda prisa, pues estaba más asombrado de ver mi capacidad para el
habla y el razonamiento que no la figura de mi cuerpo, estuviese cubierto o no, añadiendo
que esperaba con bastante impaciencia oír las maravillas que le había ofrecido contarle.
En adelante duplicó el trabajo que se tomaba para instruirme; me hacía estar presente en
todas las reuniones, y exigía que los reunidos me tratasen con amabilidad; pues, según les
dijo privadamente, eso me pondría de buen humor y me haría aún más divertido.
Todos los días, cuando yo le visitaba, además de las molestias que se tomaba para
enseñarme, me hacía varias preguntas referentes a mi persona, a las cuales contestaba yo lo
mejor que sabía, y gracias a esto tenía ya algunas ideas generales, aunque muy imperfectas.
Sería cansado exponer por qué pasos llegué a mantener una conversación más regular;
baste saber que la primera referencia de mí que pude dar con algún orden y extensión vino
a ser como sigue:
Dije que había llegado de un muy lejano país, como ya había intentado decirle, con unos
cincuenta de mi misma especie; que viajábamos sobre los mares en un gran cacharro hueco
hecho de madera y mayor que la casa de su señoría; y aquí le describí el barco en los
términos más precisos que pude, y le expliqué, ayudándome con el pañuelo extendido,
cómo el viento le hacía andar. Continué que, a consecuencia de una riña que habíamos
tenido, me desembarcaron en aquella costa, por donde avancé, sin saber hacia dónde, hasta
que él vino a librarme de la persecución de aquellos execrables yahoos. Me preguntó quién
había hecho el barco y como era posible que los houyhnhnms de mi país encomendaran su
manejo a animales. Mi respuesta fue que no me aventuraría a seguir adelante en mi relación
si antes no me daba palabra de honor de que no se ofendería, y en este caso le contaría las
maravillas que tantas veces le había prometido. Consintió, y yo continué, asegurándole que
el barco lo habían hecho seres como yo, los cuales, en todos los países que había recorrido,
eran los únicos animales racionales y dominadores, y que al llegar a la tierra en que nos
hallábamos me había asombrado tanto que los houyhnhnms se condujesen como seres
racionales cuanto podría haberles asombrado a él y a sus amigos descubrir señales de razón
en una criatura que ellos tenían a bien llamar un yahoo; animal éste al que me reconocía
parecido en todas mis partes, pero de cuya naturaleza degenerada y brutal no sabía hallar
explicación. Añadí que si la buena fortuna era servida de restituirme alguna vez a mi país
natal, y en él relatar mis viajes, como tenía resuelto hacer, todo el mundo creería que decía
la cosa que no era, que me sacaba del magín la historia; pues, con todos los respetos para él,
su familia y sus amigos, y bajo la promesa de que no se ofendería, en nuestra nación
difícilmente creería nadie en la existencia de un país donde el houyhnhnm fuera el ser
superior y el yahoo la bestia.
Capítulo 4
Jonathan Swift: Viajes de Gulliver
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La noción de los houyhnhnms acerca de la mentira. -El discurso del autor,
desaprobado por su amo. -El autor da una más detallada cuenta de sí mismo y de
los incidentes de su viaje.
Me oyó mi amo con grandes muestras de inquietud en el semblante, pues dudar o no
creer son cosas tan poco conocidas en aquel país, que los habitantes no saben cómo
conducirse en tales circunstancias. Y recuerdo que en frecuentes conversaciones que tuve
con mi amo respecto de la naturaleza humana en otras partes del mundo, como se me
ofreciese hablar de la mentira y el falso testimonio, no comprendió sino con gran dificultad
lo que quería decirle, aunque fuera de esto mostraba grandísima agudeza de juicio. Me
argüía que si el uso de la palabra tenía por fin hacer que nos comprendiésemos unos a otros,
este fin fracasaba desde el instante en que alguno decía la cosa que no era; porque entonces
ya no podía decir que nadie le comprendiese, y estaba tanto más lejos de quedar informado,
cuanto que le dejaba peor que en la ignorancia, ya que le llevaba a creer que una cosa era
negra cuando era blanca, o larga cuando era corta. Éstas eran todas las nociones que tenía
acerca de la facultad de mentir, tan perfectamente bien comprendida y tan universalmente
practicada entre los humanos.
Pero dejemos esta digresión. Cuando aseguré a mi amo que los yahoos eran los únicos
animales dominadores de mi país -lo que declaró que iba más allá de su comprensión-,
quiso saber si había houyhnhnms entre nosotros y a qué se dedicaban. Díjele que los
teníamos en gran número y que en verano pacían en los campos y en invierno se los
mantenía con heno y avena, encerrados en casas donde sirvientes yahoos se dedicaban a
lustrarles la piel, peinarles las crines, limpiarles las patas, darles la comida y hacerles la
cama.
«Te comprendo perfectamente -dijo mi amo-; y de todo lo que has hablado se desprende
con toda claridad que, cualquiera que sea el grado de razón que los yahoos se atribuyen, los
houyhnhnms son vuestros amos. Bien quisiera yo que nuestros yahoos fuesen tan
tratables.»
Rogué a su señoría que se dignase excusarme de continuar, porque estaba cierto de que
los informes que esperaba de mí habían de serle sumamente desagradables. Pero él insistió
en exigirme que le enterase de todo, bueno y malo, y yo le dije que sería obedecido.
Reconocí que nuestros houyhnhnms, que nosotros llamábamos caballos, eran los más
generosos y bellos animales que teníamos, y que se distinguían por su fuerza y su ligereza;
y cuando pertenecían a personas de calidad que los empleaban parA
viajar, correr en
concursos o arrastrar carruajes, eran tratados con gran regalo y atención, hasta que
contraían alguna enfermedad o se despeaban. Llegado este caso, eran vendidos y dedicados
a las más ingratas faenas hasta su muerte, y después de ella se les arrancaba la piel, que era
vendida para varios usos, y se dejaba el cuerpo para que lo devorasen perros y aves de
rapiña. Mas los caballos de raza corriente no tenían tan buena fortuna, pues estaban en
manos de labradores y carreteros, que les hacían trabajar más y les daban de comer peor.
Describí lo mejor que pude cómo montamos a caballo, la forma y el uso de la brida, la silla,
la espuela y el látigo, el arnés y las ruedas. Añadí que les fijábamos planchas de cierta
materia dura, llamada hierro, en los extremos de las patas, para evitar que se les rompiesen
los cascos contra los caminos empedrados, por donde caminábamos con frecuencia.
Mi amo, después de algunas expresiones de gran indignación, se asombró de que nos
arriesgásemos a subirnos en el lomo de un houyhnhnm, pues estaba seguro de que el más
débil criado de su casa era capaz de sacudirse al yahoo más fuerte, o de aplastarle
Jonathan Swift: Viajes de Gulliver
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echándose al suelo y revolcándose sobre el lomo. Le contesté que nuestros caballos eran
amaestrados desde que tenían tres o cuatro años según el uso a que se destinaba a cada cual;
que si alguno resultaba extremadamente indócil, se le dedicaba al tiro; que se les pegaba
duramente cuando eran jóvenes, por cualquier travesura, y que, indudablemente, eran
sensibles a la recompensa y al castigo. Pero su señoría se sirvió considerar que tales
houyhnhnms no tenían el menor rastro de entendimiento, ni más ni menos que los yahoos
de su país.
Me costó recurrir a numerosas circunlocuciones el dar a mi amo idea exacta de lo que
decía, pues su idioma no es abundante en variedad de palabras, porque las necesidades y
pasiones de ellos son menos que las nuestras. Pero es imposible pintar su noble
resentimiento por el trato salvaje que dábamos a la raza houyhnhnm. Dijo que si era posible
que hubiese un país donde solamente los yahoos estuvieran dotados de razón, sin duda
deberían ser el animal dominador, porque, a la larga, siempre la razón prevalecerá sobre la
fuerza bruta. Pero considerando la hechura de nuestro cuerpo, y particularmente del mío,
pensaba que no existía un ser de parecida corpulencia tan mal conformado para emplear el
tal raciocinio en los fines corrientes de la vida; por lo cual me preguntó si aquellos entre
quienes yo vivía se parecían a mí o a los yahoos de su tierra. Le aseguré que yo estaba
formado como la mayor parte de los de mi edad, pero que los jóvenes y las hembras eran
mucho más tiernos y delicados, y la piel de las últimas tan blanca como la leche, por regla
general. Díjome que, sin duda, yo me diferenciaba de los otros yahoos en ser mucho más
limpio y no tan extremadamente feo; pero en punto a ventajas positivas, pensaba que las
diferencias iban en perjuicio mío. Ni las uñas de las patas delanteras ni las de las traseras
me servían para nada. En cuanto a las patas delanteras, no podía darles en realidad tal
nombre, ya que nunca había visto que anduviese con ellas; eran demasiado blandas para
apoyarse en el suelo; generalmente las llevaba descubiertas, y las cubiertas que a veces les
ponía no eran de la misma forma ni resistencia que las que llevaba en las patas de atrás. No
podía marchar con seguridad, pues si se me escurría una de las patas traseras daría en tierra
con mi cuerpo inevitablemente. Comenzó luego a poner faltas a otras partes de mi cuerpo:
lo plano de mi cara, lo prominente de mi nariz, la colocación delantera de mis ojos, de
modo que no podía mirar a los lados sin volver la cabeza, que no podía comer sin levantar
hasta la boca una de las patas delanteras, remos éstos que la Naturaleza me había dado, por
consiguiente, respondiendo a tal necesidad. No sabía para qué podrían servirme aquellas
rajas y divisiones de las patas de delante; éstas eran demasiado blandas para soportar la
dureza y los filos de las piedras sin una cubierta hecha de la piel de algún otro animal; todo
mi cuerpo necesitaba contra el calor y el frío una defensa, que tenía que ponerme y
quitarme todos los días, con el fastidio y la molestia consiguientes. Y, por último, él había
observado que en su país todos los animales aborrecían naturalmente a los yahoos, que eran
evitados por los más débiles, y apartados por los más fuertes; así que, aun suponiendo que
estuviésemos dotados de razón, no podía comprender cómo era posible curar esa natural
antipatía que todos los seres demostraban por nosotros, ni, por lo tanto, cómo podíamos
amansarlos y servirnos de ellos. No obstante, dijo que no discutiría más la cuestión, porque
tenía los mayores deseos de conocer mi historia, en qué país había nacido y los diversos
actos y acontecimientos de mi vida hasta que había llegado allí.
Le aseguré que tendría grandísimo gusto en darle en todos los puntos entera satisfacción;
pero dudaba mucho de que me fuese posible explicarme en algunas materias de que su
señoría no tenía seguramente la más pequeña idea, pues no veía yo en su país con qué poder
compararlas. Sin embargo, haría cuanto estuviese en mi mano y me esforzaría por
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expresarme con símiles, y le suplicaba humildemente su ayuda para cuando me faltase la
palabra propia, asistencia que se dignó prometerme.
Le dije que había nacido de padres honrados, en una isla llamada Inglaterra, muy
apartada de su país, a tantas jornadas como el criado más robusto de su señoría pudiese
hacer durante el curso anual del sol. Que me hicieron cirujano, oficio que consistía en curar
heridas y daños del cuerpo recibidos por azar o por violencia. Que mi país estaba
gobernado por una hembra del hombre, llamada reina. Que yo salí de él para obtener
riquezas con que mantenerme y mantener a mi familia cuando regresara. Que en mi último
viaje yo era capitán del barco y llevaba cincuenta yahoos a mis órdenes, muchos de los
cuales murieron en el mar, por lo que tuve que substituirlos con otros recogidos en
diferentes naciones. Que nuestro barco estuvo dos veces en riesgo de irse a pique: la
primera, a causa de una tempestad, y la segunda, por haber embestido contra una roca. Al
llegar aquí me interrumpió mi amo preguntándome cómo había podido persuadir a
extranjeros de otras naciones a aventurarse conmigo, después de las pérdidas que ya había
sufrido y los peligros en que me había encontrado. Le dije que eran gentes de suerte
desesperada, forzada a huir de los lugares en que habían nacido a causa de su pobreza o de
sus crímenes. Unos estaban arruinados por pleitos; a otros fuéseles cuanto tenían tras la
bebida, el lupanar y el juego; otros escapaban por traición; muchos, por asesinato, hurto,
envenenamiento, robo, perjurio, falsedad, acuñación de moneda falsa, prófugos de su
bandera o desertores al campo enemigo, y la mayor parte habían quebrantado prisión.
Ninguno de los tales se atrevía a volver a su país natal por miedo de morir ahorcado o de
hambre en una cárcel; y de consiguiente, se veían en la necesidad de buscar medio de vida
en otros sitios.
Durante este discurso mi amo se dignó interrumpirme varias veces. Había yo empleado
muchas circunlocuciones para pintarle la naturaleza de los diferentes crímenes que habían
forzado o, la mayor parte de los que formaban la tripulación a huir de su país. Consumí en
esta tarea varios días de conversación, primero que pudiese comprenderme. No le cabía en
la cabeza cuál podría ser la conveniencia o la necesidad de practicar aquellos vicios, lo que
yo intenté aclararle dándole alguna idea de los deseos de pobres y ricos, de los efectos
terribles de la lujuria, la intemperancia, la maldad y la envidia. Tuve que definirlo y
describirlo todo poniendo ejemplos y haciendo suposiciones; después de lo cual, como si su
imaginación hubiera recibido el choque de algo jamás visto ni oído, alzó los ojos con
asombro e indignación. El poder, el gobierno, la guerra, la ley, el castigo y mil cosas más
no tenían en aquel idioma palabra que los expresara, por lo que encontré dificultades casi
insuperables para dar a mi amo idea de lo que quería decirle. Pero como tenía excelente
entendimiento, desarrollado por la observación y la plática, llegó, por fin, a un
conocimiento suficiente de lo que es capaz de hacer la naturaleza humana en las partes del
mundo que habitamos nosotros, y me pidió que le diese cuenta en particular de esa tierra
que llamamos Europa, y especialmente de mi país.
Capítulo 5
El autor, obedeciendo órdenes de su amo, informa a éste del estado de Inglaterra.
-Las causas de guerra entre los príncipes de Europa. -El autor comienza a
exponer la Constitución inglesa.
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Me permito advertir al lector que el siguiente extracto de muchas conversaciones que
con mi amo sostuve contiene un sumario de los extremos de más consecuencia, sobre los
cuales discurrimos en varias veces durante el transcurso de más de dos años, pues su
señoría me iba pidiendo nuevas explicaciones conforme yo iba progresando en la lengua
houyhnhnm. Le expuse lo mejor que pude el completo estado de Europa; diserté sobre
comercio e industria, sobre artes y ciencias; y las respuestas que yo daba a todas sus
preguntas sobre las diversas materias venían a ser un fondo inagotable de conversación.
Pero sólo voy a trasladar la substancia de lo que tratamos respecto de mi país, ordenándolo
como pueda, sin atención al tiempo ni a otras circunstancias, con tal de no apartarme un
punto de la verdad. Mi único temor es que no sé si podré hacer justicia a los argumentos y
expresiones de mi amo, los cuales habrán de resentirse necesariamente de mi falta de
capacidad, así como de la traducción a nuestro bárbaro inglés.
