¿Qué es el realismo y cuando surge?
El Realismo y el Naturalismo sustituyen al Romanticismo. Este movimiento literario aparece en la segunda mitad del siglo XIX, como consecuencia de las circunstancias sociales de la época: la consolidación de la burguesía como clase dominante, la industrialización, el crecimiento urbano y la aparición del proletariado.
El naturalismo
Selección, introducción
y notas de Laureano Bonet
Traducción de Jaume Fuster
Título original francés:
Le natúralisme.
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Primera edición en esta colección: noviembre de 2002.
© de la selección, la introducción y las notas:
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I S B N :8 4 - 8 3 0 7 -5 2 3 -7 .
CO N TEN ID O
Introducción, por Laureano Bonet 7
E L N A T U R A L ISM O
LA NOVELA EXPERIM ENTAL 4 1
CARTA A IA JUVENTUD 95
EL NATURALISMO EN EL TEATRO '1 4 4
EL DINERO EN LA LITERATURA 1 9 4
SOBRE LA NOVELA 2 3 9
El sentido de lo real 239
La expresión personal 248
La fórmula crítica aplicada a la novela 255
Sobre la descripción I262
E L N ATU RALISM O EN EL TEATRO
¿Tengo necesidad, ante todo, de explicar qué entiendo
por naturalismo? Se me ha reprochado mucho esta palabra, se finge todavía no entenderla. Abundan las bromas sobre este tema. No obstante, quiero responder a
la pregunta, ya que nunca se aporta claridad suficiente
en la crítica.
Mi gran crimen sería el haber inventado y lanzado
una palabra nueva para designar una escuela literaria
vieja como el mundo.
De entrada, creo que no he inventado esta palabra que ya estaba en uso en diversas literaturas extranjeras; todo lo más, lo he aplicado a la
evolución actual de nuestra literatura nacional. Después, aseguran que el naturalismo data de las primeras
obras escritas; ¿quién ha dicho nunca lo contrario? Esto
sólo prueba que procede de las mismas entrañas de la
humanidad. Toda crítica, desde Aristóteles a Boileau ha
enunciado el principio de que toda obra se debe basar
en la realidad. Ésta es una afirmación que me alegra y
que me ofrece nuevos argumentos. La escuela naturalista, según la opinión de quienes la atacan o se burlan
de ella, está asentada sobre fundamentos indestructibles.
No se trata del capricho de un hombre, de la locura de
—
un grupo; ha nacido del trasfondo eterno de las cosas,
de la necesidad que tiene todo escritor de tomar por
base a la naturaleza. ¡Muy bien! Comprendido. Partamos de ello. j
Entonces se me dirá: ¿por qué tanto ruido, por qué
hace usted de innovador, de revelador? Y es aquí donde empieza el malentendido.
Soy simplemente un observador que constata los hechos. Los empíricos sólo
aportan fórmulas inventadas. Los sabios se contentan
en avanzar paso a paso, apoyándose en el método experimental. Lo cierto es que no traigo ninguna nueva
religión en mi bolsillo. No revelo nada porque no creo
en la revelación; no invento nada porque creo más útil
obedecedor a los impulsos de la humanidad, a la evolución continua que nos arrastra. Todo mi papel de
crítico, pues, es el de estudiar de dónde venimos y en
dónde estamos. Cuando me arriesgo a prever adonde
vamos, es una pura especulación por mi parte, una
conclusión lógica. Por todo lo que ha sido y todo lo
que es, me creo capaz de decir lo que será. Esta es mi
tarea. Es ridículo otorgarme otra, plantarme sobre una
roca, pontificando y profetizando, haciéndome cabecilla de una escuela, tuteándome con Dios.
Pero ¿y esta nueva palabra, esta terrible palabra
«naturalismo»? Sin duda se hubiera querido que empleara las palabras de Aristóteles. El había hablado de
la verdad en el arte y esto debería bastarme.
A partir
del momento en que yo aceptaba el fondo eterno de
fas cosas, que yo no creaba el mundo por segunda vez,
rio tenía necesidad de una nueva expresión. En verdad
¿se burlan de mí? ¿Acaso el fondo eterno de las cosas
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no toma formas diversas, según la época y las civilizaciones? ¿Acaso, desde hace seis mil años cada pueblo
no ha interpretado y llamado a su manera las cosas que
provienen de la misma raíz común? Admito por un
momento que Homero era un poeta naturalista; pero
nuestros novelistas no son naturalistas a la manera de
Homero, entre las dos épocas literarias existe un abismo. No tener en cuenta esto es juzgar en lo absoluto,
borrar la historia de un plumazo, confundirlo todo sin
tener en cuenta la evolución constante del espíritu humano. Cierto es que una obra nunca será más que un
rincón de la naturaleza visto a través de un temperamento. Si nos detenemos aquí, no iremos lejos. A partir del momento en que abordemos la historia literaria, nos será necesario llegar a elementos extraños, a
las costumbres, a los sucesos, a los movimientos del espíritu que modifican, detienen o precipitan las literaturas. Mi opinión personal al respecto es que el naturalismo data de la primera línea que escribió el
hombre. Desde este día, se planteó la cuestión de la
verdad.,Si concebimos la humanidad como un ejército
en marcha a través de las edades, lanzado a la conquista de la verdad, en medio de todas las miserias, de todas las enfermedades, habrá que poner en vanguardia
a los sabios y a los escritores. Sólo bajo este punto de
vista es posible escribir una historia de la literatura, y
no bajo el punto de vista de un ideal absoluto, de una
medida estética común, perfectamente ridicula. Pero
es comprensible que no pueda remontarme hasta ahí,
que me sea imposible emprender un trabajo tan descomunal, examinar las marchas y contramarchas de los
escritores de todas las naciones, constatar por qué tinieblas y por qué auroras han pasado. He tenido que
limitarme al siglo pasado, a este maravilloso desarrollo
de la inteligencia, a este movimiento prodigioso del
que ha salido nuestra sociedad contemporánea. Y precisamente aquí he tenido una afirmación triunfal del
naturalismo, es aquí donde he encontrado la palabra.
La cadena se hunde en los tiempos, confusamente; basta con tomarla en el siglo xvm y seguirla hasta nuestros días. Dejemos a Aristóteles, dejemos a Boileau; es
necesaria una palabra particular para designar una
evolución, que se inició evidentemente en los primeros días del mundo, pero que llegó por fin a un desarrollo decisivo, en medio de circunstancias más favorables. _
Detengámonos, pues, en el siglo xvm. Es una soberbia eclosión. I lay un hecho que todo lo domina: la
creación de un método. Hasta aquel momento, los sabios procedían como los poetas, por fantasía individual,
por genialidades. Algunos de ellos encontraban verdades por casualidad; pero se trataba de verdades desligadas sin que ningún vínculo las uniera, verdades que se
confundían con los más bastos errores. Se quería crear
la ciencia de pies a cabeza, de la misma manera que se
rima un poema; se la sobreañadía a la naturaleza por
medio de fórmulas empíricas, por medio de consideraciones metafísicas que en la actualidad nos asombran.
X he aquí que una pequeñísima circunstancia transforma este campo estéril en el que nada crecía. Un día, un
sabio se atrevió a querer experimentar antes
/
quiridas, retornó a las causas primeras, al estudio de los
cuerpos, a la observación de los hechos. Como el niño
que va a la escuela, consintió en volverse humilde, deletreó la naturaleza antes de leerla de corrido. Era una
revolución, la ciencia se separaba del empirismo, el
método consistía en ir de lo conocido a lo desconocido. Se partía de un hecho observado, se avanzaba, así,
de observación en observación, evitando sacar conclusiones antes de estar en posesión de los elementos necesarios. En una palabra, en lugar de empezar por la
síntesis, se empezaba por el análisis; no se pretendía
ya arrancar la verdad a la naturaleza por una especie
de augurio, de revelación; se la estudiaba largamente,
pacientemente, pasando de lo simple a lo compuesto,
hasta que se llegó a conocer su mecanismo. Ya se había
hallado el instrumento, el método consolidaría y ampliaría todas las ciencias.
Cierto, esto ocurrió pronto. Las ciencias naturales
fueron fijadas gracias a la minuciosidad y a la exactitud
de las observaciones; en lo que concierne a la anatomía, abrió todo un mundo nuevo, reveló día a día un
poco del secreto de la vida. Se crearon otras ciencias, la
química, la física. En la actualidad todavía son ciencias
jóvenes, crecen y nos conducen a la verdad de 1111 movimiento que, de tan rápido, a veces inquieta. No puedo
examinar cada una de las ciencias. Será suficiente con
nombrar la cosmografía y la geología, que tan terrible
golpe han dado a las fábulas de las religiones. La eclosión fue general y todavía continúa.
Pero en una civilización todo está relacionado entre sí. Cuando una parte del espíritu humano se em148
pieza a mover, la sacudida se propaga y no tarda en determinar una evolución completa. Cuando las ciencias,
que hasta el momento habían tomado de las letras una
parte de la imaginación, se separaron de la fantasía
para unirse a la naturaleza, se vio cómo las letras, a su
vez, siguieron a las ciencias y adoptaron, también, el
método experimental. El gran movimiento filosófico
del siglo xvin es una vasta búsqueda, a menudo titubeante, cuya finalidad constante es la de poner de nuevo
en duda todos los problemas humanos y resolverlos.
El estudio de los hechos y del medio reemplaza, en la
historia y en la crítica, las viejas reglas escolásticas. En
las obras puramente literarias, la naturaleza pronto interviene y reina con Rousseau y su escuela; los árboles,
las aguas, las montañas, los grandes bosques se convierten en seres que ocupan de nuevo su sitio en el mecanicismo del mundo; el hombre ya no es una abstracción
intelectual, la naturaleza le determina y le completa.
Diderot es la gran figura del siglo; entrevé todas las
verdades, se adelanta a su época haciendo una guerra
ininterrumpida al edificio carcomido de los convencionalismos y de las reglas. Magnífico impulso de una
época, colosal labor de la cual ha salido nuestra sociedad, era nueva de la que partirán los siglos en los que
entra la humanidad, con la naturaleza por base y el
método por instrumento.
Pues bien, esta evolución es lo que yo he denominado naturalismo, y creo que no se podría utilizar palabra más justa. El naturalismo es la vuelta a la naturaleza, es esta operación que los sabios realizaron el día
en que decidieron partir del estudio de los cuerpos y
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de los fenómenos, de basarse en la experiencia, de proceder por medio del análisis. El naturalismo en las letras es, igualmente, el regreso a la naturaleza y al hombre, es la observación directa, la anatomía exacta, la
’ t aceptación y la descripción exacta de lo que existe. La
tarea ha sido la misma tanto para el escritor como para
el sabio. Uno y otro tuvieron que reemplazar las abstracciones por realidades, las fórmulas empíricas por
los análisis rigurosos. Así pues, no más personajes abstractos en las obras, no más invenciones falseadoras,
no más absoluto, sino personajes reales, la verdadera
historia de cada uno, la relación de la vida cotidiana.