Obedeciendo los mandatos de su señoría, le relaté la revolución bajo el reinado del
príncipe de Orange; la larga guerra con Francia a que dicho príncipe se lanzó, y que fue
renovada por su sucesora, la actual reina, y en la cual, que todavía continuaba, aparecían
comprometidas las más grandes potencias de la cristiandad. A instancia suya, calculé que
en el curso de ella habrían muerto como medio millón de yahoos, y tal vez sido tomadas un
ciento o más de ciudades e incendiados o hundidos barcos por cinco veces ese número.
Me preguntó cuáles eran las causas o motivos que generalmente conducían a un país a
guerrear con otro. Le contesté que eran innumerables y que iba a mencionarle solamente
algunas de las más importantes. Unas veces, la ambición de príncipes que nunca creen tener
bastantes tierras y gentes sobre que mandar; otras, la corrupción de ministros que
comprometen a su señor en una guerra para ahogar o desviar el clamor de los súbditos
contra su mala administración. La diferencia de opiniones ha costado muchos miles de
vidas. Por ejemplo: si la carne era pan o el pan carne; si el jugo de cierto grano era sangre o
vino; si silbar era un vicio o una virtud; si era mejor besar un poste o arrojarlo al fuego; qué
color era mejor para una chaqueta, si negro, blanco, rojo o gris, y si debía ser larga o corta,
ancha o estrecha, sucia o limpia, con otras muchas cosas más. Y no ha habido guerras tan
sangrientas y furiosas, ni que se prolongasen tanto tiempo, como las ocasionadas por
diferencias de opinión, en particular si era sobre cosas indiferentes.
A veces la contienda entre dos príncipes es para decidir cuál de ellos despojará a un
tercero de sus dominios, sobre los cuales ninguno de los dos exhibe derecho ninguno. A
veces un príncipe riñe con otro por miedo de que el otro riña con él. A veces se entra en una
guerra porque el enemigo es demasiado fuerte, y a veces porque es demasiado débil. A
veces nuestros vecinos carecen de las cosas que tenemos nosotros o tienen las cosas de que
nosotros carecemos, y contendemos hasta que ellos se llevan las nuestras o nos dan las
suyas. Es causa muy justificable para una guerra el propósito de invadir un país cuyos
habitantes acaban de ser diezmados por el hambre, o destruídos por la peste, o desunidos
por las banderías. Es justificable mover guerra a nuestro más íntimo aliado cuando una de
sus ciudades está enclavada en punto conveniente para nosotros, o una región o territorio
suyo haría nuestros dominios más redondos y completos. Si un príncipe envía fuerzas a una
nación donde las gentes son pobres e ignorantes, puede legítimamente matar a la mitad de
ellas y esclavizar a las restantes para civilizarlas y redimirlas de su bárbaro sistema de vida.
Es muy regia, honorable y frecuente práctica cuando un príncipe pide la asistencia de otro
para defenderse de una invasión, que el favorecedor, cuando ha expulsado a los invasores,
se apodere de los dominios por su cuenta, y mate, encarcele o destierre al príncipe a quien
fue a remediar. Los vínculos de sangre o matrimoniales son una frecuente causa de guerra
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entre príncipes, y cuanto más próximo es el parentesco, más firme es la disposición para
reñir. Las naciones pobres están hambrientas, y las naciones ricas son orgullosas, y el
orgullo y el hambre estarán en discordia siempre. Por estas razones, el oficio de soldado se
considera como el más honroso de todos; pues un soldado es un yahoo asalariado para
matar a sangre fría, en el mayor número que le sea posible, individuos de su propia especie
que no le han ofendido nunca.
Asimismo existe en Europa una clase de miserables príncipes, incapaces de hacer la
guerra por su cuenta, que alquilan sus tropas a naciones más ricas por un tanto al día cada
hombre; de esto guardan para sí los tres cuartos y sacan la parte mejor de su sustento. Tales
son los príncipes de Alemania y otras regiones del norte de Europa.
«Lo que me has contado -dijo mi amo- sobre la cuestión de las guerras, sin duda revela
muy admirablemente los efectos de esa razón que os atribuís; sin embargo, es fortuna que
resulte mayor la vergüenza que el peligro, ya que la Naturaleza os ha hecho incapaces de
causar gran daño. Con vuestras bocas, al nivel mismo de la cara, no podéis morderos uno a
otro con resultado, a menos que os dejéis; y en cuanto a las garras de las patas delanteras y
traseras, son tan cortas y blandas, que uno sólo de nuestros yahoos se llevaría por delante a
una docena de los vuestros. Por lo tanto, no puedo por menos de pensar que al referirte al
número de los muertos en batalla has dicho la cosa que no es.»
No pude contener un movimiento de cabeza y una ligera sonrisa ante su ignorancia. Y,
como no me era ajeno el arte de la guerra, le hablé de cañones, culebrinas, mosquetes,
carabinas, pistolas, balas, pólvoras, espadas, bayonetas, batallas, sitios, retiradas, ataques,
minas, contraminas, bombardeos, combates navales, buques hundidos con un millar de
hombres, veinte mil muertos de cada parte, gemidos de moribundos, miembros volando por
el aire, humo, ruido, confusión, muertes por aplastamiento bajo las patas de los caballos,
huidas, persecución, victoria, campos cubiertos de cadáveres que sirven de alimento a
perros, lobos y aves de rapiña; pillajes, despojos, estupros, incendios y destrucciones. Y
para enaltecer el valor de mis queridos compatriotas, le aseguré que yo les había visto volar
cien enemigos de una vez en un sitio y otros tantos en un buque, y había contemplado cómo
caían de las nubes hechos trizas los cuerpos muertos, con gran diversión de los
espectadores.
Iba a pasar a nuevos detalles, cuando mi amo me ordenó silencio. Díjome que cualquiera
que conociese el natural de los yahoos podía fácilmente creer posible en un animal tan vil
todas las acciones a que yo me había referido, si su fuerza y su astucia igualaran a su
maldad. Pero advertía que mi discurso, al tiempo que aumentaba su aborrecimiento por la
especie entera, había llevado a su inteligencia una confusión que hasta allí le era
desconocida totalmente. Pensaba que sus oídos, hechos a tan abominables palabras,
pudieran, por grados, recibirlas con menos execración. Añadió que, aunque él odiaba a los
yahoos de su país, nunca los había culpado de sus detestables cualidades de modo distinto
que culpaba a una gnnayh (ave de rapiña) de su crueldad, o a una piedra afilada de cortarle
el casco; pero cuando un ser que se atribuía razón se sentía capaz de tales enormidades, le
asaltaba el temor de que la corrupción de esta facultad fuese peor que la brutalidad misma.
Con todo, confiaba en que no era razón lo que poseíamos, sino solamente alguna cierta
cualidad apropiada para aumentar nuestros defectos naturales; de igual modo que en un río
de agitada corriente se refleja la imagen de un cuerpo disforme, no sólo mayor, sino
también mucho más desfigurada.
Añadió que ya había oído hablar demasiado de guerras tanto en aquella como en
anteriores pláticas, y había otro extremo que le tenía en la actualidad un poco perplejo. Le
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había yo dicho que algunos hombres de nuestra tripulación habían salido de su país a causa
de haberles arruinado la ley, palabra ésta cuyo significado le había explicado ya; pero no
podía comprender cómo era posible que la ley, creada para la protección de todos los
hombres, pudiera ser la ruina de ninguno. Por consiguiente, me rogaba que le enterase
mejor de lo que quería decirle cuando le hablaba de ley y de los dispensadores de ella, con
arreglo a la práctica de mi país, porque él suponía que la Naturaleza y la razón eran guías
suficientes para indicar a un animal razonable, como nosotros imaginábamos ser, qué debía
hacer y qué debía evitar.
Aseguré a su señoría que la ley no era ciencia en que yo fuese muy perito, pues no había
ido más allá de emplear abogados inútilmente con ocasión de algunas injusticias que se me
habían hecho; sin embargo, le informaría hasta donde mis alcances llegaran.
Díjele que entre nosotros existía una sociedad de hombres educados desde su juventud
en el arte de probar con palabras multiplicadas al efecto que lo blanco es negro y lo negro
es blanco, según para lo que se les paga. «El resto de las gentes son esclavas de esta
sociedad. Por ejemplo: si mi vecino quiere mi vaca, asalaria un abogado que pruebe que
debe quitarme la vaca. Entonces yo tengo que asalariar otro para que defienda mi derecho,
pues va contra todas las reglas de la ley que se permita a nadie hablar por si mismo. Ahora
bien; en este caso, yo, que soy el propietario legítimo, tengo dos desventajas. La primera es
que, como mi abogado se ha ejercitado casi desde su cuna en defender la falsedad, cuando
quiere abogar por la justicia -oficio que no le es natural- lo hace siempre con gran torpeza,
si no con mala fe. La segunda desventaja es que mi abogado debe proceder con gran
precaución, pues de otro modo le reprenderán los jueces y le aborrecerán sus colegas, como
a quien degrada el ejercicio de la ley. No tengo, pues, sino dos medios para defender mi
vaca. El primero es ganarme al abogado de mi adversario con un estipendio doble, que le
haga traicionar a su cliente insinuando que la justicia está de su parte. El segundo
procedimiento es que mi abogado dé a mi causa tanta apariencia de injusticia como le sea
posible, reconociendo que la vaca pertenece a mi adversario; y esto, si se hace
diestramente, conquistará sin duda, el favor del tribunal. Ahora debe saber su señoría que
estos jueces son las personas designadas para decidir en todos los litigios sobre propiedad,
así como para entender en todas las acusaciones contra criminales, y que se los saca de
entre los abogados más hábiles cuando se han hecho viejos o perezosos; y como durante
toda su vida se han inclinado en contra de la verdad y de la equidad, es para ellos tan
necesario favorecer el fraude, el perjurio y la vejación, que yo he sabido de varios que
prefirieron rechazar un pingüe soborno de la parte a que asistía la justicia a injuriar a la
Facultad haciendo cosa impropia de la naturaleza de su oficio.
»Es máxima entre estos abogados que cualquier cosa que se haya hecho ya antes puede
volver a hacerse legalmente, y, por lo tanto, tienen cuidado especial en guardar memoria de
todas las determinaciones anteriormente tomadas contra la justicia común y contra la razón
corriente de la Humanidad. Las exhiben, bajo el nombre de precedentes, como autoridades
para justificar las opiniones más inicuas, y los jueces no dejan nunca de fallar de
conformidad con ellas.
»Cuando defienden una causa evitan diligentemente todo lo que sea entrar en los
fundamentos de ella; pero se detienen, alborotadores, violentos y fatigosos, sobre todas las
circunstancias que no hacen al caso. En el antes mencionado, por ejemplo, no procurarán
nunca averiguar qué derechos o títulos tiene mi adversario sobre mi vaca; pero discutirán si
dicha vaca es colorada o negra, si tiene los cuernos largos o cortos, si el campo donde la
llevo a pastar es redondo o cuadrado, si se la ordeña dentro o fuera de casa, a qué
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enfermedades está sujeta y otros puntos análogos. Después de lo cual consultarán
precedentes, aplazarán la causa una vez y otra, y a los diez, o los veinte, o los treinta años,
se llegará a la conclusión.
»Asimismo debe consignarse que esta sociedad tiene una jerigonza y jerga particular
para su uso, que ninguno de los demás mortales puede entender, y en la cual están escritas
todas las leyes, que los abogados se cuidan muy especialmente de multiplicar. Con lo que
han conseguido confundir totalmente la esencia misma de la verdad y la mentira, la razón y
la sinrazón, de tal modo que se tardará treinta años en decidir si el campo que me han
dejado mis antecesores de seis generaciones me pertenece a mí o pertenece a un extraño
que está a trescientas millas de distancia.
»En los procesos de personas acusadas de crímenes contra el Estado, el método es
mucho más corto y recomendable: el juez manda primero a sondear la disposición de
quienes disfrutan el poder, y luego puede con toda comodidad ahorcar o absolver al
criminal, cumpliendo rigurosamente todas las debidas formas legales.»
Aquí mi amo interrumpió diciendo que era una lástima que seres dotados de tan
prodigiosas habilidades de entendimiento como estos abogados habían de ser, según el
retrato que yo de ellos hacía, no se dedicasen más bien a instruir a los demás en sabiduría y
ciencia. En respuesta a lo cual aseguré a su señoría que en todas las materias ajenas a su
oficio eran ordinariamente el linaje más ignorante y estúpido; los más despreciables en las
conversaciones corrientes, enemigos declarados de la ciencia y el estudio e inducidos a
pervertir la razón general de la Humanidad en todos los sujetos de razonamiento, igual que
en los que caen dentro de su profesión.
Capítulo 6
Continuación del estado de Inglaterra. -Carácter de un primer ministro de Estado
en las Cortes europeas.
Mi amo seguía sin explicarse de ningún modo qué motivos podían excitar a esta raza de
abogados a atormentarse, inquietarse, molestarse y constituirse en una confederación de
injusticia sencillamente con el propósito de hacer mala obra a sus compañeros de especie; y
tampoco entendía lo que yo quería decirle cuando le hablaba de que lo hacían por salario.
Me vi y me deseé para explicarle el uso de la moneda, las materias de que se hace y el valor
de los metales; que cuando un yahoo lograba reunir buen repuesto de esta materia preciosa
podía comprar lo que le viniera en gana, los más lindos vestidos, las casas mejores, grandes
extensiones de tierra, las viandas y bebidas más costosas, y podía elegir las hembras más
bellas. En consecuencia, como sólo con dinero podían lograrse estos prodigios, nuestros
yahoos creían no tener nunca bastante para gastar o para guardar, según que una propensión
natural en ellos los inclinase al despilfarro o a la avaricia. Le expliqué que los ricos
gozaban el fruto del trabajo de los pobres, y los últimos eran como mil a uno en proporción
a los primeros, y que la gran mayoría de nuestras gentes se veían obligadas a vivir de
manera miserable, trabajando todos los días por pequeños salarios para que unos pocos
viviesen en la opulencia. Me extendí en estos y otros muchos detalles encaminados al
mismo fin; pero su señoría seguía sin entenderme, pues partía del supuesto de que todos los
animales tienen derecho a los productos de la tierra, y mucho más aquellos que dominan
sobre todos los otros. De consiguiente, me pidió que le diese a conocer cuáles eran aquellas
costosas viandas y cómo se nos ocurría desearlas a ninguno. Le enumeré cuantas se me
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vinieron a la memoria, con los diversos métodos para aderezarlas, cosa ésta que no podía
hacerse sin enviar embarcaciones por mar a todas las partes de la tierra, así como para
buscar licores que beber y salsas y otros innumerables ingredientes. Le aseguré que había
que dar tres vueltas por lo menos a toda la redondez del mundo para que uno de nuestros
yahoos hembras escogidos pudiese tomar el desayuno o tener una taza en que verterlo.
Díjome que había de ser aquél un país bien pobre cuando no producía alimento para sus
habitantes; pero lo que le asombraba principalmente era que en aquellas vastas extensiones
de terreno que yo pintaba faltase tan por completo el agua dulce, que la gente tuviese
precisión de ir a buscar que beber más allá del mar. Le repliqué que Inglaterra -el lugar
amado en que yo había nacido- se calculaba que producía tres veces la cantidad de alimento
que podrían consumir sus habitantes, así como licores extraídos de semillas o sacados, por
presión, de los frutos de ciertos árboles, que son excelentes bebidas, y que la misma
proporción existe por lo que hace a las demás necesidades de la vida. Mas para alimentar la
lascivia y la intemperancia de los machos y la vanidad de las hembras, enviábamos a otros
países la mayor parte de nuestras cosas precisas, y recibíamos a cambio los elementos de
enfermedades, extravagancias y vicios para consumirlos nosotros. De aquí se sigue
necesariamente que nuestras gentes, en gran numero, se ven empujadas a buscar su medio
de vida en la mendicidad, el robo, la estafa, el fraude, el perjurio, la adulación, el soborno,
la falsificación, el juego, la mentira, la bajeza, la baladronada, el voto, el garrapateo, la vista
gorda, el envenenamiento, la hipocresía, el libelo, el filosofismo y otras ocupaciones
análogas; términos todos éstos que me costó grandes trabajos hacerle comprender.
Añadí que el vino no lo importábamos de países extranjeros para suplir la falta de agua y
otras bebidas, sino porque era una clase de licor que nos ponía alegres por el sistema de
hacernos perder el juicio; divertía los pensamientos melancólicos, engendraba en nuestro
cerebro disparatadas y extravagantes ideas, realzaba nuestras esperanzas y desterraba
nuestros temores; durante algún tiempo suspendía todas las funciones de la razón y nos
privaba del uso de nuestros miembros, hasta que caíamos en un sueño profundo. Aunque
debía reconocerse que nos despertábamos siempre indispuestos y abatidos y que el uso de
este licor nos llenaba de enfermedades que nos hacían la vida desagradable y corta.
«Pero además de todo esto -agregué-, la mayoría de las personas se mantienen en
nuestra tierra satisfaciendo las necesidades o los caprichos de los ricos y viendo los suyos
satisfechos mutuamente. Por ejemplo: cuando yo estoy en mi casa y vestido como tengo
que estar, llevo sobre mi cuerpo el trabajo de cien menestrales; la edificación y el moblaje
de mi casa suponen el empleo de otros tantos, y cinco veces ese número el adorno de mi
mujer.»
En varias ocasiones había contado a su señoría que muchos hombres de mi tripulación
habían muerto de enfermedad, y así, pasé a hablarle de otra clase de gente que gana su vida
asistiendo a los enfermos. Pero aquí sí que tropecé con las mayores dificultades para
llevarle a comprender lo que decía. Él podía concebir fácilmente que un houyhnhnm se
sintiera débil y pesado unos días antes de morir, o que, por un accidente, se rompiese un
miembro; pero que la Naturaleza, que lo hace todo a la perfección, consintiese que en
nuestros cuerpos se produjera dolor ninguno, le parecía de todo punto imposible, y quería
saber la causa de mal tan inexplicable. Yo le dije que nos alimentábamos con mil cosas que
operaban opuestamente; que comíamos sin tener hambre y bebíamos sin que nos excitara la
sed; que pasábamos noches enteras bebiendo licores fuertes, sin comer un bocado, lo que
nos disponía a la pereza, nos inflamaba el cuerpo y precipitaba o retardaba la digestión.
Añadí que no acabaríamos nunca si fuese a darle un catálogo de todas las enfermedades a
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que está sujeto el cuerpo humano, pues no serían menos de quinientas o seiscientas,
repartidas por todos los miembros y articulaciones; en suma: cada parte externa o interna
tenía sus enfermedades propias. Para remediarlas existía entre nosotros una clase de gentes
instruidas en la profesión o en la pretensión de curar a los enfermos. Y como yo era
bastante entendido en el oficio, por gratitud hacia su señoría iba a darle a conocer todo el
misterio y el método con que procedíamos. Pero además de las enfermedades verdaderas
estamos sujetos a muchas que son nada más que imaginarias, y para las cuales los médicos
han inventado curas imaginarias también. Las tales tienen sus diversos nombres, así como
las drogas apropiadas a cada cual, y con las tales hállanse siempre inficionados nuestros
yahoos hembras.
Una gran excelencia de esta casta es su habilidad para los pronósticos, en los que rara
vez se equivocan. Sus predicciones en las enfermedades reales que han alcanzado cierto
grado de malignidad anuncian generalmente la muerte, lo que siempre está en su mano,
mientras el restablecimiento no lo está; y, por lo tanto, cuando, después de haber
pronunciado su sentencia, aparece algún inesperado signo de mejoría, antes que ser
acusados de falsos profetas, saben cómo certificar su sagacidad al mundo con una dosis
oportuna. Asimismo resulta de especial utilidad para maridos y mujeres que están aburridos
de su pareja, para los hijos mayores, para los grandes ministros de Estado, y a menudo para
los príncipes.
Había yo tenido ya ocasión de discurrir con mi amo sobre la naturaleza del gobierno en
general, y particularmente sobre nuestra magnífica Constitución, legítima maravilla y
envidia del mundo entero. Pero como acabase de nombrar incidentalmente a un ministro de
Estado, me mandó al poco tiempo que le informase de qué especie de yahoos era lo que yo
designaba con tal nombre en particular.
Le dije que un primer ministro, o ministro presidente, que era la persona que iba a
pintarle, era un ser exento de alegría y dolor, amor y odio, piedad y cólera, o, por lo menos,
que no hace uso de otra pasión que un violento deseo de riquezas, poder y títulos. Emplea
sus palabras para todos los usos, menos para indicar cuál es su opinión; nunca dice la
verdad sino con la intención de que se tome por una mentira, ni una mentira sino con el
propósito de que se tome por una verdad. Aquellos de quienes peor habla en su ausencia
son los que están en camino seguro de predicamento, y si empieza a hacer vuestra alabanza
a otros o a vosotros mismos, podéis consideraros en el abandono desde aquel instante. Lo
peor que de él se puede recibir es una promesa, especialmente cuando va confirmada por un
juramento; después de esta prueba, todo hombre prudente se retira y renuncia a todas las
esperanzas.
Tres son los métodos por que un hombre puede elevarse a primer ministro: el primero es
saber usar con prudencia de una esposa, una hija o una hermana; el segundo, traicionar y
minar el terreno al predecesor, y el tercero, mostrar en asambleas públicas furioso celo
contra las corrupciones de la corte. Pero un príncipe preferirá siempre a los que practican el
último de estos métodos; porque tales celosos resultan siempre los más rendidos y
subordinados a la voluntad y a las pasiones de su señor. Estos ministros, como tienen todos
los empleos a su disposición, se mantienen en el Poder corrompiendo a la mayoría de un
Senado o un gran Consejo; y, por último, por medio de un expediente llamado Acta de
Indemnidad -cuya naturaleza expliqué a mi amo-, se aseguran contra cualquier ajuste de
cuentas que pudiera sobrevenir y se retiran de la vida pública cargados con los despojos de
la nación.
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El palacio de un primer ministro es un seminario donde otros se educan en el mismo
oficio. Pajes, lacayos y porteros, por imitación de su señor, se convierten en ministros de
Estado de sus jurisdicciones respectivas y cuidan de sobresalir en los tres principales
componentes de insolencia, embuste y soborno. De este modo tienen cortes subalternas que
les pagan personas del más alto rango, y, a veces, por la fuerza de la habilidad y de la
desvergüenza, llegan, después de diversas gradaciones, a sucesores del señor.
El primer ministro está gobernado ordinariamente por una mujerzuela degenerada o por
un lacayo favorito, que son los túneles por donde se conduce toda gracia y que, a fin de
cuentas, pueden ser propiamente los calificados de verdaderos gobernadores del reino.
Conversando un día, mi amo, que me había oído hablar de la nobleza de mi país, se
dignó tener conmigo una galantería que yo no hubiera soñado merecer, y consistió en
decirme que estaba seguro de que yo había de proceder de alguna familia noble, pues
aventajaba con mucho a todos los yahoos de una nación en forma, color y limpieza, aunque
pareciera cederles en fuerza y agilidad, lo que debía achacarse a mi modo de vivir, diferente
del de aquellos otros animales; y, además, no sólo estaba yo dotado del uso de la palabra,
sino también con algunos rudimentos de razón; a tal grado, que pasaba por un prodigio
entre todos sus conocimientos. Hízome observar que, entre los houyhnhnms, el blanco, el
alazán y el rucio obscuro no estaban tan bien formados como el bayo, el rucio rodado y el
negro; ni tampoco nacían con iguales talentos ni capacidad de cultivarlos. De consiguiente,
vivían siempre como criados, sin aspirar nunca a salirse de su casta, lo que se consideraría
monstruoso y absurdo en el país.
Di a su señoría las gracias más rendidas por la buena opinión que se había dignado
formar de mí; pero le dije al mismo tiempo que mi extracción era modestísima, pues mis
padres eran honradas gentes, sencillas, que gracias que hubiesen podido darme una mediana
educación. Añadí que la nobleza entre nosotros era cosa por completo diferente de la que él
entendía como tal; que nuestros jóvenes nobles se educan en la pereza y. en el lujo, y
cuando casi han arruinado su fortuna se casan por el dinero con alguna mujer de principal
nacimiento, desagradable y enfermiza, a quien odian y desprecian. Los frutos de tales
matrimonios son, por regla general, niños escrofulosos, raquíticos o deformados; y en
virtud de esto, la familia casi nunca pasa de tres generaciones, a menos que la esposa se
cuide de buscar un padre saludable entre sus vecinos o sus criados para mejorar y perpetuar
la estirpe. Un cuerpo enfermo y flojo, un rostro delgado y un cutis descolorido son las
señales verdaderas de sangre noble; y una apariencia sana y robusta es una desgracia
enorme en una persona de calidad, porque la gente deduce en seguida que el verdadero
padre debió de ser un mozo de cuadra o un cochero. Las imperfecciones de la inteligencia
corren parejas con las del cuerpo, y se concretan en una composición de melancolía,
estupidez, ignorancia, capricho, sensualidad y orgullo.
Sin el consentimiento de esta ilustre clase no puede hacerse, rechazarse ni alterarse
ninguna ley; y de estas leyes dependen los fallos sobre todas nuestras propiedades, sin
apelación.
Capítulo 7
El gran cariño del autor hacia su país natal. -Observaciones de su amo sobre la
constitución y administración de Inglaterra, según los pinta el autor, en casos
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paralelos y comparaciones. -Observaciones de su amo sobre la naturaleza
humana.
Quizá el lector está a punto de maravillarse de cómo podía yo decidirme a hacer una tan
franca pintura de mi propia especie entre una raza de mortales ya demasiado puesta a
concebir la más baja opinión del género humano, dada la completa identidad entre sus
yahoos y yo. Pero debo confesar sinceramente que las muchas virtudes de aquellos
excelentes cuadrúpedos, puestas en parangón con las corrupciones humanas, de tal manera
me habían abierto los ojos y avivado el entendimiento, que comenzaba a considerar las
acciones y las pasiones del hombre con criterio muy distinto y a creer que el honor de mi
raza no merece la pena de que se discurran arbitrios en su apoyo; lo que, además no me
hubiera servido de nada ante personas de tan agudo entendimiento como mi amo, que a
diario me llamaba la atención sobre mil faltas mías de que yo jamás me había dado la
menor cuenta, y que entre nosotros nunca se hubiesen considerado en el número de las
flaquezas humanas. Asimismo había aprendido en su ejemplo la enemiga más absoluta a la
mentira y el disimulo; y la verdad me parecía tan digna de ser amada, que resolví
sacrificarlo todo a ella.
Voy a tener con el lector la ingenuidad de confesar que aún había un motivo mucho más
poderoso para la franqueza que puse en mi descripción de las cosas. Todavía no llevaba un
año en aquel país, y ya había concebido tal amor y veneración por los habitantes, que tomé
la resolución firme de no volver jamás a sumarme a la especie humana y de pasar el resto
de mi vida entre aquellos admirables houyhnhnms, en la contemplación y la práctica de
todas las virtudes, donde no se me ofreciera ejemplo ni excitación para el vicio. Pero había
previsto la fortuna, mi constante enemiga, que no fuera para mí tan gran felicidad. Sin
embargo, me sirve ahora de consuelo pensar que en lo que dije de mis compatriotas atenué
sus faltas todo lo que me atreví ante examinador tan riguroso, y di a todos los asuntos el
giro más favorable que permitían. Porque ¿habrá en el mundo quien no se deje llevar de la
parcialidad y la inclinación por el sitio de su nacimiento?
He referido la esencia de las varias conversaciones que tuve con mi amo durante la
mayor parte del tiempo que me cupo el honor de estar a su servicio; pero, en gracia a la
brevedad, he omitido mucho más de lo que he consignado. Cuando ya hube contestado a
todas sus preguntas y su curiosidad parecía totalmente satisfecha, mandó a buscarme una
mañana temprano, y, mandándome sentar a cierta distancia -honor que nunca hasta allí me
había dispensado-, díjome que había considerado seriamente toda mi historia, así en el
punto que se refería a mi persona como en el que tocaba a mi país, y que nos miraba como
una especie de animales a quienes había correspondido, por accidente que no podía
imaginar, una pequeña porcioncilla de razón, de la cual no usábamos sino tomándola de
ayuda para agravar nuestras naturales corrupciones y adquirir otras que no nos había dado
la Naturaleza. Agregó que las pocas aptitudes que ésta nos había otorgado las habíamos
perdido por nuestra propia culpa; habíamos logrado muy cumplidamente aumentar nuestras
necesidades primitivas y parecíamos emplear la vida entera en vanos esfuerzos para
satisfacerlas con nuestras invenciones. Por lo que a mí tocaba, era manifiesto que yo no
tenía la fuerza ni la agilidad de un yahoo corriente; andaba débilmente sobre las patas
traseras, y había descubierto un arbitrio para hacer mis garras inútiles e inservibles para mi
defensa, y para quitarme el pelo de la cara, que indudablemente tenía por fin protegerla del
sol y de las inclemencias del tiempo. En suma: que no podía ni correr con velocidad, ni
trepar a los árboles como mis hermanos -así los llamaba él- los yahoos de su país.
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Añadió que nuestra institución de gobierno y de ley obedecía, sencillamente, a los
grandes defectos de nuestra razón y, por consiguiente, de nuestra virtud, ya que la razón por
sí sola es suficiente para dirigir un ser racional. Entendía, sin embargo, que ésta era una
característica que no teníamos la pretensión de atribuirnos, como se desprendía incluso de
la pintura que yo había hecho de mi pueblo, aunque percibía manifiestamente que para
favorecer a mis compatriotas había ocultado muchos detalles y dicho muchas veces la cosa
que no era.