Se trataba de empezarlo todo de nuevo, de conocer al
hombre en las propias fuentes de su ser, antes de concluir a la manera de los idealistas que inventan tipos; a
partir de aquel momento, los escritores sólo tenían
que tomar de nuevo el edificio por su base, aportando
la mayor cantidad de documentos posible, presentados
en su orden lógico. Esto es el naturalismo que, si se
quiere, proviene del primer cerebro pensante, pero
cuya evolución, la evolución sin duda definitiva, tuvo
lugar el siglo pasado.
Una evolución tan considerable del espíritu humano no podía tener lugar sin un trastorno social. La Revolución Francesa fue esta subversión, esta tempestad
que barrería el viejo mundo para dejar el sitio limpio al
mundo nuevo. ¡Nosotros empezamos este mundo nuevo, somos los hijos directos del naturalismo en todas
las cosas, tanto en política como en filosofía, en ciencia como en literatura y en arte. Amplío la palabra naturalismo porque es, realmente, el siglo entero, él movimiento de la inteligencia contemporánea, la fuerza
que nos arrastra y que trabaja para los siglos futuros.
La historia de estos ciento cincuenta últimos años lo
prueba, y uno de los más típicos fenómenos es la desviación momentánea de los espíritus tras Rousseau y
Chateaubriand, esta singular eclosión del romanticismo en el seno de una época de ciencia. Me detendré
un instante en esta época pues hay una observación de
gran valor por hacer.
Es extraño que una revolución se lleve a cabo en
un clima de calma y de sentido común. Los cerebros
se desequilibran, la imaginación se azora, se ensombrece, se puebla de fantasmas. Después de las rudas
sacudidas de finales del siglo pasado y bajo la influencia enternecida e inquieta de Rousseau, se ve a los poetas tomar actitudes melancólicas y fatales. N o saben
hacia dónde se les lleva, se lanzan a la amargura, a la
contemplación, a los sueños extraordinarios. N o obstante, también ellos han recibido el soplo de la Revolución. También son rebeldes. Aportan la rebelión del
color, de la pasión, de la fantasía, hablan de romper
violentamente las reglas y de renovar la lengua con
una oleada de poesía lírica, esplendorosa y soberbia.
Además, la verdad los ha impresionado, exigen el color local, creen resucitar las épocas muertas. Todo el
romanticismo está aquí. Es una reacción violenta contra la literatura clásica; es el primer uso insurreccional
que los escritores hacen de la libertad literaria reconquistada. Dan la campanada, se embriagan con sus
propios gritos, se precipitan en la exageración por la
necesidad de protestar. El movimiento es tan irresisti151
ble que todo lo arrastra; no solamente resplandece la
literatura, sino que la escultura, la pintura, la música
se vuelven románticas; el romanticismo triunfa y se
impone. Delante de una manifestación tan general y
tan potente, se puede creer por un momento que la
fórmula literaria y artística quede fijada por mucho
tiempo. La fórmula clásica duró dos siglos por lo menos; ¿por qué la fórmula romántica, que ha reemplazado la clásica, no puede tener la misma duración? Y
al notar que, al cabo de un cuarto de siglo, el romanticismo agoniza, se muere lentamente en su hermosa
muerte, se siente sorpresa. Entonces, la verdad toma
cartas de naturaleza. El movimiento romántico no era,
decididamente, más que una empresa descabellada.
Algunos poetas y escritores de un talento inmenso,
toda una magnífica generación de gran ímpetu hubie-
' rail podido dar el cambio. Pero el siglo no pertenece a
estos soñadores sobreexcitados, a estos pioneros madrugadores cegados por el sol del amanecer. No rei presentaban nada claro, no eran más que la vanguardia encargada de preparar el terreno, de asegurar la
conquista por medio de excesos. El siglo pertenece a
los naturalistas, a los hijos directos de Diderot, cuyos
batallones sólidos iban a fundar un verdadero Estado.
La cadena se reanudaba, el naturalismo triunfaba con
Balzac. Después de las violentas catástrofes de su nacimiento, el siglo entraba por fin en la vía amplia por
la que debía caminar. Esta crisis del romanticismo tenía que producirse, pues correspondía a la catástrofe
social de la Revolución Francesa, de la misma manera
que comparaba el naturalismo triunfante con nuestra
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actual República, que se está formando gracias a la ciencia y a la razón.
He aquí, pues, dónde nos encontramos en la actualidad. El romanticismo que no correspondía a nada duradero, que era simplemente la inquieta melancolía del
viejo mundo y el toque de clarín de la batalla, se ha
derrumbado frente al naturalismo, que se ha presentado de nuevo más fuerte y amo todopoderoso, conduciendo el siglo del cual es el sopló. ¿Es necesario mostrarlo en todas partes? Sale de la tierra sobre la cual
caminamos, aumenta a cada instante, penetra y anima
todas las cosas. Se le encuentra en las ciencias que han
seguido tranquilamente su camino durante la locura
del romanticismo; se le encuentra en todas las manifestaciones de la inteligencia, separándose cada vez más de
las influencias románticas que por un instante parecían
haberle ahogado. Renueva las artes, la escultura y sobre
todo la pintura, extiende la historia y la crítica y se afirma en la novela; por medio de la novela, con Balzac y
Stendhal se remonta más allá del romanticismo y reanuda, así, la cadena con el siglo xvm. La novela es su
dominio, su campo de batalla y su victoria. Parece haber tomado la novela para demostrar el poder del método, la fuerza de lo verdadero, la novedad inextinguible de los documentos humanos. En fin, hoy toma
posesión de las tablas, empieza a transformar el teatro
n «w ■ ■ 1 " 1 **— í* " 1 * ’ í que es, fatalmente, la última fortaleza de los convencionalismos. Cuando haya triunfado, su evolución será
completa, la fórmula clásica será reemplazada, sólida y
definitivamente, por la naturalista, que debe ser la fórmula del nuevo estado social.
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Me ha parecido necesario insistir y explicar esta
denominación de naturalismo, [jorque se afecta no
comprenderla. Pero ahora restrinjo la cuestión porque
quiero estudiar simplemente el movimiento naturalista en el teatro. No obstante, también debo, hablar de
la novela contemporánea puesto que me es indispensable un punto de comparación. Vamos a ver en qué estadio se encuentra el teatro y en qué estadio se encuentra la novela. La conclusión será fácil.
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He hablado a menudo con escritores extranjeros y en
todos ellos he encontrado siempre la misma sorpresa.
Están en mejores condiciones que nosotros para juzgar
las grandes corrientes de nuestra literatura, pues nos
ven a distancia y se encuentran al margen de nuestras
luchas cotidianas. Su asombro proviene de que tengamos dos literaturas totalmente separadas, la novela y el
teatro. En los pueblos vecinos no ocurre nada parecido.
Parece como si en Francia la literatura se hubiera cortado en dos partes desde hace medio siglo; la novela se
ha pasado a un lado mientras que el teatro permanecía
en el otro; y entre ambos, ha surgido un abismo cada
vez más profundo. Examinemos un instante esta situación; es de las más curiosas y de las más instructivas.
Nuestra crítica corriente, me refiero a los folletinistas
que llevan a cabo la ardua tarea de juzgar día a día las
piezas nuevas, establece como principio que no hay
nada en común entre una novela y una obra dramática,
ni el plan, ni los procedimientos; lleva las cosas hasta el
punto de declarar que existen dos estilos, el estilo del
teatro y el estilo de la novela, y que un tema que se puede tratar en un libro no puede ser tratado en escena.
Esto equivale a decir, como los extranjeros, que tenemos dos literaturas. Esto es cierto, la crítica no hace
más que constatar un hecho. Solamente queda por ver
si esta crítica no se dedica a una tarea detestable al transformar este hecho en una ley, al decir que esto es así
porque no puede ser de otra manera. Tenemos la continua tendencia de reglamentarlo todo, de codificarlo
todo. Lo peor es que, cuando nos hemos sujetado a nosotros mismos con reglas y convencionalismos, necesitamos luego esfuerzos sobrehumanos para romper las
ataduras.
Así pues, tenemos dos literaturas, disemejantes en
todo. Cuando un novelista quiere abordar el teatro, se
desconfía, la gente se encoge de hombros. ¿Acaso el
propio Balzac no fracasó? Cierto es que M. Octave
Feuillet triunfó. Voy a permitirme seguir esta cuestión
desde su principio para intentar resolverla lógicamente. Primeramente, veamos la novela contemporánea.
Víctor Hugo escribió poemas incluso cuando utilizaba la prosa; Alejandro Dumas, padre, no fue más que
un prodigioso narrador; George Sand nos explicó los
sueños de su imaginación con un lenguaje fácil y afortunado. No me remontaré a los escritores que pertenecen al soberbio impulso romántico y que no han
dejado descendencia directa; quiero decir que, en la
actualidad, su influencia sólo se ejerce por reacción y
de una manera que determinaré a continuación. Los
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orígenes de nuestra novela contemporánea se encuentran en Balzac y Stendhal, y en ellos hay que buscarlos
y consultarlos. Ambos escaparon a la locura del romanticismo, Balzac lo hizo a pesar suyo, Stendhal por
una resolución de hombre superior. Mientras que se
aclamaba el triunfo de los líricos, mientras que Víctor
Hugo era consagrado estrepitosamente como rey literario, ambos morían en la miseria, casi oscuramente,
en medio del desdén y de la negación del público. Pero
dejaban en sus obras la fórmula naturalista del siglo y
llegaría el momento en que toda una descendencia
crecería sobre sus tumbas mientras que la escuela romántica se moría de anemia y sólo quedaba encarnada
por un anciano ilustre al cual el respeto impediría decir la verdad.
Sólo será un rápido resumen. Es inútil insistir sobre la nueva fórmula que aportaron Balzac y Stendhal.
Hacían, para la novela, la investigación que los sabios hacían para la ciencia. Ya no imaginaban, ya no narraban.
Su tarea consistía en tomar al hombre, disecarlo, analizar su carne y su cerebro. Stendhal era, sobre todo,
un psicólogo. Balzac estudiaba más particularmente
los temperamentos, reconstruía los ambientes, amasaba los documentos humanos, tomando el título de doctor en ciencias sociales. Comparemos Le Pére Goriot o
La Cousine Bette con las novelas precedentes, tanto con
las del siglo xvn como con las del siglo xvm, y nos daremos cuenta de la evolución naturalista consumada.
Sólo se ha conservado la palabra novela, lo que es una
equivocación pues ha perdido todo su significado.
Ahora tengo que elegir entre la descendencia de
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Balzac y de Stendhal. Encuentro primero a M. Gustave Flaubert, quien completará la fórmula actual. En él
vamos a encontrar la reacción a la influencia romántica de la que ya he hablado. Una de las amarguras de
Balzac era la de no tener la brillante forma de Víctor
Hugo. Se le acusaba de escribir mal, lo que le hacía
sentirse muy desgraciado. En ocasiones intentó luchar
con un follaje lírico, como por ejemplo cuando escribió La femme de trente ans y Le Lis dans la Vallée; pero
ello no le sirvió de mucho; este prodigioso escritor no
fue nunca tan gran prosista como cuando utilizó su estilo abundante y fuerte. Con M. Gustave Flaubert, la
fórmula naturalista pasa a manos de un artista perfecto. Se solidifica, adquiere la dureza y el brillo del mármol. M. Gustave Flaubert creció en pleno romanticismo. Todas sus ternuras fueron para el movimiento de
1830. Cuando lanzó Múdame Bova?y fue como un desafío al realismo de entonces, que se jactaba de escribir
mal. El pretendía probar que se podía hablar de la pequeña burguesía de provincias con la amplitud y la
energía que puso Homero al hablar de los héroes griegos. Pero, afortunadamente, la obra tenía otro alcance. Lo hubiera querido o no, M. Gustave Flaubert acababa de aportar al naturalismo la última fuerza que le
faltaba, la de la forma perfecta e imperecedera que ayuda a las obras a vivir. A partir de entonces, la fórmula
quedó fijada. Los recién llegados no tenían más alternativa que caminar por esta larga vía de la verdad por
el arte. Los novelistas continuarían la investigación de
Balzac, que consistía en avanzar cada día en el análisis
del hombre sometido a la acción del medio; serían a la
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vez artistas, tendrían la originalidad y la ciencia de la
forma, darían a lo verdadero el poder de una resurrección por medio de la intensa vida de su estilo.