Tanto más se confirmaba en esta opinión cuanto que observaba que, así como mi cuerpo
se correspondía en todas sus partes con el de los otros yahoos, salvo aquello que iba en
notoria desventaja mía, cual lo relativo a fuerza, rapidez, actividad, cortedad de mis garras
y algún otro punto en que la Naturaleza no tenía parte, del mismo modo descubría en la
descripción que yo le había hecho de nuestra vida, nuestras costumbres y nuestros actos una
muy estrecha semejanza en la disposición de nuestros entendimientos. Díjome que era
sabido que los yahoos se odiaban entre sí mucho más que a especie diferente ninguna; y se
daba ordinariamente como razón para esto lo abominable de su figura, que cada cual podía
apreciar en los demás, pero no en sí mismo. Empezaba a pensar que no procedíamos
torpemente al cubrirnos el cuerpo y, con este arbitrio, ocultarnos unos a otros muchas de
nuestras fealdades, que de otro modo difícilmente podríamos soportar. Pero ya reconocía
que había andado equivocado y que las disensiones que se veían en su país entre esta clase
de animales se debían a la misma causa que las nuestras, según yo se las había referido.
«Pues -dijo- si se echa entre cinco yahoos comida que bastaría para cincuenta, en vez de
comerla pacíficamente, se engancharán de las orejas y rodarán por los suelos, ansioso cada
uno de quedarse con todo para él solo.» Por tanto, solía ponerse a un criado cerca cuando
comían en el campo, y los que se tenían en casa estaban atados a cierta distancia unos de
otros. Tanto era así, que si moría una vaca de vieja o por accidente, y no iba en seguida un
houyhnhnm a guardarla para sus propios yahoos, acudían todos los del vecindario en
manada a apoderarse de ella y libraban batallas como las descritas por mí, de que resultaban
con terribles heridas en los costados, abiertas con las garras, aunque rara vez llegaran a
matarse, por falta de instrumentos de muerte análogos a los que habíamos inventado
nosotros. En otras ocasiones se habían reñido análogas batallas entre los yahoos de
vecindarios distintos sin causa alguna aparente. Los de una región acechaban la
oportunidad de sorprender a los de la inmediata sin que pudieran apercibirse; pero si el
proyecto les fracasaba, se volvían a sus casas, y, a falta de enemigos, ellos mismos se
empeñaban en lo que yo llamaba una guerra civil.
Añadió que en ciertos campos de su país había unas piedras brillantes de varios colores
que gustaban a los yahoos con pasión; y cuando piedras de éstas, en cierta cantidad, como
acontecía a menudo, estaban adheridas a la tierra, cavaban los yahoos con las garras días
enteros hasta lograr sacarlas, y luego se las llevaban y las ocultaban en sus covachas,
formando montón; todo ello mirando con grandes precauciones para impedir que los
compañeros descubriesen el tesoro. Dijo mi amo que nunca había podido comprender la
razón de este apetito, contrario a las leyes naturales, ni para qué podrían servir a un yahoo
aquellas piedras; pero ahora suponía que se derivaba del mismo principio de avaricia que
yo había atribuido a la Humanidad. Contóme que una vez, como experimento, había
quitado secretamente un montón de estas piedras del lugar en que lo había enterrado uno de
los yahoos. El sórdido animal, al echar de menos su tesoro, había atraído a toda la manada
al lugar donde él aullaba tristemente, y después se había precipitado a morder y arañar a los
demás. Empezó a languidecer, y no quiso comer, dormir, ni trabajar hasta que él mandó a
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su criado trasladar secretamente las piedras al mismo hoyo y esconderlas como estaban
antes, con lo cual el yahoo, cuando lo hubo descubierto, recobró sus energías y su buen
humor -aunque tuvo cuidado de llevar las piedras a un mejor escondrijo-, y fue desde
entonces una bestia muy dócil.
Mi amo me aseguró, y yo pude observarlo personalmente, que en los campos donde
abundaban estas piedras brillantes se reñían combates y frecuentísimas batallas,
ocasionadas por incesantes incursiones de los yahoos vecinos. Dijo que era frecuente,
cuando dos yahoos que habían encontrado una piedra de éstas en un campo reñían por su
propiedad, que un tercero se aprovechase del momento y escapara, dejando sin ella a los
dos; lo que mi amo afirmaba que era en cierto modo semejante a nuestros procesos
judiciales. Yo, por favorecer nuestro buen nombre, no quise desengañarle de ello, ya que la
solución que él mencionaba era notablemente más equitativa que muchas de nuestras
sentencias; pues allí el demandante y el demandado no pierden más que la piedra por que
pleitean, al tiempo que nuestros tribunales de justicia jamás abandonan una causa mientras
les queda algo a alguno de los dos.
Continuando su discurso, dijo mi amo que nada se le hacía tan repugnante en los yahoos
como su inconfundible apetito de devorar todo lo que hallaban en su camino, lo mismo si
eran hierbas, que raíces, que granos, que carne de animales corrompida, que todas estas
cosas revueltas; y era peculiar condición de su carácter gustar más de lo que adquirían por
rapiña o hurto, o a una gran distancia, que de la comida que en casa se disponía para ellos.
Si el botín daba de sí lo bastante, comían hasta casi reventar, y, para después, la Naturaleza
les había indicado una cierta raíz que les producía una evacuación general.
Había otra clase de raíces muy jugosas, pero algo raras y difíciles de encontrar, por las
cuales los yahoos reñían con gran empeño, y que chupaban con gran deleite; les producía
los mismos efectos que el vino a nosotros. Unas veces les hacía acariciarse; otras, arañarse
unos a otros: aullaban, gesticulaban, parloteaban, hacían eses y daban tumbos, y luego
caían dormidos en el lodo.
Yo observé, ciertamente, que los yahoos eran los únicos animales de aquel país sujetos a
enfermedades; las cuales, sin embargo, eran en mucho menor número que las que sufren los
caballos entre nosotros, y no contraídas por ningún mal trato, sino por la suciedad y el ansia
de aquellos sórdidos animales. Ni tampoco tienen en el idioma más que una denominación
general para aquellas enfermedades, derivada del nombre de la bestia, que es hnea-yahoo,
o sea el mal del yahoo.
En cuanto a las ciencias, el gobierno, las artes, las manufacturas y cosas parecidas,
confesó mi amo que encontraba poca o ninguna semejanza entre los yahoos de nuestro país
y los del suyo; pues, por otra parte, sólo se había propuesto indicar la paridad de nuestras
naturalezas. Cierto que había oído decir a algunos houyhnhnms curiosos que en la mayor
parte de las manadas había una especie de yahoo director -igual que en nuestros parques
suele haber un ciervo que es como el jefe o conductor de los otros-, que siempre era más
feo de cuerpo y más perverso de condición que todos los demás. Este director solía tener un
favorito, lo más parecido a él que pudiese encontrar, y que era siempre odiado por la
manada; así que, para protegerse, se mantenía siempre cerca del individuo director. Por
regla general, continúa en su oficio hasta que se encuentra otro peor; pero en el momento
en que queda descartado, su sucesor, a la cabeza de todos los yahoos de la región, jóvenes y
viejos, machos y hembras, formando un solo cuerpo, acude a atacarle. Mi amo dijo que yo
podía juzgar mejor que él hasta qué punto esto podía ser comparable a nuestras cortes y
nuestros favoritos. No me atreví a replicar a esta malévola insinuación, que colocaba el
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entendimiento humano por bajo de la sagacidad de un simple sabueso, que tiene criterio
suficiente para distinguir y obedecer el ladrido del perro más experimentado de la jauría,
sin equivocarse nunca. Díjome mi amo que una de las cosas que le asombraban más en los
yahoos era una extraña inclinación a la porquería y a la basura, mientras en todos los demás
animales parecía existir un amor natural a la limpieza. En cuanto a las dos primeras
acusaciones, tuve a bien dejarlas pasar sin réplica, porque no tenía una palabra que oponer
en defensa de mi especie; que, de tenerla, la hubiese opuesto dejándome llevar de mi
inclinación. Pero hubiese podido fácilmente vindicar al género humano de singularidad
respecto del último punto sólo con que hubiese habido un puerco en aquel país -que, por mi
desgracia, no lo había-; animal que, si bien puede pasar por un cuadrúpedo más suculento
que un yahoo, no puede aspirar en justicia, según mi humilde opinión, a que se le tenga por
más limpio. Y así hubiese tenido que reconocerlo su señoría mismo viendo su modo de
comer y su costumbre de hozar y de dormir en el lodo.
Asimismo mencionó mi amo otra cualidad que sus criados habían descubierto en
muchos yahoos y que a él le parecía inexplicable. Dijo que a veces le entraba a un yahoo la
manía de meterse en un rincón, tumbarse y aullar y gruñir y apartar a coces todo lo que se
le acercaba, sin pedir comida ni agua, aunque era joven y estaba gordo. Los criados no
podían imaginar qué mal le atormentaba, y el único remedio que habían encontrado era
hacerle trabajar duramente, con lo cual se restablecía de manera infalible. A esto guardé
silencio, llevado de mi parcialidad por mi especie; no obstante, pude descubrir en aquello
las verdaderas semillas del spleen, que sólo hace presa en los holgazanes, los regalones y
los ricos, cuya cura yo tomaría con gusto a mi cargo si se los obligase a seguir el antedicho
régimen.
Capítulo 8
El autor refiere algunos detalles de los yahoos. -Las grandes virtudes de los
houyhnhnms. -La educación y el ejercicio en su juventud. -Su asamblea general.
Como yo conozco la humana naturaleza mucho mejor de lo que supongo que pudiera
conocerla mi amo, me era fácil aplicar las referencias que él me daba de los yahoos a mí
mismo y a mis compatriotas, y pensaba que podría hacer ulteriores descubrimientos por mi
cuenta. A este fin, le pedía frecuentemente el favor de que me dejase ir con las manadas de
yahoos del vecindario, a lo que amablemente siempre accedía, en la seguridad de que la
repugnancia que yo sentía hacia aquellos animales no permitiría nunca que me
corrompiesen; su señoría mandaba a uno de sus criados -un fuerte potro alazán, muy
honrado y complaciente- que me guardase, sin cuya protección no me hubiese atrevido a
tales aventuras, Porque ya he dicho al lector en qué modo fui atacado por aquellos animales
odiosos a raíz de mi llegada; y después, dos o tres veces estuve a punto de caer entre sus
garras, con ocasión de andar vagando a alguna distancia sin mi alfanje. Tenía además
razones para creer que ellos sospechaban que yo era de su misma especie, lo que
confirmaba a menudo subiéndome las mangas y mostrando a su vista los brazos y el pecho
desnudo cuando mi protector estaba conmigo. En tales ocasiones se acercaban todo lo que
se atrevían y remedaban mis acciones a la manera de los monos, pero siempre con signos
de odio profundo, como un grajo domesticado y ataviado con gorro y calzas es perseguido
siempre por los bravíos cuando le echan entre ellos.
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Desde su infancia son los yahoos asombrosamente ágiles; sin embargo, pude coger a un
muchacho pequeño de tres años e intenté aquietarle haciéndole toda clase de caricias. Pero
el endemoniado comenzó a gritar, a arañar y morder con tal violencia, que me vi precisado
a soltarle; y lo hice muy a tiempo, porque al ruido había acudido, y ya nos rodeaba, un
verdadero ejército de animales grandes, los cuales, viendo que la cría estaba en salvo -pues
echó en seguida a correr-, y como mi potro alazán estaba al lado, no se atrevieron a
arrimarse. Advertí que la carne del pequeño exhalaba un olor muy fuerte, como entre hedor
de comadreja y zorro, pero mucho más desagradable.
Por lo que pude ver, los yahoos son los más indómitos de los animales; su capacidad no
pasa nunca de la precisa para arrastrar o cargar pesos. Opino, sin embargo, que este defecto
nace principalmente de su condición perversa y reacia, pues son astutos, malvados,
traicioneros y vengativos. Son fuertes y duros, pero de ánimo cobarde, y, por consecuencia,
insolentes, abyectos y crueles. Se ha observado que los de pelo rojo son más perversos que
los demás y les exceden con mucho en actividad y en fuerzas.
Los houyhnhnms tienen los yahoos de que se están sirviendo en cabañas no distantes de
la casa; pero a los demás los envían a ciertos campos, donde desentierran raíces, comen
diversas clases de hierbas y buscan carroña, o algunas veces cazan comadrejas y luhimuhs -
una especie de rata silvestre-, que devoran con ansia. La Naturaleza les ha enseñado a cavar
agujeros con las uñas en los lados de las elevaciones del terreno y allí se acuestan. Las
cuevas de las hembras son más grandes, capaces para alojar dos o tres crías.
Desde la infancia nadan como ranas y resisten mucho rato bajo el agua, de donde con
frecuencia salen con algún pescado, que las hembras llevan a sus pequeños.
Como viví tres años en aquel país, supongo que el lector esperará que, a ejemplo de los
demás viajeros, le dé alguna noticia de las maneras y costumbres de los habitantes, los
cuales era natural que constituyesen el principal objeto de mi estudio.
Como estos nobles houyhnhnms están dotados por la Naturaleza con una disposición
general para todas las virtudes, no tienen idea ni concepción de lo que es el mal en los seres
racionales; así, su principal máxima es cultivar la razón y dejarse gobernar enteramente por
ella. Pero tampoco la razón constituye para ellos una cuestión problemática, como entre
nosotros, que permite argüir acertadamente en pro y en contra de un asunto, sino que los
fuerza a inmediato convencimiento, como necesariamente ha de suceder siempre que no se
encuentre mezclada con la pasión y el interés u obscurecida o descolorida por ellos.
Recuerdo que tropecé con gran dificultad para hacer que mi amo comprendiese el sentido
de la palabra «opinión», y cómo un punto podía ser disputable; pues decía él que la razón
nos lleva exclusivamente a afirmar o negar cuando estamos ciertos, y más allá de nuestro
conocimiento no podemos hacer lo uno ni lo otro. De este modo, las controversias, las
pendencias, las disputas y la terquedad sobre preposiciones falsas o dudosas son males
desconocidos para los houyhnhnms. Igualmente, cuando le explicaba yo nuestros varios
sistemas de filosofía natural, solía burlarse de que una criatura que se atribuía uso de razón
se valuase a sí misma por el conocimiento de las suposiciones de otros pueblos a propósito
de cosas en las cuales este conocimiento, caso de existir, no serviría para nada; por donde
resultaba enteramente conforme con los juicios de Sócrates, según Platón lo refiere;
comparación que hago como el más alto honor que puedo rendir a aquel príncipe de los
filósofos; a menudo he reflexionado en la destrucción que semejante doctrina causaría en
las bibliotecas de Europa, y cuántas de las sendas que conducen a la fama quedarían
entonces cortadas en el mundo erudito.
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La amistad y la benevolencia son las dos principales virtudes de los houyhnhnms, y no
limitada a sujetos particulares, sino generales para la raza entera. Un extraño, procedente
del lugar más remoto, recibe igual trato que el más próximo vecino, y donde quiera que va
considera que está en su casa. Cuidan la cortesía y la afabilidad hasta el más alto grado,
pero ignoran por completo la ceremonia. No tienen debilidades ni absurdas ternuras con sus
crías y potros, pues sus cuidados al educarlos proceden enteramente de los dictados de la
razón, y yo he visto a mi amo tratar con el mismo cariño a la cría de un vecino que a la suya
propia. Proceden así porque la Naturaleza los enseña a amar a toda la especie, y solamente
es la razón la que distingue a las personas cuando ostentan un grado superior de virtud.
Al casarse tienen cuidado grandísimo en elegir colores que no produzcan una mezcla
desagradable en la progenie. En el macho se estima principalmente la fuerza, y en la
hembra la hermosura. Y no por exigencia del amor, sino para impedir que la raza degenere;
pues cuando sucede que una hembra sobresale por su fuerza, se escoge un consorte con
vistas a la belleza. El galanteo, el amor, los regalos, las viudedades, las dotes, no tienen
lugar en su pensamiento ni términos para expresarlos en su idioma. La joven pareja se
encuentra y se une, sencillamente, porque así lo quieren sus padres y sus amigos; así lo ven
hacer todos los días, y lo miran como uno de los actos necesarios en un ser racional. Pero
jamás se ha tenido noticia de violación de matrimonio ni de otra ninguna falta contra la
castidad. La pareja casada pasa la vida en la misma mutua amistad y benevolencia que cada
uno de ellos demuestra a todos los de la misma especie que encuentra en su camino: sin
celos, locas pasiones, riñas ni disgustos.
Su método para educar a los jóvenes de ambos sexos es admirable y merece muy de
veras que lo imitemos. No se les permite comer un grano de avena, excepto en
determinados días, hasta que tienen dieciocho años; ni leche sino muy rara vez; y en verano
pacen dos horas por la mañana y otras dos por la tarde, regla que sus padres observan
también. Pero a los criados no se les permite por más de la mitad de este tiempo, y una gran
parte de su hierba se lleva a casa, donde la comen a las horas más convenientes, cuando
más descansados están de trabajo.
La templanza, la diligencia, el ejercicio y la limpieza son las lecciones que se prescriben
por igual a los jóvenes de ambos sexos, y mi amo pensaba que era monstruoso que nosotros
diésemos a las hembras educación diferente que a los machos, excepto en algunos puntos
de organización doméstica. Razonaba él muy atinadamente que por este medio una mitad
de nuestra especie no servía sino para echar hijos al mundo, y que entregar el cuidado de
nuestros pequeños a esos inútiles animales era un ejemplo más de brutalidad.
Los houyhnhnms adiestran a su juventud en la fuerza, la velocidad y la resistencia,
haciéndola subir y bajar empinadas colinas, en pugna unos individuos con otros, y corren
de igual modo sobre duros pedregales; y cuando están sudando mandan a los jóvenes tirarse
de cabeza a un pantano o un río. Cuatro veces al año la juventud de cada distrito se reúne
para mostrar cada cual sus progresos en la carrera, el salto y otros ejercicios de fuerza y
agilidad, y el vencedor es recompensado con un canto en su alabanza. En esta fiesta los
criados llevan al campo una manada de yahoos cargados de heno, avena y leche, para que
los houyhnhnms tomen un refrigerio; después de lo cual se saca inmediatamente del recinto
a aquellas bestias por temor de que causen algún daño a la compañía.
Cada cuatro años, en el equinoccio de primavera, hay un consejo representativo de toda
la nación, que celebra sus reuniones en una llanura situada a unas veinte millas de nuestra
residencia, y dura cinco o seis días. Se averigua el estado y condición de los varios distritos,
si tienen en abundancia o les faltan heno, avena, vacas o yahoos. Y dondequiera que se
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encuentra una necesidad -lo que muy rara vez acontece-, se remedia inmediatamente por
unánime acuerdo y contribución. Allí se concierta la regulación de los hijos; por ejemplo: si
un houyhnhnm tiene dos machos, cambia uno de ellos con otro que tiene dos hembras. Y
cuando por una casualidad ha muerto alguna cría y no hay esperanza de que la madre quede
embarazada, se acuerda qué familia del distrito deberá dar nacimiento a otra para reparar la
pérdida.
Capítulo 9
Gran debate en la asamblea general de los houyhnhnms y cómo se decidió. -La
cultura de los houyhnhnms. -Sus edificios. -Cómo hacen sus entierros. -Lo
defectuoso de su idioma.
Una de estas grandes asambleas se celebró estando yo allí, unos tres meses antes de mi
partida, y a ella fue mi amo como representante de nuestro distrito. En este consejo se
resumió el antiguo y, sin duda, el único debate que jamás se suscitó en aquel país; y de él
me dio mi amo cuenta detallada a su regreso.
La cuestión debatida era si debía exterminarse a los yahoos de la superficie de la tierra.
Uno de los partidarios de que se resolviera afirmativamente ofreció varios argumentos de
gran peso y solidez. Alegaba que los yahoos no sólo eran los más sucios, dañinos y feos
animales que la Naturaleza había producido nunca, sino también los más indóciles,
malvados y perversos; mamaban, a escondidas, de las vacas de los houyhnhnms, mataban y
devoraban sus gatos, pisoteaban la avena y la hierba si no se los vigilaba continuamente y
causaban mil perjuicios más. Se hizo eco de una tradición popular, según la cual no siempre
había habido yahoos en el país, sino que en tiempos muy lejanos aparecieron dos de estos
animales juntos en una montaña, no se sabía si producidos por la acción del calor solar
sobre el cieno y el lodo corrompido, o por el légamo o la espuma del mar. Estos yahoos
procrearon, y en poco tiempo creció tanto la casta, que inundaron e infestaron toda la
nación. Los houyhnhnms, para librarse de esta plaga, dieron una batida general y lograron
encerrar a toda la manada; y después de destruir a los viejos, cada houyhnhnm encerró dos
de los jóvenes en una covacha y los domesticó hasta donde era posible hacerlo con un
animal tan selvático por naturaleza. Añadió que debía de haber gran parte de verdad en esta
tradición y que aquellos seres no podían ser ylhniamsly -o sea aborígenes de la tierra-,
como lo indicaba muy bien el odio violentísimo que los houyhnhnms, así como todos los
demás animales, sentían por ellos; odio que, aun cuando merecido, por su mala condición,
no habría llegado nunca a tal extremo si hubieran sido aborígenes o, al menos, llevasen
mucho tiempo de arraigo en el país. Los habitantes, con la ocurrencia de servirse de los
yahoos, habían descuidado imprudentemente el cultivo de la raza del asno, que era un
bonito animal, fácil de tener, más manso y tranquilo, sin olor repugnante y suficientemente
fuerte para el trabajo, aunque cediese al otro en la agilidad del cuerpo; y si su rebuzno no
era un sonido agradable, era, con todo, muy preferible a los horribles aullidos de los
yahoos.
Otros varios mostraron su conformidad con estas apreciaciones, y entonces mi amo
propuso a la asamblea un expediente cuya idea inicial había encontrado, indudablemente,
en su trato conmigo. Aprobó la tradición citada por el honorable miembro que había
hablado y afirmó que los dos yahoos que se tenían por los dos primeros aparecidos en el
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país habían llegado a él por la superficie del mar, y, una vez en tierra, y abandonados por
sus compañeros, se habían retirado a las montañas, y gradualmente, en el curso del tiempo,
habían degenerado, hasta hacerse mucho más salvajes que los de su misma especie
habitantes en el país de donde aquellos dos primitivos procedían. Daba como razón de este
aserto que a la sazón él tenía en su poder cierto yahoo maravilloso -se refería a mí-, del que
la mayor parte había oído hablar y que muchos habían visto. Les refirió luego cómo me
habían encontrado; que mi cuerpo estaba cubierto totalmente con una hechura artificial de
las pieles y el pelo de otros animales; cómo yo hablaba un idioma propio y había aprendido
por completo el suyo; los relatos que yo le había hecho de los acontecimientos que me
habían llevado hasta allí, y que cuando me vio sin cubierta apreció que era un yahoo
exactamente en todos los detalles, aunque de color blanco, menos peludo y con garras más
cortas. Añadió cómo yo había trabajado por persuadirle de que en mi país y en otros los
yahoos procedían como el animal racional director y tenían a los houyhnhnms sometidos a
servidumbre, y que descubría en mí todas las cualidades de un yahoo, sólo que un poco más
civilizado por algún rudimento de razón. Sin embargo, era yo, según dijo, tan inferior a la
raza houyhnhnm como lo eran a mi los yahoos de su tierra.
Esto fue todo lo que mi amo creyó conveniente decirme por entonces de lo ocurrido en
el gran consejo. Pero le cumplió ocultar un punto que se refería personalmente a mí, del
cual había de tocar pronto los desdichados efectos, como el lector encontrará en el lugar
correspondiente, y del que hago derivar todas las posteriores desdichas de mi vida.
Los houyhnhnms no tienen literatura, y toda su instrucción es, por lo tanto, puramente
tradicional. Pero como se dan pocos acontecimientos de importancia en un pueblo tan bien
unido, naturalmente dispuesto a la virtud, gobernado enteramente por la razón y apartado
de todo comercio con las demás naciones, se conserva fácilmente la parte histórica sin
cargar las memorias demasiado. Ya he consignado que no están sujetos a enfermedad
ninguna, y no necesitan médicos, por consiguiente. No obstante, tienen excelentes
medicamentos, compuestos de hierbas, para curar casuales contusiones y cortaduras en las
cuartillas o las ranillas, producidas por piedras afiladas, así como otros daños y golpes en
las varias partes del cuerpo.
Calculan el año por las revoluciones del sol y de la luna, pero no lo subdividen en
semanas. Conocen bien los movimientos de esos dos luminares y comprenden la teoría de
los eclipses. Esto es lo más a que alcanza su progreso en astronomía.
En poesía hay que reconocer que aventajan a todos los demás mortales; son ciertamente
inimitables la justeza de sus símiles y la minuciosidad y exactitud de sus descripciones.
Abundan sus versos en estas dos figuras, y por regla general consisten en algunas exaltadas
nociones de amistad y benevolencia, o en alabanzas a los victoriosos en carreras y otros
ejercicios corporales. Sus edificios, aunque muy rudos y sencillos, no son incómodos, sino,
por lo contrario, bien imaginados para protegerse contra las injurias del frío y del calor.
Hay allí una clase de árbol que a los cuarenta años se suelta por la raíz y cae a la primera
tempestad; son muy derechos, y aguzados como estacas con una piedra de filo -porque los
houyhnhnms desconocen el uso del hierro-, los clavan verticales en la tierra, con separación
de unas diez pulgadas, y luego los entretejen con paja de avena o a veces con zarzo. El
techo se hace del mismo modo, e igualmente las puertas.
Los houyhnhnms usan el hueco de sus patas delanteras, entre la cuartilla y el casco,
como las manos nosotros, y con mucho mayor destreza de lo que en un principio pude
suponer. He visto a una yegua blanca de la familia enhebrar con esta articulación una aguja,
que yo le presté de propósito. Ordeñan las vacas, siegan la avena y hacen del mismo modo
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todos los trabajos en que nosotros empleamos las manos. Tienen una especie de pedernales
duros, de los cuales, por el procedimiento de la frotación con otras piedras, fabrican
instrumentos que hacen el oficio de cuñas, hachas y martillos. Con aperos hechos de estos
pedernales cortan asimismo el heno y siegan la avena, que crecen en aquellos campos
naturalmente. Los yahoos llevan los haces en carros a la casa y los criados los pisan dentro
de unas ciertas chozas cubiertas, para separar el grano, que se guarda en almacenes. Hacen
una especie de toscas vasijas de barro y de madera, y las primeras las cuecen al sol.
Si aciertan a evitar los accidentes, mueren sólo de viejos, y son enterrados en los sitios
más apartados y obscuros que pueden encontrarse. Los amigos y parientes no manifiestan
alegría ni dolor por el fallecimiento, ni el individuo agonizante deja ver en el punto de dejar
el mundo la más pequeña inquietud; no más que si estuviese para regresar a su casa después
de visitar a uno de sus vecinos. Recuerdo que una vez, estando citado mi amo en su propia
casa con un amigo y su familia para tratar cierto asunto de importancia, llegaron el día
señalado la señora y sus dos hijos con gran retraso. Presentó ella dos excusas: una, por la
ausencia de su marido, a quien, según dijo, le había acontecido lhnuwnh aquella misma
mañana. La palabra es enérgicamente expresiva en su idioma, pero difícilmente traducible
al inglés; viene a significar retirarse a su primera madre. La excusa por no haber ido más
temprano fue que su esposo había muerto avanzada la mañana, y ella había tenido que pasar
un buen rato consultando con los criados acerca del sitio conveniente para depositar el
cuerpo. Y pude observar que se condujo ella en nuestra casa tan alegremente como los
demás. Murió unos tres meses después.
Por regla general, viven setenta o setenta y cinco anos; rara vez, ochenta. Algunas
semanas antes de la muerte experimentan un gradual decaimiento, pero sin dolor. Durante
este plazo los visitan mucho sus amigos, pues no pueden salir con la acostumbrada
facilidad y satisfacción. Sin embargo, unos diez días antes de morir, cálculo en que muy
raras veces se equivocan, devuelven las visitas que les han hecho los vecinos más
próximos, haciéndose transportar en un adecuado carretón, tirado por yahoos, vehículo que
usan no sólo en esta ocasión, sino también en largos viajes, cuando son viejos y cuando
quedan lisiados a consecuencia de un accidente. Y cuando el houyhnhnm que va a morir
devuelve esas visitas, se despide solemnemente de sus amigos como si fuese a marchar a
algún punto remoto del país donde hubiera decidido pasar el resto de su vida.
No sé si merece la pena de consignar que los houyhnhnms no tienen en su idioma
palabra ninguna para expresar nada que represente el mal, con excepción de las que derivan
de las fealdades y malas condiciones de los yahoos. Así, denotan la insensatez de un criado,
la omisión de un pequeño, la piedra que les ha herido la pata, una racha de tiempo enredado
o impropio de la época, añadiendo a la palabra el epíteto de yahoo.
Por ejemplo: Hhnm yahoo, Whnaholm yahoo, Ynlhmndwi hlma yahoo, y una cosa
mal discurrida, Ynholmhnmtohlmnw yahoo.
Con mucho gusto me extendería más hablando de las costumbres y las virtudes de este
pueblo excelente; pero como intento publicar dentro de poco un volumen dedicado
exclusivamente a esta materia, a él remito al lector. Y en tanto, procederé a referir mi
lastimosa catástrofe.
Capítulo 10
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La economía y la vida feliz del autor entre los houyhnhnms. -Sus grandes
progresos en virtud, gracias a las conversaciones con ellos. -El autor recibe de su
amo la noticia de que debe abandonar el país. -La pena le produce un desmayo,
pero se somete. -Discurre y construye una canoa con ayuda de un compañero de
servidumbre y se lanza al mar a la ventura.