Al mismo tiempo que M. Gustave Flaubert, MM.
Edmond y Juies Goncourt trabajaban también en
este esplendor de la forma. Éstos no provenían del romanticismo. No tenían nada de latinos, nada de clásicos; inventaban su lengua, notaban con una increíble
intensidad sus sensaciones de artistas enfermos de su
arte. Fueron los primeros que, en Germinie Lacerteux,
estudiaron el pueblo de París, describiendo las avenidas, los paisajes desolados de las afueras, y osaron decirlo todo en un lenguaje refinado que daba a los seres
y a las cosas vida propia. Han ejercido gran influencia
sobre el actual grupo de novelistas naturalistas. Si adquirimos nuestra solidez, nuestro método exacto en M.
Gustave Flaubert, hay que añadir que nos sentimos tocados por esta nueva lengua de M. Goncourt, esta lengua penetrante como una sinfonía, que da a los objetos
el cosquilleo nervioso de nuestra época, que va más lejos de la frase escrita y añade color, sonido y perfume a
las palabras del diccionario. No juzgo, solamente constato. Mi único objetivo es establecer las fuentes de la novela contemporánea, explicar en qué consiste esta novela y por qué.
He aquí, pues, las fuentes claramente indicadas.
Arriba, Balzac y Stendhal, un fisiólogo y un psicólogo,
separados de la retórica del romanticismo, que fue sobre todo una conmoción de retóricos. Después, entre
nosotros y estos dos antepasados, M. Gustave Flaubert
por una parte, y por otra MM. Edmond yjules Gon158
court, que aportaron la ciencia del estilo, fijando la
fórmula en una retórica nueva. La novela naturalista
está ahí. No hablaré de sus representantes actuales.
Será suficiente con que indique los caracteres constitutivos de esta novela.
He dicho que la novela naturalista era simplemente una investigación sobre la naturaleza, los seres y las
cosas. No dedica, pues, su interés a la ingeniosidad de
una fábula bien inventada y desarrollada según ciertas
reglas. La imaginación ya no se utiliza, la intriga importa poco al novelista, el cual no se inquieta ni por la
exposición, ni por el nudo, ni por el desenlace; quiero
decir que el novelista no interviene para quitar o añadir algo a la realidad, que no fabrica un armazón con
todas las piezas según las necesidades de una idea preconcebida. Se parte de la idea que la naturaleza es suficiente; hay que aceptarla tal cual es sin modificarla
ni recortarla; es suficientemente hermosa, suficiente- -! ,
mente grande para llevar consigo un principio, un
medio y un fin. En lugar de imaginar una aventura, en
lugar de complicarla, de preparar golpes teatrales que, de escena en escena, la conduzcan a una conclusión
final, se toma simplemente la historia de un ser o de
un grupo de seres de la vida real, cuyos actos se registran con toda fidelidad. La obra se convierte en un
proceso verbal y nada más; sólo tiene el mérito de la
exacta observación, de la penetración más o menos profunda del análisis, del encadenamiento lógico de los
hechos. Incluso en ocasiones no se relata una vida entera con un principio y un fin; se relata únicamente
un fragmento de existencia, algunos años de la vida de
m
&
un hombre o de una mujer, una sola página de historia
humana que ha tentado al novelista, de la misma manera que el estudio especial de un cuerpo puede tentar
al químico. La novela ya no tiene límites, ha invadido
y desposeído a los otros géneros. Como la ciencia, es
dueña del mundo. Aborda todos los temas, escribe la
historia, trata de fisiología y de psicología, se eleva
hasta la más alta poesía, estudia las más diversas cuestiones, la política, la economía social, Ja religión, las
costumbres. La naturaleza entera es de su dominio. Se
mueve en ella libremente, adoptando la foima que más
le gusta, utilizando el tono que juzga más adecuado, y
sin estar condicionada por ningún límite. Henos aquí,
pues, lejos de la novela tal como la entendían nuestros
padres, una obra de pura imaginación, cuya finalidad
se limitaba a gustar y a distraer a los lecto.tes. Ln las
antiguas retóricas, la novela estaba clasificada entre la
fábula y las poesías ligeras. Los hombres serios la desdeñaban, la dejaban para las mujeres, como una distracción frívola y comprometedora. Esta opinión persiste todavía en provincias y en ciertos ambientes
académicos. La verdad es que las obras maestras de la
novela contemporánea dicen mucho más sobre el hombre y sobre la naturaleza que algunas graves obras de
filosofía, historia y crítica. La herramienta moderna
está en la novela.
Paso a otro carácter de la novela naturalista. La
novela es impersonal, quiero decir que el novelista no
es más que un escribano que no juzga ni saca conclusiones. El papel estricto de un sabio consiste en exponer los hechos, en ir hasta el fin del análisis, sin arries160
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garse en la síntesis; los hechos son éstos, la experiencia
probada en tales condiciones da tales resultados; y se
atiene a estos resultados porque si quisiera avanzarse a
los fenómenos, entraría en el campo de la hipótesis; se
trataría de posibilidades, no de ciencia. ¡Pues bien!, el
novelista debe atenerse igualmente a los hechos observados, al estudio escrupuloso de la naturaleza, si no
quiere perderse en conclusiones falsas. Así pues, el novelista desaparece, guarda para sí sus emociones, expone simplemente las cosas que ha visto. Esto es la realidad; temblemos o riamos frente a ella, saquemos una
conclusión cualquiera, la única tarea del autor ha sido
la de colocar frente a nuestros ojos los verdaderos documentos. Además de esta impersonalidad moral de la
obra, existe una razón de arte. La intervención apasionada o enternecida del escritor, empequeñece la novela, velando la nitidez de las líneas, introduciendo un
elemento extraño a los hechos, que destruye su valor
científico. No podemos imaginar a un químico que se
enfurece contra el nitrógeno porque este cuerpo sea
impropio para la vida, o que simpatice tiernamente
con el oxígeno por la razón contraria. Un novelista
que experimenta la necesidad de indignarse contra el
vicio y de aplaudir la virtud, deteriora igualmente los
documentos que aporta, pues su intervención es tan
molesta como inútil; la obra pierde parte de su fuerza,
ya no es una página de mármol sacada de un bloque de
la realidad, es una materia trabajada, petrificada de nuevo por la emoción del autor, emoción que está sujeta a
todos los prejuicios y a todos los errores. Una obra
verdadera será eterna, mientras que una obra emocio161
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nada sólo podrá llegar a lisonjear el sentimiento de una
época.
Así pues, el novelista naturalista no interviene nunca, al igual que eí sabio. Esta impersonalidad moral de
las obras es capital, pues provoca la cuestión de la moralidad en la novela. Se nos acusa violentamente de inmoralidad porque ponemos en escena a bribones y a
personas honradas sin juzgarlos. Toda la querella está
ahí. Los bribones están permitidos, pero sería necesario castigarlos en el desenlace, o, por lo menos, aplastarlos con nuestra cólera y nuestro asco. En cuanto a
las personas honradas, merecerían acá y allá algunas líneas de elogio y aliento. Nuestra impasibilidad, nuestra
tranquilidad de analistas delante del bien y del mal son
absolutamente culpables. Y se acaba diciendo que mentimos cuando decimos demasiadas verdades. ¡Siempre
miserables, ni un personaje simpático! Aquí aparece la
teoría del personaje simpático. Se necesitan personajes
simpáticos, a riesgo de estrangular la naturaleza. No
sólo se nos pide que tengamos preferencia por la virtud, sino que también se nos exige que embellezcamos
la virtud y que la hagamos amable. Así, en un personaje deberemos elegir: tomar sus buenos sentimientos y
silenciar los malos; incluso seremos más recomendables todavía si inventamos el personaje de pies a cabeza, si lo creamos según el molde convenido del buen
tono y del honor. Para esto existen tipos prefabricados
a los que se introduce fácilmente en una acción. Se trata de los personajes simpáticos, de las concepciones
ideales del hombre y de la mujer, destinados a compensar la impresión molesta de los personajes verdaderos,
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tomados de la naturaleza. Como puede verse, nuestra
única equivocación en todo esto es no aceptar la naturaleza, no querer corregir lo que es por lo que debería
ser. La honradez absoluta no existe en mayor cantidad
que la salud perfecta. En todos nosotros hay un fondo
de animal humano, al igual que hay un fondo de enfermedad. Así, estas muchachas tan puras, estos jóvenes
tan leales de ciertas novelas no tienen nada que ver con
la realidad; para acercarlos a esta realidad, sería necesario decirlo todo. Nosotros lo decimos todo, no hacemos una elección, no idealizamos; y por ello se nos acu-
' sa de recrearnos en la inmundicia. En suma, la cuestión
de la moralidad en la novela se reduce, pues, a estas dos
opiniones: los idealistas pretenden que es necesario
mentir para ser moral, los naturalistas afirman que no se
puede ser moral al margen de lo verdadero. Pues, nada
es tan peligroso como lo novelesco; tales obras, al describir el mundo con colores falsos, desequilibran las imaginaciones, las lanza a la aventura; y no hablo de las hipocresías de lo que es necesario, de las abominaciones
que se hacen amables bajo un lecho de flores. Con nosotros estos peligros desaparecen. Enseñamos la amarga ciencia de la vida, damos la altísima lección de lo real.
Esto es lo que existe, intentad arreglaros con ello. No
somos más que sabios, analistas, anatomistas, lo repito
una vez más, y nuestras obras tienen la certeza, la solidez y las aplicaciones prácticas de las obras de ciencia.
No conozco escuela más moral ni más austera.
Tal es, en la actualidad, la novela naturalista. Ha
triunfado, todos los novelistas la aceptan, incluso aquellos que intentaron destruirla antes de nacer. Es la eter1Ó3
na historia; nos lamentamos y nos enfadamos al principio, después terminamos por imitar. Es suficiente
con que el éxito determine una corriente. Por otra parte, ahora que el impulso ha sido dado, veremos cómo
el movimiento se ampliará cada vez más. Se abie el
nuevo siglo literario.
iii
/
Paso ahora a nuestro teatro contemporáneo. Acabamos de ver dónde está la novela, hay que constatar ahora dónde está la literatura dramática. Pero antes que
nada, recordaré las grandes evoluciones del teatro en
Francia. . .
Al principio encontramos unas piezas informes,
diálogos de dos personajes, tres personajes como máximo, que se representaban en las plazas públicas. Más
tarde se construyeron las salas, nació la tragedia y la
comedia bajo la influencia del renacimiento clásico.
Grandes genios consagraron esta fórmula, Corneille,
Moliere, Racine. Aparecieron como el producto del
siglo en que vivieron. La tragedia y la comedia de entonces, con las reglas inmutables, la etiqueta de la corte,
los aires amplios y nobles, las disertaciones filosóficas y
la elocuencia oratoria, son la imagen exacta de la sociedad contemporánea. Y esta identidad, este estrecho parentesco de la fórmula dramática y del medio social era
tan real que durante dos siglos de la fórmula fue, más o
menos, la misma. No perdió rigidez, no se ablandó hasta el siglo xvin, con Voltaire y Beaumarchais. La socie164
dad antigua se sintió entonces profundamente perturbada; el hálito que la agitó hizo florecer el teatro. Se
trataba de una mayor necesidad de acción, una sorda
revuelta contra las reglas, un vago retorno a la naturaleza. También en aquella época, Diderot y Mercier,
instauraron decididamente las bases del teatro naturalista; desgraciadamente, ni uno ni otro produjeron una
obra maestra que fijara una nueva fórmula. Por otra
parte, la fórmula clásica había tenido una tal solidez en
el seno de la antigua monarquía, que no fue enteramente borrada por la tempestad de la Revolución. Todavía persistió algún tiempo, debilitada, degenerada,
cayendo en la insipidez y en la imbecilidad. Entonces
tuvo lugar la insurrección romántica que se incubaba
hacía años. El drama romántico acabó con la tragedia
agonizante. Victor Hugo dio el último golpe y recogió
los beneficios de una victoria para la que muchos otros
habían trabajado. Hay que hacer notar que, por necesidades de la lucha, el drama romántico se hacía la antítesis de la tragedia; oponía la pasión al deber, la acción
a la narración, el color al análisis psicológico, la Edad
Media a la Antigüedad. Fue precisamente esta antítesis
lo que aseguró su triunfo. Era preciso que la tragedia
desapareciera, había llegado su hora pues ya no era el
producto del medio social, y el drama aportaba la libertad necesaria allanando el terreno violentamente. Pero
en la actualidad parece que su papel hubiera tenido que
limitarse a eso. No era más que una soberbia afirmación de la negación de las reglas, de la necesidad de la
vida. A pesar de todo su alboroto, era el hijo rebelde de
la tragedia; y como ella, mentía, disfrazaba los hechos y
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los personajes con una exageración que hoy hace sonreír; como ella, tenía sus reglas, sus clichés, sus efectos,
unos efectos más irritantes que los de la tragedia porque eran más falsos. En suma, sólo se trataba de una
nueva retórica en teatro. El drama romántico iba a tener el largo reinado de la tragedia. Después de haber
cumplido su tarea revolucionaria, perdió el aliento, se
consumió de golpe, dejando el sitio vacío para reconstruir. A continuación de la necesaria crisis del romanticismo, se ve cómo reaparece la tradición del naturalismo, las ideas de Diderot y de Mercier se afirman cada
vez con más fuerza. El nuevo estado social, nacido de la
Revolución, fija poco a poco la nueva fórmula dramática en medio de tartamudeos y de pasos hacia adelante y
hacia atrás. Este trabajo era inevitable. Se produjo polla fuerza de las circunstancias y no parará hasta que se
haya completado la evolución. La fórmula naturalista
será, en nuestro siglo, lo que la fórmula clásica ha sido
en los siglos pasados. ' fi a ■ ¡ \
Henos aquí, pues, en nuestra época. En ella hallo
una actividad considerable, un extraordinario gasto de
talento. Es un inmenso taller en el que todos trabajan
con ardor. El momento es todavía confuso, hay mucho
trabajo perdido, pocas veces se acierta enteramente.
Hay que constatar que todos estos obreros trabajan
para el triunfo definitivo del naturalismo, incluso los
que parecen combatirlo. Están, por lo menos, en el
impulso del siglo, van forzosamente hacia donde va el
siglo. Como ninguno de ellos ha tenido todavía talla
suficiente, en teatro, para fijar por sí solo la fórmula,
gracias a un esfuerzo del talento, se diría que se han reióó
partido la tarea, dando cada uno a su vez y en un aspecto determinado, su esfuerzo. Vamos a ver en su trabajo a los más conocidos.
Se me ha acusado violentamente de insultar a nuestras glorias teatrales. Se trata de una leyenda. Podría
pretextar que he obedecido a unas ideas de conjunto al
hablar de los pequeños y de los grandes; la crítica asegura que mis fracasos personales me han vuelto inhumano respecto a mis colegas con más suerte. Esto no
merece una respuesta. Voy a intentar, solamente, juzgar nuestras'glorias examinando el lugar que ocupan y
qué papel desempeñan en nuestra literatura dramática.
Esto explicará una vez más mi actitud.
Veamos primero a M. Victorien Sardou. Es el actual representante de la comedia de intriga. Heredero
de Scribe, ha renovado los antiguos recursos y ha impulsado el arte escénico hasta la prestidigitación. Este
teatro es una reacción que continúa y que se acentúa
cada vez más en contra del teatro clásico. Desde el momento en que se ha opuesto la acción a la narración,
desde que la aventura ha tenido más importancia que
los personajes, se ha caído en la intriga complicada, en
las marionetas movidas por un hilo, en las peripecias
continuas, en los golpes inesperados de los desenlaces.
Scribe fue una fecha histórica en nuestra literatura
dramática; exageró el nuevo principio de la acción convirtiendo la acción en algo único, demostrando cualidades extraordinarias de fabricante, inventando todo
un código de leyes y de medios. Esto fue fatal, las reacciones son siempre extremadas. Lo que durante mucho tiempo se ha llamado teatro de género no tiene,
Mi
pues, más fuente que una exageración del principio de
la acción a costa de la descripción de los caracteres y
del análisis de los sentimientos. Se salió de la verdad
queriendo, en principio, entrar en ella. Se rompieron
reglas para inventar otras nuevas, más falsas y mas ridiculas. La piéce bien faite, quiero decir, la que está hecha
sobre un determinado modelo equilibrado y simétrico
se ha convertido en un juguete curioso, emocionante,
con el cual Europa entera se ha divertido a nuestra
costa. De ello data la popularidad de nuestro repertorio en el extranjero, que lo ha aceptado por capricho,
al igual que adopta nuestros artículos de París. En la
actualidad, la piéce bien faite ha sufrido un ligero cambio. M. Victorien Sardou cuida menos su carpintería;
pero, si bien ha ampliado el cuadro y se dedica al escamoteo, no por ello deja de ser el representante de a
acción en el teatro, de la acción alocada, que todo lo
domina y todo lo pisotea. Su gran cualidad es el movimiento; no tiene vida, tiene movimiento, un movimiento endiablado que arrastra a los personajes y que,
en ocasiones, les engaña; les creeríamos vivos pero
sólo están bien montados yendo y viniendo como piezas mecánicas perfectas. El ingenio, la destreza el hálito de actualidad, una gran ciencia de las tablas, un
particular talento del episodio, menudos detalles prodigados y admirablemente realizados: tales son las principales cualidades de M. Sardou. Pero su observación
es superficial, los documentos humanos que aporta están muy sobados y hábilmente remendados, el mundo
al que nos lleva es un mundo de cartón, habitado por
monigotes. En cada una de sus obras, sentimos cómo
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el terreno se tambalea bajo sus pies. En ellas siempre
hay alguna intriga inaceptable, algún falso sentimiento
hinchado en extremo, que sirve de eje a toda la obra, o
bien una complicación extraordinaria de hechos que
una palabra mágica deberá aclarar al final. La vida es
de otra manera. Incluso aceptando las exageraciones
necesarias de la farsa, querríamos un poco más de profundidad y de simplicidad en los medios. Estas obras
sólo son vaudevilles desmesuradamente hinchados cuya
fuerza cómica es sólo caricaturesca; quiero decir que
la risa no nace de la justeza de la observación sino de la
mueca del personaje. Inútil es que cite ejemplos. Hemos visto la pequeña ciudad que M. Victorien Sardou
ha descrito en Les bourgeois de Pont-Arcy; el secreto de
su observación está aquí: siluetas apenas esbozadas, las
bromas corrientes de los periódicos que todo el mundo ha repetido. Ved las pequeñas ciudades de Balzac y
comparad. Rabagas, cuya sátira es en ocasiones excelente se estropea con un esbozo de intriga amorosa de
las más mediocres. La faniille Benoiton, en la que algunas caricaturas son muy interesantes, tiene también su
defecto, las famosas cartas, estas cartas que encontramos siempre en el repertorio de M. Sardou y que le
son tan necesarias como los cubiletes y los guisantes
al prestidigitador. Ha obtenido inmensos éxitos y ello
se explica, lo cual me parece muy bien. Observad, en
efecto, que, si bien pasa a menudo de largo junto a la
verdad, no por ello ha dejado de servir singularmente
la causa del naturalismo. Es uno de estos obreros, de
los cuales he hablado, que son de su tiempo, que trabajan prestando su fuerza a una fórmula que no han te169
15/27
nido el talento de fijarla por entero. Su parte personal
es la exactitud de la puesta en escena, la representación
material lo más exacta posible de la existencia cotidiana. Si engaña al sobrecargar los cuadros, no por ello
los cuadros dejan de existir, y esto ya es algo. Para mí,
su razón de ser reside en ello, tía venido a su justo
tiempo, ha dado al público el gusto por la vida y pollos cuadros tallados en la realidad.
Paso ahora a M. Aiexandre Duinas, hijo. Ciertamente, este último ha realizado una tarea todavía mejor. Es uno de los obreros más potentes del naturalismo. Poco ha faltado para que encontrara la fórmula
completa y la realizara. A él se deben los estudios fisiológicos en el teatro; sólo él ha osado hasta el momento presente hablar del sexo en la muchacha y de la bestia en el hombre. La visite des noces, ciertas escenas de
Demi-monde y de Le fils naturel contienen un análisis
muy notable de una verdad rigurosa. En estas obras
hay documentos humanos nuevos y excelentes, lo cual
resulta raro en nuestro repertorio moderno. Se puede
ver que no regateo los elogios a M. Dumas, hijo. Lo
admiro a partir de un conjunto de ideas que, acto seguido, me obligan a mostrarme muy severo con él. En
mi opinión, existe una crisis en su vida, el desarrollo de
una inclinación filosófica, un florecimiento deplorable
de la necesidad de legislar, rezar y convertir. Se ha
convertido en el substituto de Dios sobre esta tierra, y
a partir de este momento, las más extrañas imaginaciones han venido a estropear sus facultades de observación. Sólo se basa en el documento humano para llegar
a conclusiones extrahumanas, a situaciones sorprendentes, en pleno cielo de la fantasía. Ved Lafemme de
Claude, Uétrangere y algunas obras más, y eso no es
todo, el ingenio ha estropeado a M. Dumas. Un hombre de talento 110 es ingenioso y hacía falta un hombre
de talento para fijar magistralmente la fórmula naturalista. M. Dumas ha prestado su ingenio a todos sus
personajes; los hombres, las mujeres, incluso los niños,
en sus obras hacen frases, estas famosas frases que a
menudo deciden el éxito. Nada hay más falso y fatigoso; este exceso destruye la verdad del diálogo. Por último, M. Dumas, que ante todo es lo que se llama un
hombre de teatro, nunca duda entre la realidad y una
exigencia escénica; vuelve la espalda a la realidad. Su
teoría es que poco importa lo verdadero mientras se
sea lógico. Una obra se convierte en un problema que
hay que resolver; se parte de un punto y hay que llegar
a otro punto sin que el público se aburra; y la victoria
es completa si se es lo bastante diestro y fuerte para
salvar todos los obstáculos forzando al público a que os
siga, incluso contra su gusto. Los espectadores pueden
protestar después, gritar hasta lo indecible, discutir;
no por ello deja de ser cierto que han pertenecido al
autor durante una sesión. Todo el teatro de M. Dumas
encaja en esta teoría que ha puesto constantemente en
práctica.