Había yo ordenado mi pequeña economía a mi entera satisfacción. Mi amo había
mandado que se me hiciera un aposento al uso del país a unas seis yardas de la casa. Yo
revestí las paredes y el suelo con arcilla y los cubrí con una esterilla de junco de mi propia
invención. Con cáñamo, que allí se cría silvestre, hice algo como un terliz; lo llené con
plumas de varios pájaros, que había cazado con lazos hechos de cabellos de yahoo y que
resultaban comida excelente. Hice dos sillas con mi cuchillo, ayudado en la parte más
áspera y trabajosa por el potro alazán. Cuando mis ropas se vieron reducidas a jirones, me
hice otras con pieles de conejo y de un lindo animal del mismo tamaño llamado nnuhnoh,
que tiene la piel cubierta de una especie de fino plumón. Con estas últimas me hice también
unas medias bastante buenas. Eché piso a mis zapatos con madera cortada de un árbol
uniéndola al cuero de la parte superior, y cuando se rompió el cuero lo substituí con pieles
de yahoo, secas al sol. Frecuentemente encontraba en los huecos de los árboles miel, que
mezclaba con agua o comía con el pan. Nadie había podido confirmar mejor la verdad de
aquellas dos máximas que enseñan que la Naturaleza se satisface con muy poco y que la
necesidad es madre de la invención. Gozaba perfecta salud del cuerpo y tranquilidad de
espíritu; no experimentaba la traición o la inconstancia de amigo ninguno, ni los agravios
de un enemigo disimulado o descubierto. No tenía ocasión de sobornar ni adular para
conseguir el favor de personaje ninguno ni de su valido. No necesitaba defensa contra el
fraude ni la opresión; no había allí médico que destruyese mi cuerpo, ni abogado que
arruinase mi fortuna, ni espía que acechase mis palabras y mis actos o forjara cargos contra
mí por un salario; no había allí escarnecedores, censuradores, murmuradores, rateros,
salteadores, escaladores, procuradores, bufones, tahures, políticos, ingenieros,
melancólicos, habladores importunos, discutidores, asesinos, ladrones, ni virtuosi, ni
adalides, ni secuaces de partido, ni facciones, ni incitadores al vicio con la seducción o con
el ejemplo, ni calabozos, hachas, horcas, columnas de azotar ni picotas, ni tenderos,
tramposos, ni maquinaria, ni orgullo, ni vanidad, ni afectación, ni petimetres, espadachines,
borrachos, ni rameras trotacalles, ni mal gálico, ni esposas caras y despepitadas, ni
estúpidos pedantes orgullosos, ni compañeros importunos, cansados, quimeristas,
turbulentos, alborotadores, ignorantes, vanagloriosos, juradores, ni pícaros elevados del
polvo en pago de sus vicios, ni nobleza arrojada a él en pago de sus virtudes, ni lores,
violinistas, jueces, ni maestros de baile.
Disfruté la merced de ser recibido por varios houyhnhnms que acudían a visitar a mi
amo o a comer con él, y su señoría me permitía graciosamente estar en la habitación y
escuchar las conversaciones. Tanto él como sus amigos descendían a hacerme preguntas y
oír mis respuestas. Y algunas veces también tuve el honor de acompañar a mi amo en las
visitas que hacía a los otros. Yo no me permitía hablar nunca si no era para responder a una
pregunta, y aun entonces lo hacía con interior descontento, porque suponía para mí una
pérdida de tiempo en mi adelanto, pues me complacía infinitamente asistiendo como
humilde oyente a estas conversaciones, en que no se decía nada que no fuese útil en el
menor número posible de muy expresivas palabras; en que -como ya he dicho- se guardaba
la más extremada cortesía, sin el menor grado de ceremonia; en que nadie hablaba sin
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propio gusto ni sin dárselo a sus compañeros; en que no había interrupciones, cansancio,
pasión, ni criterios diferentes. Tienen allí la idea de que, cuando se reúne gente, una corta
pausa es de mucho provecho a la conversación, y yo descubrí ser cierto, pues durante estas
pequeñas intermisiones nacían en sus cerebros nuevas ideas que animaban mucho el
discurso. Los asuntos de sus pláticas son ordinariamente la amistad y la benevolencia o el
orden y la economía; a veces, las operaciones visibles de la Naturaleza, o las antiguas
tradiciones, los linderos y límites de la virtud, las reglas infalibles de la razón o los
acuerdos que deban tomarse en la próxima gran asamblea; y muy a menudo, las diversas
excelencias de la poesía. Puedo añadir, sin vanidad, que mi presencia les proporcionaba
frecuentemente asunto para sus conversaciones, pues daba ocasión a que mi amo hiciese
conocer a sus amigos mi historia y la de mi país, sobre las cuales se complacían en discurrir
de modo no muy favorable para la especie humana; y por esta razón no he de repetir lo que
decían. Sólo me permitiré consignar que su señoría, con gran admiración por mi parte,
parecía comprender la naturaleza de los yahoos mucho mejor que yo mismo. Pasaba revista
a todos nuestros vicios y extravagancias, y descubría muchos que yo no le había
mencionado nunca sólo con suponer qué cualidades sería capaz de desarrollar un yahoo de
su país con una pequeña dosis de razón, y deducía, con grandes probabilidades de acierto,
cuán vil y miserable criatura tendría que ser.
Confieso francamente que todo el escaso saber de algún valor que poseo lo adquirí en
las lecciones que me dio mi amo y oyendo sus discursos y los de sus amigos, de haber
escuchado los cuales estoy más orgulloso que estaría de dictarlos a la más sabia asamblea
de Europa. Admirábanme la fuerza, la hermosura y la velocidad de los habitantes, y tal
constelación de virtudes en seres tan amables producía en mí la más alta veneración.
Indudablemente, al principio no sentía yo el natural temeroso respeto que tienen por ellos
los yahoos y los demás animales; pero fue ganándome poco a poco, mucho más de prisa de
lo que imaginaba, mezclado con respetuoso amor y gratitud por su condescendencia en
distinguirme del resto de mi especie.
Cuando pensaba en mi familia, mis amigos y mis compatriotas, o en la especie humana
en general, los consideraba tales como realmente eran: yahoos, por su forma y condición;
quiza un poco más civilizados y dotados con el uso de la palabra, pero incapaces de
emplear su razón más que para agrandar y multiplicar aquellos vicios de que sus hermanos
en aquel país sólo tenían la parte que la Naturaleza les había asignado. Cuando me
acontecía ver la imagen de mi cuerpo en un lago o una fuente, apartaba la cara con horror y
aborrecimiento de mí mismo, y mejor sufría la vista de un yahoo común que la de mi
misma persona. Conversando con los houyhnhnms y mirándolos con deleite, llegué a imitar
su porte y sus movimientos, lo que actualmente es en mí una costumbre; y mis amigos me
dicen frecuentemente, con descortés intención, que troto como un caballo, lo que yo tomo,
sin embargo, como un delicadísimo cumplido, Y tampoco negaré que cuando hablo suelo
dar en la voz y la manera de los houyhnhnms, y verme con este motivo ridiculizado, sin la
menor mortificación por mi parte.
En medio de mi felicidad, y cuando ya me consideraba absolutamente establecido para
toda mi vida, mi amo envió a buscarme una mañana algo más temprano de lo que tenía por
costumbre. Le noté en la cara que estaba algo indeciso y sin saber cómo empezar lo que
tenía que hablarme. Después de un breve silencio díjome que no sabía cómo tomaría lo que
iba a notificarme, y era que en la última asamblea general, al discutirse la cuestión de los
yahoos, los representantes habían tomado a ofensa que él tuviese un yahoo -por mí- en su
familia más como un houyhnhnm que como una bestia; que se sabía que él conversaba
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frecuentemente conmigo, como si recibiera con mi compañía alguna ventaja o satisfacción,
y que tal práctica no era conforme con la razón ni la naturaleza, ni cosa que se hubiese oído
hasta entonces en el país. En consecuencia, la asamblea le había exhortado para que me
emplease como el resto de mi especie o me mandase volverme a nado al lugar de donde
hubiese ido. El primero de estos expedientes fue rechazado abiertamente por todos los
houyhnhnms que me habían visto alguna vez en su casa o en la de ellos, pues alegaban que,
teniendo yo algunos rudimentos de razón junto con la perversidad de aquellos animales, era
de temer que yo pudiese seducirlos para que se internasen en los bosques y se huyeran a las
montañas del país y acudiesen de noche a destruir el ganado de los houyhnhnms, siendo,
como eran por naturaleza, rapaces y contrarios al trabajo.
Agregó mi amo que diariamente le estrechaban los houyhnhnms del vecindario para que
ejecutase el mandato de la asamblea, lo que no podría diferir por mucho más tiempo.
Sospechaba que me sería imposible nadar hasta otro país, y, de consiguiente, quería que yo
discurriera una especie de vehículo semejante a los que yo le había pintado, para que me
condujese sobre el mar, trabajo para el cual podía contar con la ayuda de sus criados y los
de sus vecinos. Terminó diciéndome que por su parte hubiera tenido gusto en conservarme
a su servicio durante toda mi vida, porque había podido apreciar que me había curado de
algunas malas costumbres y disposiciones, en mi afán de imitar a los houyhnhnms en
cuanto le era posible a mi inferior naturaleza.
Debo informar al lector de que en aquel país un decreto de la asamblea general se
designa con la palabra hnhloayn, que puede traducirse aproximadamente por exhortación,
pues no se concibe que una criatura racional pueda ser obligada, sino sólo aconsejada o
exhortada, porque nadie puede desobedecer la razón sin renunciar al derecho de ser
considerado una criatura racional.
Este discurso me arrojó en la pena y la desesperación más extremadas; y no pudiendo
soportar las angustias que me oprimían, caí desvanecido a los pies de mi amo. Cuando
volví en mí díjome que creía que me había muerto, pues aquel pueblo no está sujeto a estas
imbecilidades de naturaleza. Contesté con voz apagada que la muerte hubiera sido una
felicidad demasiado grande; que, aunque no condenaba la exhortación de la asamblea ni las
urgencias de sus amigos, pensaba yo, en mi débil y depravado entendimiento, que hubiera
podido compadecerse con la razón un rigor menos extremado. Que yo no era capaz de
nadar una legua, y que, probablemente, la tierra más próxima a la suya distaría arriba de un
centenar; que faltaban por completo en aquel país muchos de los materiales precisos para
hacer una pequeña embarcación en que marchar, lo que intentaría, sin embargo, por
obediencia y gratitud a su señoría, aunque juzgaba la cosa imposible, y, de consiguiente, me
consideraba ya como destinado a la perdición. Añadí que la segura perspectiva de una
muerte cruel era el menor de mis males; pues suponiendo que escapase con vida por alguna
extraña aventura, ¿cómo podía pensar con tranquilidad en acabar mis días entre yahoos y
caer nuevamente en mis antiguas corrupciones por falta de ejemplos que me condujesen y
guiasen por la senda de la virtud? Pero sabía yo demasiado bien que las sólidas razones en
que se fundaba toda decisión de los sabios houyhnhnms no podían ser debilitadas por los
argumentos de un miserable yahoo como yo; y, por lo tanto, después de darle las gracias
más rendidas por el ofrecimiento de sus criados para ayudarme a hacer la embarcación, y
rogarle un plazo razonable para trabajo tan difícil, le dije que procuraría salvar un ser
miserable como yo era, con la esperanza de si alguna vez volvía a Inglaterra ser útil a mi
especie cantando las alabanzas de los gloriosos houyhnhnms y ofreciendo sus virtudes a la
imitación de la Humanidad.
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Mi amo me dio en pocas palabras una amable respuesta; me otorgó un plazo de dos
meses para terminar el bote, y ordenó al potro alazán, mi compañero de servidumbre -a esta
distancia puedo atreverme a llamarle así-, que siguiese mis instrucciones, pues dije a mi
amo que su ayuda sería suficiente y, además, sabía que me tenía cariño.
Mi primer paso fue ir en su compañía a la parte de la costa donde mi tripulación rebelde
me había obligado a desembarcar. Me subí a una altura y, mirando hacia el mar en todas
direcciones, me pareció ver una pequeña isla al Nordeste; saqué mi anteojo y pude
claramente distinguirla a distancia como de cinco leguas, según mi cálculo. Pero al potro
alazán le parecía sólo una nube azul; pues, como no tenía idea de que hubiese país ninguno
fuera del suyo, no estaba tan diestro en distinguir objetos remotos en el mar como yo, tan
familiarizado con este elemento.
Una vez descubierta la isla, no pensé más, sino que resolví que ella fuese, de ser posible,
el primer punto de mi destierro, abandonándome luego a la fortuna.
Volví a casa, y, previa consulta con el potro alazán, fuimos a un monte bajo situado a
alguna distancia, donde yo, con mi cuchillo, y él, con su pedernal afilado, sujeto con gran
arte, según el uso del país, a un mango de madera, cortamos numerosas varas de roble, del
grueso aproximado de un bastón, y algunas ramas mayores. Pero no he de molestar al lector
con la descripción detallada de mi obra. Bástele saber que en seis semanas, con la ayuda del
potro alazán, que construyó las partes que requerían más trabajo, terminé una especie de
canoa india, aunque mucho mayor, cubierta con pieles de yahoo, bien cosidas unas o otras
con hilos de cáñamo que yo mismo hice. Me fabriqué la vela también con pieles del mismo
animal, empleando las de ejemplares muy jóvenes en cuanto me fue posible, porque las de
los viejos eran demasiado inflexibles y gruesas. Asimismo me proveí de cuatro remos. Hice
acopio de carnes cocidas, de conejo y de ave, y me preparé dos vasijas, una llena de leche y
otra de agua.
Probé mi canoa en un gran pantano, próximo a la casa de mi amo, y corregí los defectos
que le encontré; tapé las rajas con sebo de yahoo, hasta que la dejé firme y en condiciones
de resistirnos a mí y a mi carga. Y cuando estuvo tan acabada como era en mi mano
hacerlo, la transportaron muy cuidadosamente a la orilla del mar en un carro tirado por
yahoos, bajo la dirección del potro alazán y otro criado.
Todo listo, y llegado el día de mi partida, me despedí de mi amo y su señora y demás
familia, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón destrozado por la pena. Pero su
señoría, llevado de la curiosidad, y quizá -si puedo decirlo sin que se me tenga por
vanidoso- por cortesía, quiso asistir a mi marcha en la canoa, e invitó a algunos vecinos a
que le acompañasen. Tuve que esperar más de una hora a que subiese la marea, y luego,
encontrando que el viento soplaba muy prósperamente hacia la isla a que pensaba dirigir el
rumbo, me despedí por segunda vez de mi amo; por cierto que cuando iba a arrodillarme a
besar su casco me hizo el honor de levantarlo suavemente hasta mi boca. No ignoro cuánto
se me ha censurado al referir este último detalle, pues a mis detractores les cumple suponer
improbable que persona tan ilustre descendiese a dar tan gran señal de deferencia a una
criatura tan inferior como yo. Tampoco he olvidado la inclinación de algunos viajeros a
alabarse de haber recibido extraordinarios favores. Pero si estos censores míos conociesen
mejor la condición noble y cortés de los houyhnhnms cambiarían bien pronto de opinión.
Hice entonces presentes mis respetos a los demás houyhnhnms que acompañaban a su
señoría, y entrándome en la canoa dejé la playa.
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Capítulo 11
Peligroso viaje del autor. -Llega a Nueva Holanda con la esperanza de
establecerse allí. -Un indígena le hiere con una flecha. -Es apresado y conducido
por fuerza a un barco portugués. -La gran cortesía del capitán. -El autor llega a
Inglaterra.