Triunfa en la paradoja, en lo increíble, en las más
inútiles y más arriesgadas tesis gracias a la única fuerza
de sus puños. El, que ha sido alcanzado por el impulso
naturalista, que ha escrito escenas de una observación
tan clara, no retrocede, no obstante, ante una ficción
cuando tiene necesidad de ella para un argumento o
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simplemente para montar una obra. Se trata de la mas
molesta mezcla de realidad entrevista y de invención
barroca. Ninguna de sus piezas escapa a esta doble corriente. Recordad, en Le fils naturel el cuento increíble
de Clara Vignot, y en Vétrangére la asombrosa historia
de la Virgen del Mal; y cito al azar. Se diría que M. Dumas sólo se sirve de lo verdadero como un trampolín
para saltar en el vacío. Hay algo que le ciega. No nos
conduce nunca a un mundo que conozcamos, el medio
es siempre penoso y ficticio, los personajes pierden
todo el acento natural y ya no tocan con los pies en el
suelo. Ya no se trata de la existencia en toda su amplitud, sus matices, su sencillez; se trata de un alegato, una
argumentación, algo frío, seco, frágil, en lo que ya no
hay aire. El filósofo ha matado al observador, ésta es nu
conclusión; y el hombre de teatro ha consumado al filósofo. Esto es muy lamentable.
Llego a M. Émile Augier. Es el actual maestro de
nuestra escena francesa. En él el esfuerzo ha sido más
constante, más regular. Hay que recordar los ataques
con que le perseguían los románticos; le llamaban el
poeta del sentido común, se burlaban de algunos de sus
versos, pero no se atrevían a bromear con los de Moliere. La verdad es que M. Émile Augier molestaba a los
románticos pues veían en él a un poderoso adversario,
a un escritor que reanudaba la tradición francesa por
enciina de la insurrección de 1830. La nueva fórmula se
engrandecía con él: la observación exacta, la vida real
puesta en escena, la descripción de nuestra sociedad en
un lenguaje sobrio y correcto. Las primeras obras de
M. Émile Augier, dramas y comedias en verso, tenían el
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gran mérito de proceder de nuestro teatro clásico; tenían la misma simplicidad de intriga, como en Philiberté
por ejemplo, en donde la historia de una mujer fea que
se vuelve encantadora y a la que todo el mundo corteja
es suficiente para llenar tres actos, sin la menor complicación; había también toda la luz sobre los personajes,
una sencillez poderosa, y la marcha apacible y fuerte de
las piezas se enlazaba y desenlazaba únicamente por
medio de la acción de los sentimientos. Estoy convencido de que la fórmula naturalista no será más que el
desarrollo de esta fórmula clásica, ampliada y adaptada
a nuestro medio. Más tarde, M. Emile Augier afirmó
con más fuerza su personalidad. Forzosamente tenía
que llegar hasta esta fórmula naturalista puesto que llegaba a ella con la prosa y la pintura más libres de nuestra sociedad contemporánea. Citaré, sobre todo, Les
lionnes pauvres, Le mariage d’Olympe, Maitre Gue'rin, Le
gendre de M. Poirier y sus dos comedias que más ruido
han hecho, Les effrontés y Le fils de Giboyer. Son éstas
unas obras muy notables, la totalidad de las cuales, más
o menos y en algunas escenas, realizan el nuevo teatro,
el teatro de nuestro siglo. El notario Guérin tiene una
impenitencia final que produce el más auténtico y el
más nuevo de los efectos; en Le gendre de M. Poirier encontramos una excelente personificación del burgués
enriquecido; Giboyer es una curiosa creación, bastante
justa de tono, que se agita en medio de un mundo descrito con un gran verbo satírico. La fuerza de M. Émile Augier, y esto le hace superior, reside en que es más
humano que M. Dumas, hijo. Establece este lado humano sobre un terreno sólido; con él no se temen los
T73
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saltos en el vacío; se mantiene ponderado, quizá menos
brillante pero más seguro. ¿Qué ha impedido, pues, a
M. Augier llegar a ser el genio esperado, el genio destinado a fijar la fórmula naturalista? ¿Por qué no es más
que el más fuerte y el más sensato de todos los obreros
del momento presente? Porque, en mi opinión, no ha
sabido separarse suficientemente de los convencionalismos, de los clichés, de los personajes ya hechos. Su
teatro está continuamente disminuido por unos clichés, por figuras de buen tono. Así, es extraño no encontrar, en sus comedias, la muchacha inmaculada,
muy rica, que no quiere casarse porque no quiere ser
aceptada por su dinero. Los jóvenes son igualmente
héroes de honor y lealtad, que sollozan cuando se enteran de que sus padres han hecho una fortuna de manera poco escrupulosa. En una palabra, el personaje simpático triunfa, y entiendo por simpático el tipo ideal de
los buenos y hermosos sentimientos, siempre hecho
con el mismo molde, verdadero símbolo, personificación hierática al margen de toda observación verdadera. Es el comandante Guérin, este modelo de militares,
cuyo uniforme ayuda al desenlace; es el hijo de Giboyer, este arcángel de delicadeza, nacido de un hombre
corrompido, y es el propio Giboyer, tan tierno en su
bajeza; es Henri, el hijo de Charrier, en Les effrontés,
que se compromete porque su padre se ha enredado en
un negocio sucio y que le lleva a indemnizar a las personas que éste último ha engañado. Todo esto es muy
hermoso, muy conmovedor; pero como documento
humano, todo ello es muy impugnable. La naturaleza
no tiene estas rigideces ni en el bien ni en el mal. No se
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pueden aceptar estos personajes simpáticos más que
como una oposición y un consuelo. Y esto no es todo;
M. Emile Augier modifica a menudo un personaje de
un golpe de baqueta. El sistema es conocido; se necesi-j
ta un desenlace y se cambia un carácter a continuación
de una escena efectista. Véase el desenlace de Le gendre
de M. Poirier, por ejemplo, por no citar más que éste.
En verdad, es demasiado cómodo; no se convierte con
tanta facilidad a un hombre rubio en un hombre moreno. Como valor de observación, estos cambios bruscos
son deplorables; un temperamento va siempre hasta el
final, excepto por causas lentas, muy minuciosas, que
hay que analizar. De igual manera, las mejores figuras
de M. Emile Augier, las que sin duda permanecerán
porque son las más completas y las más lógicas, me
parecen el notario Guérin y Potnmeau, de Les lionnes
pauvres. Los desenlaces de ambas piezas son muy hermosos, con una amplia aberuira hacia la realidad, hacia
la implacable marcha de la vida, y su curso va más allá
de las tristezas y de las alegrías de cada día. Al releer Les
lionnes pauvres pensaba en Madame Marneffe, casada
con im hombre honrado. Comparad a Séráphine con
Madame Marneffe, poned por un instante cara a cara a
M. Emile Augier y a Balzac y comprenderéis por qué,
a pesar de sus buenas cualidades, M. Emile Augier no
ha fijado la fórmula nueva en el teatro. No tiene la
mano suficientemente osada ni suficientemente vigorosa como para desembarazarse de los convencionalismos que llenan la escena. Sus piezas son demasiado
ambiguas, ninguna de ellas se impone con la originalidad, decisiva del genio. Prepara una transacción y que175
dará en nuestra literatura dramática como un pionero
de una inteligencia ponderada y sólida.
Quisiera hablar de M. Eugéne Labiche, cuyo verbo cómico ha sido tan franco, de MM. Meilhac y Halévy, estos finos observadores de la vida parisiense, de
M. Gondinet, que acaba de superar la fórmula de Scribe por medio de sus cuadros tan espirituales, tratados
al margen de toda acción. Pero es suficiente que me
haya explicado respecto a tres autores dramáticos de
los más célebres. Admiro mucho su talento, las cualidades diferentes que aportan. Únicamente los juzgo, lo
repito, desde el punto de vista de un conjunto de ideas
y estudio el lugar y el papel de sus obras en el movimiento literario del siglo.
IV
Ahora que conocemos los elementos, tengo en mi poder todos los documentos que necesitaba para discutir
y concluir. Por una parte, hemos visto lo que es la novela naturalista en el momento presente; por otra, acabamos de constatar lo que los primeros autores dramáticos han hecho en nuestro teatro. Solamente nos
resta establecer un paralelismo.
Nadie duda que todos los géneros se influyen y caminan al unísono en una literatura. Cuando un soplo
ha pasado, cuando se ha dado el impulso, hay un empuje general hacia el mismo objetivo. La insurrección
romántica es un ejemplo sorprendente de esta unidad
de tendencia bajo una influencia determinada. He se176
ñalado que la fuerza que impulsa el siglo es el naturalismo. En la actualidad, esta fuerza se acentúa cada vez
más, se precipita, y todo debe obedecerla. La novela y
el teatro son arrastrados por ella. Pero sucede que} la
evolución ha sido mucho más rápida en la novela; el naturalismo triunfa en ella mientras que sobre las tablas
solamente se insinúa. Tenía que suceder así. El teatro
ha sido siempre el último bastión del convencionalismo, por múltiples razones, sobre las que me explicaré.
Simplemente quería llegar aquí: la fórmula naturalista
a partir de ahora completa y fija en la novela, está muy
lejos de serlo en el teatro y afirmo que deberá completarse, que tarde o temprano alcanzará su rigor científico; de lo contrario, el teatro se hundirá, se hará cada
vez más inferior.
Hay quien se ha irritado contra mí, que me ha gritado: «Pero ¿qué es lo que usted pide? ¿Cuál es la evolución que usted necesita? ¿No se ha realizado ya esta
evolución? ¿No han impulsado ya lo más adelante posible la observación y descripción de nuestra sociedad los
MM. Émile Augier, Dumas, hijo; Victorien Sardou?
Detengámonos, estamos muy adelantados ya en las realidades de este mundo». En primer lugar, es ingenuo
querer pararse; nada es estable en una sociedad, todo es
arrastrado por un movimiento continuo. Se va, a pesar
de todo, allí donde se debe ir. En segundo lugar, creo
que la evolución, no sólo no está cumplida en el teatro,
sino que apenas comienza. Hasta el momento presente,
no hemos alcanzado más que las primeras tentativas. Ha
sido necesario esperar que determinadas ideas calaran,
que el público se acostumbrase, que la fuerza de las cir177
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cunstancias destruyera uno a uno los obstáculos. Al estudiar rápidamente a MM. Victorien Sardou, Dumas,
hijo, Emile Augier, he intentado explicar por qué razones los considero simplemente como obreros que allanan los caminos y no en cambio como creadores, como
genios que fundan un monumento. Así pues, después
de ellos espero algo más.
Este algo más que indigna y que provoca tantas
bromas fáciles es, a pesar de ello, muy simple. No tenemos más que releer a Balzac, a M. Gustave Flaubert
y a MM. de Goncourt, en una palabra, a los novelistas
naturalistas. Espero que se pongan en pie en el teatro
a hombres de carne y hueso tomados de la realidad y
analizados científicamente, sin falsedad. Espero que se
nos libre de personajes ficticios, de estos símbolos
convenidos de la virtud y del vicio, que ningún valor
tienen como documentos humanos. Espero que los
medios determinen a los personajes y que los personajes actúen según la lógica de los hechos combinada con
la lógica de su propio temperamento. Espero que ya
no haya ningún tipo de escamoteo ni golpes de varita
mágica que cambian, de un minuto a otro, las cosas y
los seres. Espero que ya no se nos cuenten más historias inaceptables, que no se nos estropeen observaciones justas por medio de incidentes novelescos, cuyo
efecto es el de destruir incluso las partes buenas de una
obra. Espero que se abandonen las recetas conocidas,
las fórmulas cansadas de servir, las lágrimas, las risas
fáciles. Espero que una obra dramática, libre de declamaciones, de las grandes frases y de los grandes sentimientos, tenga la alta moralidad de lo verdadero, sea la
lección terrible de una investigación sincera. Espero,
por último, que la evolución hecha en la novela se acabe en el teatro, que en él se vuelva a la fuente de la
ciencia y de las artes modernas, al estudio de la naturaleza, a la anatomía del hombre, a la descripción de la
vida, en un proceso-verbal exacto, tanto más original y
poderoso en cuanto que nadie ha osado todavía ponerlo sobre las tablas. Esto es lo que espero. Hay quien se encoge de
hombros y responde con sonrisas que esperaré siempre. El argumento decisivo es que no hay que pedir estas cosas al teatro. El teatro no es la novela. El teatro
nos ha dado lo que podía darnos. Y esto es todo, tenemos que conformarnos con ello.
¡Pues bien!, estamos en el nudo mismo de la discusión. Nos estrellamos en las condiciones de existencia
del teatro. Lo que exijo es imposible; esto equivale a decir que la mentira es necesaria sobre el escenario; es necesario que una obra tenga puntos novelescos, que gire
en equilibrio alrededor de ciertas situaciones, que tenga su desenlace en el momento justo. Y entonces entramos en los problemas del oficio. En primer lugar, el
análisis enoja, el público pide hechos, siempre hechos;
en segundo lugar, existe la óptica de la escena, una acción debe transcurrir en tres horas, sea cual sea su extensión; en tercer lugar, los personajes adquieren un
valor particular, lo que requiere una determinación
ficticia. No cito todos los argumentos, llego sólo hasta
la intervención del público, que es considerable; el público quiere esto, el público no quiere aquello; el público no toleraría demasiada verdad, exige cuatro monigo179
tes simpáticos contra un personaje real tomado de la
vida. En una palabra, el teatro es el dominio del convencionalismo, y todo en él se hace convencional, desde los decorados y las candilejas hasta los personajes
que se pasean sobre el escenario aguantados por hilos.
La verdad no sabría entrar en él más que en pequeñas
dosis distribuidas diestramente. Se llega incluso a jurar
que el teatro perdería su razón de ser el día en que cesara de ser una emocionante mentira, destinada a consolar la noche de los espectadores entristecidos por las
realidades del día.
Conozco estos razonamientos e intentaré responder a ellos acto seguido, llegando a mi conclusión. Es
evidente que cada género tiene sus propias condiciones
de existencia. Una novela que se lee a solas en casa, junto a la chimenea, no es una obra que se repi escnta ante
dos mil espectadores. El novelista tiene el tiempo y el
espacio ante sí, todas las escuelas le están permitidas,
empleará cien páginas, si le conviene, para analizar a su
gusto un personaje; describirá los medios ambientes
tan extensamente como le venga en gana, cortará su
narración, volverá sobre sus pasos, cambiará veinte veces los lugares, será, en una palabra, el amo absoluto de
su materia. El autor dramático, por el contrario, esta
encerrado en un cuadro rígido; obedece a necesidades
de todo tipo, está en medio de obstáculos. Por último,
existe el problema del lector aislado y de los espectadores en masa; el lector aislado lo tolera todo, va donde se
le conduce, incluso cuando se cansa, mientras que los
espectadores en masa tienen pudores, turbaciones, sensibilidades que hay que tener en cuenta, bajo pena de
tBo
fracaso seguro, lodo esto es cierto, y es precisamente
por ello que el teatro es el último bastión del convencionalismo, tal como he hecho constar más arriba. Si el
movimiento naturalista no hubiera encontrado sobre
las tablas un terreno tan difícil, tan lleno de obstáculos,
se habría producido en el teatro con la intensidad y el
éxito que ha obtenido en la novela. El teatro, debido a
sus condiciones de existencia, tenía que ser la última
conquista, la más laboriosa y disputada conquista del
espíritu de la verdad.
Quiero hacer notar que la evolución de cada siglo se
encarna forzosamente en un género literario particular.
Así, por ejemplo, el siglo xvu se encarna evidentemente
en la fórmula dramática. Nuestro teatro experimentó
entonces un florecimiento incomparable, en detrimento de la poesía lírica y de la novela. La razón de ello está
en que el teatro respondía en aquel momento con exactitud al espíritu de la época. Extraía al hombre de la naturaleza, lo esuidiaba con el útil filosófico de la época;
tenía el contoneo de la retórica pomposa, las costumbres corteses de una sociedad que había alcanzado su
más completa madurez; era un fruto de la tierra, la
fórmula escrita en la que la civilización de entonces se
sentía reflejada con mayor gusto y perfección. Comparad nuestra época con aquella y comprenderéis las razones decisivas que han convertido a Balzac en un gran
novelista y no en un gran autor dramático. El espíritu
del siglo xix, con su retorno a la naturaleza, con su necesidad de investigación exacta, iba a abandonar la escena, en la que le molestaban demasiados convencionalismos, para afirmarse en la novela, en la que el cuadro no
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tenía límites. Por estas razones, la novela, científicamente, se ha convertido en la forma por excelencia de nuestro siglo, la primera vía en la que debía triunfar el naturalismo. En la actualidad, los novelistas son los príncipes
literarios del momento. Poseen la lengua, dominan el
método, avanzan hacia adelante, junto a la ciencia. Si
el siglo xvn fue el siglo del teatro, el siglo xvn será el siglo de la novela.
Por un momento voy a admitir que la crítica
corriente tiene razón cuando afirma que el naturalismo es imposible en el teatro. Si aceptamos esta afirmación, tendremos que admitir que el convencionalismo en el teatro es inmutable, que en él será siempre
necesario mentir. Estamos condenados a perpetuidad
a los escamoteos de M. Sardou, a las tesis y a las frases
de M. Dumas, hijo, a los personajes simpáticos de
M. Emile Augier. El talento de estos autores no podrá
ser superado, debemos aceptarlos como las glorias del
siglo en el teatro. Son lo que son porque el teatro
quiere que lo sean. Si no han avanzado más, si no han
obedecido más a la gran corriente de verdad que nos
arrastra, es porque el teatro se lo ha prohibido. Hay en
él un muro que impide el paso a los más fuertes. ¡Muy
bien! Pero entonces condenamos al teatro, herimos de
muerte al teatro. Lo aplastamos bajo la novela, le asignamos un lugar inferior, lo hacemos despreciable e
inútil ante los, ojos de las generaciones que vendrán.
¿Qué queréis que hagamos con el teatro, nosotros, los
obreros de la verdad, anatomistas, analistas, investigadores de la vida, compiladores de documentos humanos, si nos demostráis que no podemos aplicarle ni
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nuestro método, ni nuestra herramienta? ¡Verdaderamente!, el teatro sólo vive de convencionalismos, debe
mentir, rechaza nuestra literatura experimental. ¡Pues
bien! El siglo dejará al teatro de lado, lo abandonará a
manos de los grandes divertidores públicos, mientras
que realizará en otras partes su grande y soberbia misión. Sois vosotros mismos los que pronunciáis el veredicto, los que matáis al teatro. Es evidente, en efecto, que la evolución naturalista va a extenderse cada
vez más, ya que es la misma inteligencia del siglo.
Mientras que las novelas irán cada vez más hacia adelante, aportarán documentos más nuevos y más exactos, el teatro chapoteará cada vez más en medio de sus
ficciones novelescas, de sus intrigas usadas, de sus habilidades de oficio. La situación será tanto más penosa
en cuanto que el público gustará cada vez más de la realidad, en la lectura de las novelas. Los movimientos se
indican ya, cada vez con mayor fuerza. Llegará un momento en el cual el público se encogerá de hombros, y
reclamará una renovación. El teatro, o será naturalista,
o no será, tal es la conclusión formal.
Y ya ahora ¿acaso no se insinúa esta situación? La
nueva generación literaria se aleja del teatro. Interrogad
a los jóvenes debutantes de veinticinco años, hablo de
aquellos que aportan un verdadero temperamento literario; todos os demostrarán un desprecio por el teatro,
hablarán de los autores más aplaudidos con una ligereza que os indignará. Para ellos, el teatro es un género
inferior. Y ello es debido únicamente a que el teatro no
les ofrece el terreno que necesitan; no encuentran en
él, ni bastante libertad, ni bastante verdad. Todos se di183
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rigen a la novela. Si manana el teatro fucia conquistado por una genialidad, veríais que impulso recibiría.
Cuando escribí en alguna parte que las tablas están vacías, me refería a que todavía no se había producido en
ellas ningún Balzac. No podemos comparar a MM. Sardou, Dumas o Augier con Balzac a la ligera; todos los
autores dramáticos puestos unos sobre otros no alcanzarían todavía su talla. ¡Pues bien! Las tablas seguirían
vacías, bajo este punto de vista, hasta que un maestio,
afirmando la fórmula nueva, arrastre tras de sí la generación de mañana.
Soy yo, no obstante, quien tiene una fe más robusta en
el porvenir de nuestro teatro. No admito ya, ahora,
que la crítica corriente tenga razón, al decii que el naturalismo es imposible sobre la escena, y voy a examinar en qué condiciones el movimiento se producirá en
ella, sin lugar a dudas.
No, no es cierto en absoluto que el teatro deba permanecer estacionario, no es cierto que los convencionalismos actuales sean las condiciones fundamentales
de su existencia, lodo avanza, lo repito, todo avanza en
el mismo sentido. Los autores del momento serán sobrepasados; no pueden tener la presunción de fijar para
siempre la literatura dramática. Lo que ellos han rechazado, otros lo afirmarán; y el teatro no se parará por
ello, por el contrario, entrará en el camino más ancho y
recto. En todas las épocas se ha negado la marcha hacia
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adelante, se ha negado a los recién llegados el poder y
el derecho de cumplir lo que no habían realizado los
mayores. Pero esto no es más que vanas cóleras, cegueras impotentes. Las evoluciones sociales y literarias.tienen una fuerza irresistible, cruzan con un salto ligero
enormes obstáculos que se tenían por infranqueables.