Comencé esta desesperada travesía el 15 de febrero de 1714, a las nueve de la mañana.
Aunque el viento era muy favorable, al principio empleé los remos solamente; pero
considerando que me cansaría pronto y que era probable que se mudase el viento, me decidí
a largar mi pequeña vela, y así, con la ayuda de la marea, anduve a razón de legua y media
por hora según mi cálculo. Mi amo y sus amigos siguieron en la playa casi hasta perderme
de vista, y yo oía con frecuencia al potro alazán, quien siempre sintió gran cariño por mí,
que gritaba «Xnuy illa nyha majah yahoo» (¡Ten cuidado, buen yahoo!)
Mi designio era descubrir, si me fuera posible, alguna pequeña isla inhabitada, pero
suficiente para proporcionarme con mi trabajo lo necesario para la vida. Esto lo habría
tenido por mayor felicidad que ser primer ministro en la corte más civilizada de Europa: tan
horrible era para mí la idea de volver a la vida de sociedad y bajo el gobierno de yahoos. Al
menos, en la sociedad que anhelaba podría gozarme en mis propios pensamientos y
reflexionar con delicia sobre las virtudes de aquellos inimitables houyhnhnms, sin ocasión
de degenerar hasta los vicios y corrupciones de mi propia especie.
El lector recordará lo que dejé referido acerca de la conjura de mi tripulación y de mi
encierro en mi camarote; cómo seguí en él varias semanas, sin saber qué rumbo
llevábamos, y cómo los marinos, cuando me llevaron a la costa en la lancha, me afirmaron
con juramentos, no sé si verdaderos o falsos, que no sabían en qué parte del mundo nos
hallábamos. No obstante, yo juzgué entonces que estaríamos unos diez grados al sur del
cabo de Buena Esperanza, o sea a unos 45 de latitud Sur, por lo que pude adivinar de
algunas palabras sueltas que les entreoí; al Sudeste, suponía yo, en su proyectado viaje a
Madagascar. Y aunque esto valía poco mas que una simple suposición, me resolví a tomar
rumbo Este, con la esperanza de encontrar la costa sudoeste de Nueva Holanda y tal vez
alguna isla como la que deseaba yo, situada a su Oeste. El viento soplaba de lleno por el
Oeste, y hacia las seis de la tarde calculé que habría andado lo menos dieciocho leguas al
Este; descubrí como a media legua de distancia una isla muy pequeña, que no tardé en
alcanzar. Era sólo una roca con una caleta abierta, naturalmente, por la fuerza de las
tempestades. En esta caleta metí la canoa, y trepando a la roca, descubrí con toda claridad
tierra al Este, que se extendía de Sur a Norte. Pasé la noche en la canoa, y continuando mi
viaje por la mañana temprano, en siete horas llegué a la parte sudoeste de Nueva Holanda.
Esto me confirmó en la opinión, que vengo de antiguo sosteniendo, de que los mapas y
cartas sitúan este país por lo menos tres grados más al Este de lo que realmente está;
pensamiento que hace muchos años comuniqué a mi digno amigo míster Herman Moll, y
cuyas razones le expuse, aunque él prefirió seguir a otros autores.
No vi habitantes en el sitio donde desembarqué, y, como iba desarmado, tuve miedo de
internarme en el país. Encontré en la playa algunos mariscos, que comí crudos, pues temía
que haciendo fuego me descubriesen los indígenas. Pasé tres días más alimentándome de
ostras y lápades, a fin de ahorrarme víveres, y por ventura encontré un arroyo de agua
excelente, la que me sirvió de gran alivio.
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El cuarto día me aventuré por la mañana temprano un poco más al interior, y vi veinte o
treinta indígenas en una loma, no más de quinientas yardas de mí. Estaban por completo
desnudos, hombres, mujeres y chicos, alrededor de una hoguera, según pude conocer por el
humo. Uno de ellos me advirtió y dio cuenta a los demás; avanzaron hacia mí cinco,
dejando a las mujeres y los chicos junto al fuego. Corrí a la costa todo lo ligero que pude, y
saltando a la canoa emprendí la retirada. Los salvajes, al ver mi huída, corrieron tras de mí,
y sin darme tiempo a entrarme bastante en el mar, me dispararon una flecha que me produjo
una profunda herida en la cara interna de la rodilla izquierda, de la que tendré cicatriz
mientras viva. Temiendo que la flecha estuviese envenenada, una vez que a fuerza de remos
-el día estaba en calma- me puse fuera del alcance de sus dardos, me hice la succión de la
herida y me la curé como pude.
No sabía qué partido tomar, pues no me atrevía a volver al mismo desembarcadero, sino
que me mantenía al Norte a fuerza de remo, porque el viento, aunque suave, me era
contrario y me arrastraba al Noroeste. Buscaba con la vista un desembarcadero seguro,
cuando vi una embarcación al Nornordeste, que se hacía más visible por minutos. Dudé si
aguardarla o no; pero al fin pudo más mi aversión a la raza yahoo, y, volviendo la canoa,
huí a vela y remo hacia el Sur y entré en la misma caleta de donde había partido por la
mañana, más dispuesto a aventurarme entre aquellos bárbaros que a vivir entre yahoos
europeos. Acerqué la canoa a la playa todo lo que pude y me escondí detrás de una piedra
cerca del arroyuelo, que, como he dicho ya, era de agua riquísima.
El barco llegó a menos de media legua de esta ensenada y envió la lancha con vasijas
para hacer aguada -pues, a lo que parece, el lugar era muy conocido-; pero yo no lo advertí
hasta que casi estaba el bote en la playa y ya era demasiado tarde para buscar otro
escondite. Los marinos, al saltar a tierra, vieron mi canoa, y después de registrarla
minuciosamente coligieron que el propietario no debía de encontrarse lejos de allí. Cuatro
de ellos, bien armados, buscaron por todas las grietas y rincones, hasta que por fin me
encontraron acostado boca abajo detrás de la piedra. Contemplaron por buen espacio con
admiración mi traje singular, mi chaqueta hecha de pieles, mis zapatos con piso de madera,
mis medias forradas de piel, lo que por lo pronto les sirvió para conocer que yo no era
natural de aquella tierra, en que todos van desnudos. Uno de los marinos me dijo en
portugués que me levantase y me preguntó quién era. Yo sabía este idioma muy bien, y
poniéndome en pie respondí que era pobre yahoo desterrado del país de los houyhnhnms, y
suplicaba que me permitiesen partir. Se asombraron ellos de oírme hablar en su propia
lengua, y por el color de mi piel pensaron que debía de ser europeo; pero no les era posible
comprender lo que yo quería decir con mis yahoos y mis houyhnhnms, y al mismo tiempo
les provocaba la risa el extraño tono de mi habla, que se parecía al relincho de un caballo.
Temblaba yo, en tanto, de miedo y de odio, y de nuevo pedí licencia para partir y fui a
acercarme poco a poco a la canoa; mas se apoderaron de mí con la pretensión de que les
contestase quién era, de dónde venía y a muchas preguntas más. Les dije que había nacido
en Inglaterra, de donde había salido hacía unos cinco años, época en que su país y el
nuestro vivían en paz. Y esperaba, en consecuencia, que no me tratasen como enemigo, ya
que no hacía daño ninguno, pues era un pobre yahoo que buscaba un lugar desolado donde
pasar el resto de su infortunada vida.
Cuando empezaron a hablar me pareció no haber oído nunca cosa tan extraña. Se me
antojó tan monstruoso como si hubiera roto a hablar en Inglaterra un perro o una vaca, o en
Houyhnhnmlandia un yahoo. Los honrados portugueses se asombraban a su vez de mis
extrañas vestiduras y del modo raro en que yo pronunciaba las palabras, que, no obstante,
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entendían muy bien. Me hablaban con toda humanidad, y me dijeron que estaban seguros
de que su capitán me conduciría gratis a Lisboa, desde donde podría regresar a mi país; dos
marinos volverían al barco, informarían al capitán de lo que habían visto y recibirían
órdenes. En tanto, a menos que les hiciese solemne juramento de no escaparme, tendrían
que sujetarme por la fuerza. Juzgué que lo mejor sería allanarme a su proposición.
Mostraron gran curiosidad por saber mi historia, pero yo les di satisfacción muy escasa; por
donde vinieron a pensar que las desventuras me habían vuelto el juicio. Al cabo de dos
horas, el bote, que marchó cargado de vasijas de agua, volvió con orden del capitán de
llevarme a bordo. Caí de rodillas implorando mi libertad; pero todo en vano; los hombres,
después de amarrarme con cuerdas, me llevaron al bote, de éste al barco y luego al cuarto
del capitán.
Llamábase éste Pedro de Méndez. Era hombre muy amable y generoso. Me rogó le
dijese quién era y qué quería comer o beber; añadió que se me trataría como a él mismo, y
tantas cortesías más, que me sorprendió recibir tales atenciones de un yahoo. No obstante,
yo permanecía silencioso y taciturno; solamente el olor que exhalaban él y sus hombres me
tenía a punto de desvanecerme. Por último, pedí que me llevasen de mi canoa algo que
comer; pero el capitán hizo que me sirviesen un pollo y vino excelente, y mandó luego que
me llevaran a acostar a un muy aseado camarote. No me desnudé, sino que me eché sobre
las ropas de la cama, y a la media hora, cuando calculé que la tripulación estaba comiendo,
me escabullí, corrí al costado del navío e iba a arrojarme al agua, más dispuesto a luchar
con las olas que a seguir entre yahoos. Pero un marino me lo impidió, e informado el
capitán, me encadenaron en el camarote.
Después de comer fue a verme don Pedro, y me pidió que le dijese la razón de tan
desesperado intento. Me aseguró que su único propósito era prestarme servicio en todo
aquello que pudiera, y habló, en suma, tan afectuosamente, que al fin descendí a tratarle
como a un animal dotado de una pequeña dosis de razón. Le hice una corta relación de mi
viaje, de la conjura de mi gente contra mí, del país en que me desembarcaron y de mi
estancia allí durante tres años. Él consideró todo aquello un sueño o una alucinación, de lo
que yo recibí gran ofensa, pues había olvidado completamente la facultad de mentir, tan
peculiar en los yahoos en todos los países en que dominan, y la consiguiente predisposición
a poner en duda las verdades de los de su misma especie. Le pregunté si en su país había la
costumbre de decir la cosa que no era; le aseguré que casi había olvidado lo que él
designaba con la palabra «falsedad», y que así hubiera vivido mil años en
Houyhnhnmlandia no hubiese oído una mentira al criado más ruin; y añadí que me era por
completo indiferente que me creyese o no, aunque, por corresponder a sus favores, estaba
dispuesto a conceder a su naturaleza corrompida la indulgencia de contestar cualquier
objeción que quisiera hacerme, y así, él mismo podría fácilmente descubrir la verdad.
El capitán, hombre de gran discreción, luego de intentar varias veces cogerme en
renuncios sobre alguna parte de mi historia, empezó a concebir mejor opinión de mi
veracidad. Pero me pidió, ya que profesaba a la verdad tan inviolable acatamiento, que le
diese palabra de honor de acompañarle en el viaje sin atentar contra mi vida, pues de otro
modo tendría que considerarme prisionero hasta que llegásemos a Lisboa. Le hice la
promesa que me pedía, pero al mismo tiempo protesté que, antes de volver a vivir entre los
yahoos, prefería sufrir las mayores penalidades.
La travesía transcurrió sin ningún incidente digno de referencia. A veces, por gratitud
hacia el capitán y a insistente requerimiento suyo, me sentaba con él y me esforzaba en
ocultar mi antipatía hacia la especie humana, que, sin embargo, estallaba a menudo a pesar
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mío, lo que él toleraba sin decir nada. Pero la mayor parte del día me lo pasaba encerrado
en mi camarote para no ver a ninguno de la tripulación. El capitán quiso muchas veces
convencerme de que me despojara de mis vestiduras salvajes y me ofreció prestarme el
traje mejor que tenía, pero no pudo conseguir que lo aceptara, pues aborrecía cubrirme con
nada que hubiese tenido un yahoo sobre su cuerpo. Solamente le pedí que me prestara dos
camisas limpias, que, lavadas después de usadas, creía yo que no me ensuciarían tanto. Me
las cambiaba un día sí y otro no y las lavaba yo mismo.
Llegamos a Lisboa el 5 de noviembre de 1715. Al desembarcar me obligó el capitán a
cubrirme con su capa, para impedir que la gente me rodease. Me llevó a su casa, y a formal
requerimiento mío me instaló en la habitación trasera más alta. Le rogué encarecidamente
que ocultase a todo el mundo lo que yo le había dicho de los houyhnhnms, pues la menor
insinuación de tal historia no sólo atraería a verme gentes en gran número, sino que
probablemente me pondría en riesgo de ser encarcelado o quemado por la Inquisición. El
capitán me persuadió para que aceptase un traje nuevo, pero no quise consentir que el sastre
me tomase medida; sin embargo, como don Pedro venía a ser de mi cuerpo, me sentó no
mal el vestido hecho como para él. Me equipó de otras cosas necesarias, todas nuevas, que
aireé veinticuatro horas antes de usarlas.
El capitán no tenía esposa ni más que tres criados, a los cuales no se permitía servir la
mesa; y su conducta obsequiosísima, unida a un clarísimo entendimiento humano, me
hicieron en verdad ir tolerando su compañía. Tanto llegó a influir en mí, que me aventuré a
mirar por la ventana trasera. Poco a poco me llevó a otra habitación, desde donde me asomé
a la calle; pero aparté la cabeza horrorizado. En una semana consiguió que bajase a la
puerta. Noté que mi terror disminuía gradualmente, mas parecían aumentar mi odio y mi
desprecio. Al fin tuve el valor de pasear por la calle en su compañía, pero tapándome bien
las narices con ruda o a veces con tabaco.
A los diez días, don Pedro, a quien yo había dado cuenta de mis asuntos domésticos, me
presentó como caso de honor y de conciencia la obligación de volver a mi país natal y vivir
con mi mujer y mis hijos. Díjome que había en el puerto un barco inglés próximo a darse a
la vela y que él me proporcionaría todo lo preciso. Sería cansado repetir sus argumentos y
mis contradicciones. Me hizo observar que era de todo punto imposible encontrar islas
solitarias como en la que yo quería vivir; en cambio, dueño en mi casa, podía pasar en ella
mi vida tan retirado como me acomodase.
Accedí al cabo, como lo mejor que podía hacer. Salí de Lisboa el 24 de noviembre en un
barco mercante inglés, del que no pregunté quién fuese el patrón. Me acompañó don Pedro
hasta el navío y me prestó veinte libras. Se despidió de mí cortésmente, y al partir me
abrazó, lo que yo conllevé como pude. Durante el último viaje no tuve relación con el
capitán ni con ninguno de sus hombres; fingiéndome enfermo, me mantuve encerrado en mi
camarote. El 15 de diciembre de 1715 echamos el ancla en las Dunas, sobre las nueve de la
mañana, y a las tres de la tarde llegué sano y salvo a mi casa de Rotherhithe.