El teatro tiene a bien ser lo que es hoy; mañana será lo
que debe ser. Y, cuando el cambio tenga lugar, todo el
mundo lo encontrará natural.
Entro, ahora, en la deducción. No pretendo tener
el mismo rigor científico que hasta este momento. En
tanto que he razonado sobre hechos, he afirmado.
Ahora me contento con prever. La evolución se producirá, esto es evidente. Pero ¿sucederá a la derecha,
sucederá a la izquierda? No lo sé con certeza. Se puede conjeturar, pero nada más.
Por otra parte, cierto es que las condiciones de
existencia del teatro serán siempre diferentes. La novela, gracias a su forma de libro, seguirá siendo, quizás,
el instrumento por excelencia del siglo, mientras que
el teatro sólo le seguirá y completará su acción. No
hay que olvidar el maravilloso poder del teatro, su
efecto inmediato sobre el espectador. No existe instrumento mejor de propaganda. Puesto que la novela se
lee junto al fuego, en diversas etapas, con una paciencia que tolera los más largos detalles, el dramaturgo
naturalista deberá plantearse ante todo que nada tiene
que hacer con el lector aislado, sino con la masa que
tiene necesidad de claridad y de concisión. No veo que la
fórmula naturalista rechace esta concisión y esta claridad. Se tratará, simplemente, de cambiar de factura la
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carpintería de la obra. La novela analiza largamente,
con una minuciosidad de detalles en los que nada se
olvida; el teatro analizará tan brevemente como quiera, por medio de las acciones y de las palabras. Una
frase, un grito, en Balzac, bastan, a veces, para dar el
personaje entero. Este grito es teatro y del mejor. En
cuanto a los actos, son análisis en acción, los más atractivos que pueden hacerse. Cuando nos desembaracemos de las emociones de la intriga, de esos juegos infantiles de anudar hilos de manera complicada, con el
sólo fin del placer que se halla en desanudarlos acto seguido, cuando una obra no sea más que una historia
real y lógica, entraremos en pleno análisis, analizaremos la doble influencia de los personajes sobre los hechos y de los hechos sobre los personajes. Ello me ha
inducido a decir a menudo que la fórmula naturalista
nos llevaba a la propia fuente de nuestro teatro nacional, a la fórmula clásica. En las tragedias de Corneille,
en las comedias de Moliere, se encuentra precisamente este análisis continuo de personajes que yo pido; la
intriga está en segundo término, la obra es una larga
disertación dialogada sobre el hombre. Yo quisiera
únicamente que, en lugar de abstraer al hombre, se le
colocara en la naturaleza, en su propio medio, extendiendo el análisis a todas las causas psíquicas y sociales
que lo determinan. En una palabra, la fórmula clásica
me parece buena con la condición de que se utilice el
método científico para estudiar la sociedad actual,
como la química estudia los cuerpos y sus propiedades.
En cuanto a las largas descripciones de las novelas,
es evidente que no pueden ser llevadas a escena. Los
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novelistas naturalistas describen mucho, no por el placer de describir, como se les reprocha, sino porque el
hecho de circunstanciar y de completar al personaje
por medio de su ambiente forma parte de su fórmula.;
Para ellos, el hombre ya no es una abstracción intelectual, tal como se le consideraba en el siglo xvn; es un
animal que piensa, que forma parte de la gran naturaleza y que está sometido a las múltiples influencias del
suelo en que ha crecido y en que vive. Es por ello que
un clima, un país, un horizonte, una habitación, tienen
a menudo una importancia decisiva. El novelista, pues,
no separa al personaje del aire en que éste último se
mueve; no describe por una necesidad de retórica,
como los poetas didácticos, como Delille por ejemplo;
simplemente anota, en cada hora, las condiciones materiales en las que actúan los seres y se producen los
hechos, a fin de ser totalmente completo y para que su
investigación lleve hasta el conjunto del mundo y evoque toda la realidad. Pero las descripciones no tienen
necesidad de ser llevadas al teatro; se encuentran en él
de una manera natural. ¿Acaso la decoración no es una
continua descripción que puede ser mucho más exacta
y más conmovedora que la descripción hecha en una
novela? Se dice que no es más que cartón pintado; en
efecto, pero, en una novela, es todavía menos que un
cartón pintado, es papel tiznado; y no obstante, se produce la ilusión. Después de los decorados con tanto relieve, de una verdad tan sorprendente, que hemos visto recientemente en nuestros teatros, ya no se puede
negar la posibilidad de evocar en escena la realidad de
los medios. Atañe a los autores dramáticos, ahora, uti187
lizar esta realidad; ellos proporcionan los personajes
y los hechos; los decoradores, siguiendo sus indicaciones, proporcionarán las descripciones, tan exactas
como sea necesario. Se trata solamente, en el caso de
los dramaturgos, de utilizar los medios tal como lo hacen los novelistas, puesto que pueden realizarlos, enseñarlos. Añadiría que, al ser el teatro una evocación material de la vida, los medios se han impuesto en él en
todas las épocas. Solamente en el siglo xvii, puesto que
la naturaleza no contaba para nada, puesto que el
hombre era pura inteligencia, los decorados eran vagos, un propileo de templo, una sala cualquiera, una
plaza pública. En la actualidad, el movimiento naturalista ha impuesto una exactitud cada vez mayor en los
decorados. Esto se ha producido poco a poco, insoslayablemente. En ello veo también una prueba del discreto trabajo que ha realizado el naturalismo en el teatro, desde principios de siglo. No puedo estudiar a
fondo esta cuestión de los decorados y accesorios, me
contento constatando que la descripción en escena es
no solamente posible sino que es del todo necesaria y
que se impone como una condición esencial de existencia.
Creo que no tengo por qué hablar de cambios de
lugar. Hace mucho tiempo que la unidad de lugar no
es observada. Los autores dramáticos no se preocupan
por el hecho de abrazar una existencia entera, por pasear a los espectadores de un extremo a otro de mundo. Aquí, el convencionalismo sigue siendo el amo, al
igual que lo es, por otra parte, en la novela, en la que
el escritor recorre a veces cien leguas de un párrafo a
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otro. Lo mismo ocurre con la cuestión de tiempo. Hay
que hacer trampas. Una acción que exigiría quince
días, por ejemplo, debe caber en las tres horas que se
utilizan para leer una novela o para ver una pieza. No
somos la fuerza creadora que rige este mundo, solamente somos creadores de segunda mano que analizamos,
resumimos, casi siempre tanteando, felices y aclamados corno genios cuando podemos desprender un solo
rayo de la verdad.
Y ahora, vamos con el lenguaje. Se pretende que
hay un estilo para el teatro. Se quiere que sea un estilo
totalmente diferente a la conversación hablada, un estilo más sonoro, con más nervio, escrito una quinta más
alta, cortado en facetas, sin duda para hacer centellear
los cristalillos de los lustros. En nuestros días, por ejemplo, M. Dumas, hijo, es considerado un gran escritor
dramático. Sus «palabras» son famosas. Salen como
cohetes, se deshacen en haces, hacia el aplauso de los
espectadores. Por otra parte, todos los personajes hablan un mismo lenguaje, un lenguaje de parisiense espiritual, lleno de paradojas, buscando continuamente la
frase seca y brutal. No niego el esplendor de este lenguaje, un esplendor poco sólido, pero niego su verdad.
Nada es tan cansado como esta continua ironía de la
frase. Desearía un poco más de flexibilidad, un poco
más de naturalidad. Es a la vez demasiado bien escrito
e insuficientemente escrito. Los verdaderos estilistas
de la época son los novelistas; hay que buscar el estilo
impecable, vivo, original en M. Gustave Flaubert y en
MM. de Goncourt. Cuando se compara la prosa de
M. Dumas con la de estos grandes prosistas, ya no es
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correcta, ni tiene color ni movimiento. En el teatro
quisiera ver un resumen de la lengua hablada. SÍ se
quiere llevar a escena una conservación con sus repeticiones, sus palabras inútiles, se podría vigilar el movimiento y el tono de la conversación, el ingenio de cada
conversador, en una palabra, la realidad colocada en el
punto necesario. MM. de Goncourt han hecho una curiosa tentativa de este tipo en Henriette Maréchal, esta
obra que no se ha querido comprender y que nadie conoce. Los actores griegos hablaban con un tubo de
bronce; bajo Luis XIV, los comediantes recitaban sus
papeles con un tono de melopea para darles más pomposidad; en la actualidad nos contentamos con decir
que hay un lenguaje teatral, más sonoro y sembrado de
palabras como petardos. Se ve que hay un progreso; un
día nos daremos cuenta de que el mejor estilo en teatro
es el que resume mejor la conversación hablada, el que
pone la palabra justa en su lugar con el valor que debe
tener. Los novelistas naturalistas ya han escrito excelentes modelos de diálogos reducidos a palabras estrictamente útiles.
Nos queda la cuestión de los personajes simpáticos.
No niego que esta cuestión es capital. El público permanece frío cuando no se satisface su necesidad de un
ideal de lealtad y de honor. Una obra en la que sólo
haya personajes vivos, tomados de la realidad, les parece negra, austera, cuando no los exaspera. Particularmente sobre este punto es donde se libra la batalla del
naturalismo. Es preciso que sepamos armarnos de paciencia. En este momento, se realiza un trabajo secreto
entre los espectadores; llegan poco a poco, impulsados
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por el espíritu del siglo, a admitir las audacias de las
descripciones reales, incluso a tomarles gusto. Cuando
no puedan soportar ciertas falsedades casi habremos
conseguido ganarlos. Las obras de los novelistas ya preparan el terreno acostumbrándolos. Llegará el momento en que bastará que surja un maestro para encontrar
todo un público dispuesto a apasionarse en favor de la
verdad. Se tratará de una cuestión de tacto y de fuerza.
Entonces se comprobará que las más altas y más útiles
lecciones residen en la descripción de las cosas como
son y no en las generalidades machacadas ni en los aires de valor sobre la virtud que se cantan para placer de
los oídos.
H e aquí, pues, las dos fórmulas presentes: la fórmula naturalista que convierte al teatro en el estudio
y la descripción de la vida, y la fórmula convencional,
que hace del teatro una pura diversión del espíritu,
una especulación intelectual, un arte de equilibrio y
de simetría, regulado según un cierto código. En el
fondo, todo depende de la idea que se tenga de una literatura, de la literatura dramática en particular. Si se
admite que una literatura no es más que una investigación de las cosas y de los seres, realizada por espíritus
originales, se es naturalista; si se pretende que una literatura es un armazón sobreañadido a lo verdadero, que
un escritor debe utilizar la observación para lanzarse a
la invención y al arreglo, se es idealista, se proclama la
necesidad de los convencionalismos. Acabo de ser sorprendido por un ejemplo. Se ha representado últimamente en la Comédie Frangaise Le fils naturel de
M. Dumas, hijo. De repente, un crítico salta de entu191
siasmo. Helo allí plenamente cautivado. ¡Dios mío!
¡Qué bien fabricado está eso, qué bien pulido, encajado, pegado y enclavijado! ¡Es tan bonito este juego de
ruedas! ¡Y éste se presenta tan a punto para engranarse
a esta otra pieza, la que, a su vez, pone en movimiento
toda la máquina! Entonces se desmaya, no encuentra
palabras suficientemente elogiosas para explicar el placer que le proporciona esta mecánica. ¿No da la impresión de que habla de un juguete, de un juego e
paciencia, cuyas piezas enreda y coloca de nuevo con
orgullo? Personalmente, me quedo frío delante de Le
fils naturel. ¿Por qué? ¿Soy más tonto que la crítica?
No lo creo. Pero no soy aficionado a la relojería y si a
la verdad. Sí, en efecto, esta obra es un bonito mecanismo. Pero me gustaría que fuese de una viveza soberbia, querría la vida, con su cosquilleo, con su amplitud, con su potencia; desearía la vida entera.
Y añado que tendremos la vida entera en el teatro,
tal como ya la tenemos en la novela. Esta pretendida
lógica de las piezas actuales, esta simetría, este equilibrio obtenido en el vacío por medio de razonamientos
que provienen de la antigua metafísica, caerán delante
de la lógica natural de los hechos y de los seres, tal
como s e comportan en la realidad. En lugar de un teatro de fabricación, tendremos un teatro de observación. ¿Cómo terminará la evolución? El mañana nos
lo dirá. He intentado prever, pero dejo al genio el cuidado de realizar. Ya he dado mi conclusión: nuestro
teatro será naturalista o no sera.
Ahora que he intentado resumir el conjunto de mis
ideas, ¿puedo esperar que ya no se me haga decir lo
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que nunca he dicho? ¿Continuarán viendo en mis opiniones de crítica no sé qué ridículo regodeamiento de
vanidad y qué necesidad de odiosas represalias? No
soy más que el más convencido soldado de lo verdadero. Si me equivoco, mis juicios están aquí, impresos, y
dentro de cincuenta años se me juzgará a mí, se me podrá acusar de injusticia, de ceguera, de violencia inútil.
Acepto el veredicto del porvenir.
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Teatro del siglo XIX: teatro realista y naturalista. algunas , obras y autores significativos de la época.
La segunda mitad del siglo XIX está dominada por dos tendencias literarias que tienen su reflejo también en la literatura dramática y en la forma de representación teatral: el Realismo y el Naturalismo.
El Realismo en teatro presenta un lenguaje cotidiano y familiar y sus personajes no sólo hablan en forma natural, sino que poseen una psicología de seres comunes; sus acciones se asemejan todo cuanto se pueda a las acciones de la gente real. Representadas sobre el escenario tienen que convencer al público de que la acción que desarrollan podría darse en la vida. Teatralmente, estas obras tienen dos importantes retos; una es alcanzar la elevación de espíritu y expresión, y otra conseguir el efecto dramático sin perder la sensación de naturalidad. Los vestuarios y escenografías, rigurosos y fieles a la realidad, y el escenario de “medio cajón” tenderían precisamente a proporcionar esta sensación ilusoria de estar contemplando algo que sucede realmente.
El Naturalismo, como tendencia literaria, implica otros principios más complicados, basados en teoría científicas que aparecen en aquella época, y afecta más a los temas y al tratamiento de personajes y acciones. Considera el Naturalismo que los seres humanos están gobernados por leyes de la herencia y por influencia del medio; de un modo inexorable están condicionados sin remisión; cada hombre o mujer es lo que es debido a su herencia biológica y al medio en que se desenvuelve. Sin libertad y sometidos a leyes naturales, ningún ser humano puede alcanzar la felicidad. Tanto en narrativa como en teatro, la obra naturalista no es sino el intento de presentar una parte de la realidad, observada con frialdad y distancia y transmitida fielmente.
El autor precursor del naturalismo, e incluso del Expresionismo del siglo XX, fue el alemán Georg Büchner, que en 1836 escribe una obra, “Woyzeck”, sobre la vida de un mísero soldado que termina asesinando a su mujer. Por la misma época, en Noruega,, nace uno de los más grandes dramaturgos de esta segunda mitad del siglo XIX, Henrik Ibsen, al que se
considera el gran innovador y el creador del teatro realista moderno. La obra de Ibsen se ajusta el concepto de la “obra bien hecha”, aquella en la que la estructura interna y externa encajan perfectamente, con una gradación ascendente de la tensión dramática y una distribución siempre equilibrada de fuerzas psicológicas. La obra maestra de Ibsen es “Casa de muñecas”, que es un alegato a favor de la liberación de la mujer, lo que creó un gran escándalo y revuelo social. Sin la obra dramática de Ibsen sería inconcebible el desarrollo posterior del teatro en el siglo XX. Frente al realismo de Ibsen encontramos el desgarrado y atormentado naturalismo de
August Strindberg, dramaturgo sueco. Tuvo una vida turbulenta, con repetidos divorcios e intentos de suicidio. De sus obras, la que sigue completamente viva en el repertorio de los teatros internacionales es “La señorita Julia”, estrenada en 1888.
En Francia, el Naturalismo amplia la afición al teatro; existen dos teatros nacionales y numerosos teatros de los llamados de bulevard, que ofrecen melodramas y vodeviles, comedias y espectáculos musicales. Sin embargo, el local donde los naturalistas estrenaron sus obras fue el Teatro Libre de André Antoine, que era una sala pequeña en la que se estrenaban obras de nuevos autores, lo que llevó a la ruina a su fundador, pero tuvo grandes repercusiones en la renovación del teatro. El Teatro Libre de Antoine era el verdadero escaparate del Realismo y fundó el modelo de teatro experimental que luego se seguiría en el resto de Europa y en Estados Unidos. Supuso una renovación en la forma de interpretar, pues hizo que los actores hablaran y se movieran como seres humanos reales, eliminando algunas convenciones estereotipadas, como la norma de no dar la espalda al público. Utilizaba decorados realistas, con muebles reales de la época, sin usar bambalinas ni telones. Por desgracia su trabajo resultó un fracaso económico, aunque un gran triunfo del teatro, pues su proyecto logró encontrar una forma realista de representar, humanizó la actuación, estimuló la creación de nuevos dramaturgos y creó la idea de los conjuntos actorales, en contra de la figura individual del gran actor rodeado de mediocridades sin coordinación.
En Rusia, el Realismo se convirtió en teatro psicológico con la obra de Antón Chejov, cuyo éxito es inseparable de la fundación del Teatro del Arte de Moscú por Stanislawsky y Dachenko. Otros realistas cuya obra también está ligada a este extraordinario estudio de
teatro son Tolstoi y Maximo Gorki. El fundador, Constantin Stanislawsky, nació en una familia acomodada y en su juventud primera fue fundador de la Sociedad de Literatura y Arte. De su encuentro con Vladimir Nemirovich Dachenko nace la idea de la fundación del Teatro del Arte de Moscú, que formado en principio por estudiantes de teatro y aficionados, llegó a constituirse como uno de los grandes conjuntos de actores del mundo. Su propósito no era captar los aspectos superficiales del realismo, sino representar lo que Stanislawsky llamaba la “verdad interior, la verdad del sentimiento y de la experiencia”. El Teatro del Arte de Moscú, consigue que Antón Chejov, que había fracasado anteriormente con su obra “La gaviota”, se convenciera de seguir escribiendo para el teatro, y así surgieron obras maestras del drama como “El tío Vania”, “Las tres hermanas” o “El jardín de los cerezos”. En sus obras no se produce el conflicto de héroes o heroínas, sino que la historia parte ya de un conflicto en el que esos héroes y heroínas han sido ya derrotados; no luchan, sino que se abandonan a un destino ya cumplido; la obra desarrolla esa derrota vital de los personajes. Autor muy diferente es Gorki, que representa el teatro para el pueblo, frente a un teatro dirigido a la nobleza primero y a la burguesía después. Su obra más célebre es “Los bajos fondos”, trata sobre personajes tomados de la realidad observada en los caminos y posadas míseras de Rusia.
En Inglaterra, en la década de los años 1890, aparecen dos dramaturgos realistas de
importancia. Oscar Wilde cautivó al público londinense con sus comedias de alta sociedad, llenas de ironía, en las que manejaba como nadie un lenguaje cínico y elegante; escribió cuatro comedias cuya culminación fue “La importancia de llamarse Ernesto”. Un poco después, unos años antes de la Primera Guerra Mundial, aparece Bernard Shaw, un autor que cosecha grandes éxitos con comedias de fino humor, como “Casa de Viudos” o “El soldado de chocolate”. Su obra culminante fue “Cándida”. La continuada calidad de sus obras le consagraron como el más grande de los dramaturgos ingleses modernos.
El Realismo español está representado por las obras teatrales de Benito Pérez Galdós, que a veces son adaptaciones de sus novelas, y por Echegaray, que obtuvo el Premio Nobel , y que fue un autor de éxito en su momento, pero hoy poco considerado.
Una novedad teatral: conjuntos o grupos de actores
Hasta el triunfo del Realismo en la última década del siglo XIX, la actuación era en casi todas partes un despliegue de talentos individuales, mientras el resto de la representación se desarrollaba precariamente. Era necesaria la constitución de conjuntos de actores y la armonización de todos los elementos teatrales. Esto sucedió gracias a tres innovadores. Aunque sus ideas sobre la representación se dedicaban al drama musical, Wagner influyó también en el ámbito del teatro por su idea de fundir todos los factores de la producción teatral en un todo expresivo. Por otra parte, el Duque de Meiningen, llamado el Duque del Teatro, impulsó en su corte la formación de conjuntos de actores donde los grandes intérpretes no fueran los únicos protagonistas, sino que todos actuaran en una misma línea de expresividad. La tercera persona que contribuyó a esta idea, y de la que ya hemos hablado anteriormente, es André Antoine, con su Teatro Libre, que encontró imitadores y seguidores en todo el mundo.
En esta época encontramos grandes actores que brillaron en los teatros europeos de finales del siglo XIX, como la actriz Rachel, especialista en las tragedias clásicas francesas, que viajó en constante éxito por Europa y EEUU, hasta su muerte a los treinta y ocho años. Sarah Bernhardt, cuya fama llega hasta nuestros días, triunfaba en Francia como actriz trágica. Encontramos grandes actores y actrices en Italia, como Adelaida Ristori y Tommaso Salvini. Pero pronto se impondrían los conjuntos o grupos de actores adscritos a un teatro, como el formado en el “Burgtheater” de Viena, donde reinaba sobre todo la actuación de conjunto. Quien desarrolló esta idea plenamente fue el Duque de Meiningen, quien después de ver el trabajo del actor inglés Charles Kean y los trabajos del Burgtheater vienés, fundó su propia compañía, que no estaba formada por actores distinguidos. Sus actores representaban indistintamente papeles principales y pequeños, realizando largos y minuciosos ensayos. Destacó también como diseñador y escenógrafo, dotando de valor y equilibrio a todos los planos de la representación. El conjunto Meiningen realizó giras por toda Europa, desde Londres a Moscú, e influyó en la creación de otras escuelas de representación semejantes. El mismo Stanislawsky reconoció siempre cuánto influyó este conjunto alemán en su obra.
¿Qué es el realismo y el naturalismo?