Mi mujer y demás familia me recibieron con gran sorpresa y contento, pues tenían por
cierta mi muerte. Pero debo confesar con toda franqueza que a mí su vista sólo me llenó de
odio, disgusto y desprecio, y más cuando pensaba en los estrechos vínculos que a ellos me
unían. Porque aunque después de mi desgraciado destierro del país de los houyhnhnms me
había obligado a tolerar la vista de los yahoos y a conversar con don Pedro de Méndez, mi
memoria y mi imaginación estaban constantemente ocupadas por las virtudes y las ideas de
aquellos gloriosos houyhnhnms; y cuando empecé a considerar que por cópula con un ser
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de la especie yahoo me había convertido en padre de otros, quedé hundido en la vergüenza,
la confusión, y el horror más profundos.
Tan pronto como entré en mi casa, mi mujer me abrazó y me besó, y como llevaba ya
tantos años sin sufrir contacto con este aborrecible animal, me tomó un desmayo por más
de una hora. Cuando escribo esto hace cinco años que regresé a Inglaterra. Durante el
primero no pude soportar la presencia de mi mujer ni mis hijos; su olor solamente me era
insoportable, y mucho menos podía sufrir que comiesen en la misma habitación que yo. En
la hora presente no osan tocar mi pan ni beber en mi copa, ni he podido permitir que me
coja uno de ellos de la mano. El primer dinero que desembolsé fue para comprar dos
caballos jóvenes, que tengo en una buena cuadra, y, después de ellos, el mozo es mi
favorito preferido, pues noto que el olor que le comunica la cuadra reanima mi espíritu. Mis
caballos me entienden bastante bien; converso con ellos por lo menos cuatro horas al día.
Sin conocer freno ni silla, viven en gran amistad conmigo y en intimidad mutua.
Capítulo 12
La veracidad del autor. -Su propósito al publicar esta obra. -Su censura a aquellos
viajeros que se apartan de la verdad. -El autor se sincera de todo fin siniestro al
escribir. -Objeción contestada. -El método de establecer colonias. -Elogio de su
país natal. -Se justifica el derecho de la Corona sobre los países descritos por el
autor. -La dificultad de conquistarlos. -El autor se despide por última vez de los
lectores, expone su modo de vivir para lo futuro, da un buen consejo y termina.
Ya te he hecho, amable lector, fiel historia de mis viajes durante dieciséis años y más de
siete meses, en la que no me he cuidado tanto del adorno como de la verdad. Hubiera
podido tal vez asombrarte con extraños cuentos inverosímiles; pero he preferido relatar
llanamente los hechos, en el modo y estilo más sencillos, porque mi designio principal era
instruirte, no deleitarte.
Es fácil para nosotros los que viajamos por apartados países, rara vez visitados por
ingleses y otros europeos, inventar descripciones de animales maravillosos, así del mar
como de la tierra, siendo así que el principal fin de un viajero ha de ser hacer a los hombres
más sabios y mejores y perfeccionar su juicio con los ejemplos malos, y también buenos, de
lo que relatan con referencia a extranjeros lugares.
Desearía yo muy de veras una ley que prescribiese que todo viajero, antes de
permitírsele publicar sus viajes, viniese obligado a prestar juramento ante el gran canciller
de que todo lo que pretendía imprimir era absolutamente verdadero según su más leal saber
y entender, pues así no seguiría engañándose al mundo, como hoy generalmente se hace por
ciertos escritores, que, a fin de buscar aceptación para sus obras, extravían al incauto lector
con las más groseras fábulas. En mis días de juventud he examinado con gran deleite
muchos libros de viajes; pero habiendo ido después a las más partes del globo y podido
contradecir muchas referencias mentirosas con mi propia observación, he concebido gran
disgusto por este género de lectura y alguna indignación de ver cuán descaradamente se
abusa de la credulidad humana. Así, pues que mis amistades quisieron suponer que mis
menguados esfuerzos no resultarían inaceptables para mi país, me obligué, como máxima
de que no debía apartarme nunca, a sujetarme puntualmente a la verdad, aunque tampoco
podría caer por lo más remoto en la tentación de separarme de ella mientras perduren en mi
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ánimo las lecciones y los ejemplos de mi noble amo y los otros ilustres houyhnhnms, de
quienes tanto tiempo había tenido el honor de ser humilde oyente.
Nec el miserum Fortuna Sinonem
Finxit; vanum etiam; inendacemque improba finget.
Demasiado conozco cuán escasa reputación puede alcanzarse con escritos que no
requieren talento ni estudio ni dote alguna que no sea una buena memoria o un exacto
diario. También sé que quienes escriben de viajes, como quienes hacen diccionarios, se ven
sepultados en el olvido por el peso y la masa de aquellos que vienen detrás y, por más
nuevos, más perfectos en la mentira. Y es más que probable que los viajeros que en
adelante visiten los países que yo en este trabajo doy a conocer, logren, rectificando mis
errores, si alguno hubiera, y agregando muchos nuevos descubrimientos de cosecha propia,
restarme toda estima, ocupar mi puesto y hacen que el mundo olvide si yo fuí autor jamás.
Esto sería, sin duda, cruel mortificación si yo escribiese en busca de fama; pero como mi
aspiración sólo fue el bien general, no ha de servirme en ningún modo de desengaño. Pues,
¿quién podrá leer lo que yo refiero de las virtudes de los gloriosos houyhnhnms sin sentir
vergüenza de sus vicios cuando se considere el animal dominante y razonador de su país?
Nada diré de aquellas remotas naciones en que gobiernan yahoos, entre las cuales es la
menos corrompida la de los brobdingnagianos, cuyas sabias máximas de moral y de
gobierno serían nuestra felicidad si diésemos en observarlas. Pero dejo los comentarios, y al
juicioso lector, que por cuenta propia haga observaciones y establezca analogías.
Me produce no pequeña satisfacción pensar que no es posible que esta mi obra
encuentre censores; pues ¿qué objeciones pueden hacerse en contra de un escritor que relata
únicamente simples hechos acaecidos en países de tal modo distantes que no puede
movernos respecto de ellos interés alguno, bien sea de comercio o de negociaciones
políticas? He evitado cuidadosamente caer en todas aquellas faltas que de ordinario y con
demasiada justicia se imputan a los que escriben de viajes. Además, no me ocupo para nada
de partido ninguno, sino que escribo sin pasión, prejuicio ni malevolencia contra ningún
hombre, cualquiera que sea. Escribo con el nobilísimo fin de informar e instruir al género
humano, propósito para el que puedo, sin inmodestia, preciarme de cierta superioridad,
basada en las enseñanzas recibidas durante el largo tiempo que conversé con los
houyhnhnms más eminentes. Escribo sin mira alguna de provecho ni de nombradía, sin dar
jamás curso a una palabra que pueda parecer repercusión de afectos personales o suponer la
menor ofensa, aun para aquellos que más prontos estén a tomarla. Así, que espero tener
justo derecho a calificarme de autor completamente irreprensible, contra el cual los
ejércitos de la réplica, el examen, la observación, la interpretación, la averiguación y la
anotación no encontrarán nunca motivo para ejercitar sus talentos.
Confieso que se me ha indicado que el deber me obligaba, como súbdito de Inglaterra, a
escribir un memorial a un secretario de Estado inmediatamente después de mi regreso, pues
cualesquiera tierras que un súbdito descubre pertenecen a la Corona. Pero dudo que
nuestras conquistas en los países de que trato fuesen tan fáciles como fueron las de Hernán
Cortés sobre americanos desnudos. Creo que los liliputienses apenas valen el gasto de una
flota y un ejército para reducirlos, y pregunto yo si sería prudente ni seguro atacar a los
brobdingnagianos, y si un ejército inglés se encontraría muy tranquilo con la isla volante
sobre sus cabezas. Los houyhnhnms no parecen tan bien preparados para la guerra, ciencia
a que son extraños por completo, ni mucho menos para librarse de armas arrojadizas; no
obstante, si yo fuese ministro de Estado, jamás aconsejaría la invasión de aquel territorio.
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La prudencia, la magnanimidad, el desconocimiento del miedo y el amor al país que reinan
entre los habitantes compensarían con largueza todos los defectos en el arte militar.
Imagínense veinte mil de ellos lanzándose en medio de un ejército europeo, desordenando
sus filas, volcando sus carros, destrozando la cara a los guerreros con terribles sacudidas de
sus patas traseras; sin duda que se harían dignos de la reputación de Augusto: Recalcitrat
undique tutus. Pero, en vez de proyectos para conquistar aquella nación magnánima,
preferiría yo que ellos pudieran y quisieran enviar suficiente número de sus habitantes para
civilizar a Europa, instruyéndonos en los elementales principios del honor, la justicia, la
verdad, la templanza, el espíritu público, la fortaleza, la castidad, la amistad, la
benevolencia y la fidelidad. Virtudes todas éstas cuyos nombres se conservan aún entre
nosotros en la mayoría de los idiomas, y se encuentran así en los autores modernos como
los antiguos, según puedo aseverar fundado en mis escasas lecturas.
Pero había otra razón que me detenía en el camino de aumentar los dominios de Su
Majestad con mis descubrimientos. A decir verdad, había concebido algunos escrúpulos
respecto de la justicia distributiva de los príncipes en tales ocasiones. Por ejemplo: una
banda de piratas es arrastrada por la tempestad no saben adonde; por fin, un grumete
descubre tierra desde el mastelero; desembarcan para robar y saquear; encuentran un pueblo
sencillo, que los recibe con amabilidad; toman de él formal posesión en nombre de su rey;
erigen en señal un tablón podrido o una piedra; asesinan a dos o tres docenas de indígenas;
se llevan por la fuerza una pareja como muestra; regresan a su patria y alcanzan el perdón.
Aquí comienza un nuevo dominio, adquirido con título de derecho divino. Se envían barcos
en la primera oportunidad; se expulsa o se destruye a los naturales; se tortura a sus
príncipes para obligarlos a declarar dónde tienen su oro; se concede plena autorización para
todo acto de inhumanidad y lascivia, y la tierra despide vaho de la sangre de sus moradores.
Y esta execrable cuadrilla de carniceros, empleada en esta piadosa expedición, es una
colonia moderna, enviada para convertir y civilizar a un pueblo idólatra y bárbaro.
Pero reconozco que esta descripción en ningún modo se refiere a la nación británica, que
puede servir de ejemplo a todo el mundo por su sabiduría, cuidado y justicia en establecer
colonias; sus liberales consignaciones para el progreso de la religión y la cultura; su
elección de pastores devotos y capaces para propagar el cristianismo; su precaución de
poblar las provincias con gentes de vida y conservación moderadas, enviadas de la madre
patria; su riguroso celo en la administración de justicia, designando para el ministerio civil,
en todas y cada parte de sus colonias, funcionarios de la mayor competencia, totalmente
inaccesibles a la corrupción, y, por coronarlo todo, su tino para enviar a los más vigilantes y
virtuosos gobernadores, que no tienen más aspiración que la felicidad de los pueblos que
dirigen y el honor del rey su señor.
Pero como los pueblos que yo he descrito no parecen tener el menor deseo de ser
conquistados y esclavizados, asesinados ni expulsados por colonias ni abundan en oro,
plata, azúcar ni tabaco, juzgué humildemente que no eran de ningún modo objeto apropiado
para nuestro celo, nuestro valor y nuestro interés. No obstante, si aquellos a quienes más
directamente importa encuentran de su gusto sustentar contraria opinión, estoy dispuesto a
declarar, cuando se me requiera legalmente, que ningún europeo visitó aquellos países antes
que yo. Es decir, si hemos de creer a los naturales. Pero, por lo que hace a la formalidad de
tomar posesión en nombre de mi soberano, jamás se me pasó por las mientes; y aunque se
me hubiera pasado, visto el giro que mis asuntos llevaban por entonces, quizá lo hubiera
diferido, por prudencia e instinto de conservación, para mejor oportunidad.
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Contestada con esto la única objeción que como viajero pudiera ponérseme, me despido
por fin en este punto de todos mis amados lectores y me vuelvo a absorberme en mis
meditaciones y a mi pequeño jardín de Redriff; a poner por obra aquellas sabias lecciones
de virtud que aprendí entre los houyhnhnms; a instruir a los yahoos de mi familia hasta
donde llegue su condición de animal dócil; a mirar frecuentemente en un espejo mi propia
imagen, para ver si así logro habituarme con el tiempo a soportar la presencia de una
criatura humana; a lamentar la brutalidad de los houyhnhnms de mi tierra, aunque siempre
tratando con respeto sus personas, en honor de mi noble amo, su familia, sus amigos y toda
la raza houyhnhnm, a que éstos que viven entre nosotros tienen el honor de asemejarse en
todas sus facciones, por más que sus entendimientos hayan degenerado.
La semana pasada empecé a permitir a mi mujer que se sentase a comer conmigo, en el
extremo más apartado de una larga mesa, y me contestara, aunque con la mayor brevedad, a
unas cuantas preguntas que le hice. Sin embargo, como el olor de los yahoos sigue
molestándome mucho, tengo siempre la nariz bien taponada con hojas de ruda, espliego o
tabaco. Y aun cuando es difícil para un hombre perder en época avanzada de la vida añejas
costumbres, no dejo de tener esperanzas de poder tolerar en algún tiempo la próxima
compañía de un yahoo sin el recelo que aun me inspiran sus clientes y sus garras.
Mi reconciliación con la especie yahoo en general no sería tan difícil si ellos se
contentaran sólo con los vicios y las insensateces que la Naturaleza les ha otorgado. No me
causa el más pequeño enojo la vista de un abogado, un ratero, un coronel, un necio, un lord,
un tahur, un político, un médico, un delator, un cohechador, un procurador, un traidor y
otros parecidos; todo ello está en el curso natural de las cosas. Pero cuando contemplo una
masa informe de fealdades y enfermedades, así del cuerpo como del espíritu, forjada a
golpes de orgullo, ello excede los límites de mi paciencia, y jamás comprenderé cómo tal
animal y tal vicio pueden ajustarse. Los sabios y virtuosos houyhnhnms, que abundan en
todas las excelencias que pueden adornar a un ser racional, no tienen en su idioma término
para designar este vicio, como no lo tienen para expresar nada que signifique el mal,
excepto aquellos con que califican las detestables cualidades de sus yahoos, y entre ellas no
pueden distinguir ésta del orgullo por falta de completo conocimiento de la naturaleza
humana, según se muestra en otros países en que este animal gobierna. Pero yo, con mi
mayor experiencia pude claramente reconocer algunos rudimentos de ella en los yahoos
silvestres. Los houyhnhnms, que viven bajo el gobierno de la razón, no se encuentran más
orgullosos de las buenas cualidades que poseen que puedo estarlo yo de que no me falte un
brazo o una pierna, lo que no puede constituir motivo de jactancia para ningún hombre en
su juicio, aunque sería desdichado si le faltaran. Insisto particularmente sobre este punto,
llevado del deseo de hacer por todos los medios posibles la sociedad del yahoo inglés no
insoportable, y, de consiguiente, conjuro desde aquí a quienes tengan algún atisbo de este
vicio absurdo para que no se atrevan a comparecer ante mi vista.
FIN